El otro bosque

Danielle Koehler

Fragmento

Olivia solo sabía tres cosas sobre Lenca:

1. Era el lugar donde vivían sus abuelos (a los que no veía desde hacía años).

2. Hablaban español (chileno, muy diferente al que te enseñan en la escuela en Estados Unidos).

3. Literalmente estaba en los confines del mundo (y había que poner de cabeza el globo terráqueo para encontrarlo).

Aplastó la cara contra la ventana del auto y observó el azul intenso del océano Pacífico, que pasaba rápidamente a su lado. En casa podía estar horas viendo las olas romper, pero, a diferencia del turquesa resplandeciente de su océano, este se veía oscuro, frío y desierto. No había delfines ni surfistas, ni tampoco niños practicando boogie boarding. Frente a sus ojos, solo un vacío deprimente que se extendía hasta el infinito.

Olivia despegó la cabeza del cristal empañado y bajó la mirada al libro que tenía en el regazo.

Vulcanología de Chile

Su madre se lo había comprado en el aeropuerto con la esperanza de alegrarla. Y, aunque Olivia se negaba a aceptarlo, estaba funcionando. Al menos un poco. Según la introducción, en Chile había más de quinientos volcanes activos, en gran medida gracias a su ubicación geográfica: en el cinturón de Fuego. Era como el jamón de un sándwich, donde el pan oeste era la fosa de Atacama y el pan este, la cordillera de los Andes: la receta ideal para la actividad volcánica.

—¿Ya leíste sobre el volcán Calbuco, Livy? —le preguntó una voz entusiasta desde el asiento delantero.

Olivia siguió mirando las páginas del libro. Detestaba que le dijeran Livy. Así era como le decía papá, porque él tenía sobrenombres para todos: a ella le decía Livy o Bichy; él se apodaba a sí mismo Captain Redbeard, creyéndose el pirata Barbarroja, y a Ma le decía Peppy Pepa porque siempre estaba sonriendo. Aun ahora, a pesar de todo, ella seguía ostentando esa estúpida sonrisa.

—Cuando el cielo está despejado, se alcanza a ver la cima por allá. —Ma le dio un golpecito a la ventana izquierda, sin percatarse de que su hija le estaba haciendo la ley del hielo.

Olivia observó fijamente los miles de árboles con apariencia prehistórica que ascendían por las laderas de la montaña hasta perderse bajo una neblina blanca y espesa. El bosque parecía sacado de las páginas de un cuento de hadas macabro, sobre brujas y magia ancestral. Tenía el vago recuerdo de una antigua leyenda que su abuela solía contarle sobre una criatura extraña, como un duende, que vivía en el bosque. Era lógico que algunas personas creyeran que existía, pero Olivia estaba convencida de que debía ser un mito... ¿verdad? En fin, si ya le dificultaba ver el volcán que se suponía que estaba ahí, más difícil era pensar en criaturas míticas.

La curiosidad le carcomía la cabeza, así que pasó las páginas del libro hasta encontrar la foto de un volcán irregular y cubierto de nieve. «El Calbuco —decía el texto— es un estratovolcán sumamente explosivo que se encuentra en la región de Los Lagos, al sur de Chile. Alguna vez se le consideró uno de los volcanes más activos en el país, aunque ha permanecido dormido desde su última erupción en 1972».

Olivia no pudo contener la sonrisa al releer la frase «estratovolcán extremadamente explosivo». Esos eran los mejores, como el monte Vesubio y el Santa Helena. Desde que los vio el año anterior en la clase de Ciencias de la Tierra del profesor Hughes, se había obsesionado un poco. Había leído todo lo que pudo encontrar sobre la gente de Pompeya, a quienes nunca les inquietó ni la cima montañosa que se cernía sobre ellos ni los terremotos, a los que ya se habían acostumbrado. Hasta que un mal día despertaron envueltos en nubes de ceniza.

Si algo le había quedado muy claro a Olivia era que, sin importar cuánto tiempo pasara un volcán fingiendo ser una montañita dormilona, tarde o temprano despertaría para recordarle al mundo su verdadera naturaleza.

Miró de reojo el retrovisor en el que se reflejaban los ojos atentos de Ma. De inmediato, volvió a fruncir el ceño y recordó que, sin importar qué tan increíbles fueran los volcanes, debía aparentar que no tenía el menor interés en estar ahí. Si se apegaba al plan, Ma se daría cuenta de que había cometido un error garrafal y volverían a Virginia en un parpadeo.

Virginia. ¡Su hogar! Era donde estaban sus amigos, como Jill, Mandy, Eli y Lilli. Y el resto de las scouts. ¡Y las compañeras del equipo de los Shooting Sharks! ¡Y...!

Un fuerte ronquido la sobresaltó. Su perro, Max, estaba a su lado, patas para arriba, y profundamente dormido. Le acarició el punto preciso que solo ella sabía encontrar. Como por arte de magia, la pata de Max se agitó como una batidora. Olivia sonrió. «Al menos te tengo a ti», pensó y exhaló largo y tendido.

—¡Mira! ¡Son como de tu edad! —Ma señaló a un grupo de chicos que jugaban futbol a un costado de una capillita con un extraño techo puntiagudo—. ¡Hay que saludarlos!

Olivia, horrorizada, la fulminó con la mirada. En el instante en el que iba a abrir la boca para quejarse, Ma tocó la bocina dos veces. Uno de los futbolistas se paralizó a media patada y comenzó a saltar de un lado a otro mientras agitaba los brazos para saludarlas. De inmediato, otro jugador le robó la pelota. Los compañeros del primer futbolista alzaron los brazos al aire, frustrados, y miraron con odio hacia el vehículo responsable.

Olivia se agachó en su asiento para que nadie viera que se moría de vergüenza. Ma siempre tenía que dar una pésima primera impresión. En realidad no importaba, porque de cualquier forma Olivia estaba condenada a una vida solitaria en ese país por su «problemita del lenguaje» (como le llamaba Miss Judy durante las clases particulares que tenían cada semana).

Y no quería sumarle a eso el «problemita de una mamá ridícula».

Cinco minutos después, Ma estacionó el auto junto a una cabaña de madera de cuya chimenea salía una larga humareda. En el patio, varias gallinas moteadas merodeaban entre los helechos. Olivia frunció el ceño. No había cercos ni nada para evitar que se escaparan.

—¿Te acuerdas?

Ma volteó a verla con un brillo de entusiasmo en sus enormes ojos castaños. Eran los mismos enormes ojos castaños que había heredado, aunque habría preferido heredar los ojos azul claro de su papá. Lo único que él le había legado era un puñado de pecas faciales y un destello de fuego en la cabellera. En respuesta, Olivia arqueó una ceja con expresión desafiante.

—¿No? Bueno, seguro eras muy chiquita —continuó Ma con la misma dulzura de siempre—. Vamos, hora de entrar.

Olivia suspiró. Así que este era su nuevo... Meneó la cabeza y empezó a guardar sus cosas en la mochila lo más lento posible. Los premios de Max y su plato de agua. El libro de vulcanología. Media barra de chocolate (que decidió guardar para después). Solo quedaba una cosa

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