Capítulo
1
La detective de homicidios de la policía de Nueva York Nikki Heat aparcó en doble fila su Crown Victoria gris detrás de la furgoneta del juez de instrucción y se dirigió a la pizzería donde esperaba el cadáver. Un agente con uniforme de manga corta levantó el precinto para que ella se agachara y pasara por debajo y, cuando se levantó al otro lado, Heat se detuvo y miró hacia Broadway. En ese momento, veinte manzanas más al sur, su novio, Jameson Rook, estaba saliendo a saludar en una rueda de prensa en Times Square para celebrar la publicación de su último gran artículo. Un artículo tan importante que el director lo había sacado en portada para lanzar la página web de la revista. Heat debería haber estado contenta, pero estaba hecha polvo. Porque el artículo era sobre ella.
Dio un paso para entrar, pero solo uno. El cadáver no se iba a ir a ningún lado y Heat necesitaba un momento para maldecirse a sí misma por haber ayudado a Rook a escribirlo.
Pocas semanas antes, cuando le dio su bendición para que escribiera una crónica sobre su investigación de la muerte de su madre, le había parecido una buena idea. Bueno, quizá no una buena idea, pero sí prudente. La espectacular captura de Heat del asesino misterioso después de más de una década se había convertido en una noticia bomba y Rook lo había planteado sin rodeos: alguien iba a escribir aquella historia. ¿Prefería Heat a un ganador del premio Pulitzer o a un gacetillero sensacionalista?
Las entrevistas de Rook fueron intensas y, para realizarlas, necesitó todo el fin de semana. Con su grabadora digital como centinela, Heat empezó hablando de la cena de Acción de Gracias de 1999. Ella y su madre se disponían a hacer pastel de carne y Nikki la llamó desde la sección de especias del supermercado solo para oír cómo su madre moría apuñalada al otro lado del teléfono, mientras ella echaba a correr de vuelta a casa, desesperada e impotente. Le contó a Rook que había cambiado la carrera de arte dramático por la de justicia penal para convertirse en policía en lugar de en la actriz que siempre había soñado ser.
—Un asesinato lo cambia todo —dijo.
Heat compartió con él la frustración que sintió en su búsqueda de justicia durante la década posterior. Y su sorpresa un mes antes, cuando todo cambió y una maleta que habían robado del piso de su madre la noche de su asesinato apareció en la escena de un crimen que investigaba Nikki, con el cuerpo de una mujer en su interior. El camino hacia la resolución del reciente homicidio de la señora de la maleta llevó a Heat a un inesperado viaje hacia el pasado oculto de su madre. El rastro la había llevado hasta París, donde Nikki se quedó pasmada al saber que Cynthia Heat había sido espía de la CIA. En lugar de la profesora de piano que había fingido ser, su madre había utilizado la enseñanza de la música como excusa para poder espiar las casas de diplomáticos y empresarios.
Nikki se enteró de todo esto en el lecho de muerte del antiguo jefe de su madre en la CIA, Tyler Wynn. Pero, como los espías son como son, aquel anciano no había hecho más que fingir su muerte para sacársela de encima. Nikki descubrió esto por las malas, cuando el mentor de su madre apareció pistola en mano para quitarle los documentos secretos e incriminatorios por los que Cynthia Heat había muerto. ¿Por qué? Porque Cynthia Heat había descubierto que Tyler Wynn, su leal amigo, era un traidor.
Durante la entrevista, Nikki confesó que no tenía que imaginarse lo que su madre sintió ante aquella traición. Ella había sentido lo mismo cuando Petar, su novio de la universidad, había salido de las sombras junto a Wynn apuntándola con su pistola. Y más aún cuando el viejo espía se escabullía con la bolsa de las pruebas incriminatorias y una última orden para el ex de Nikki: que la matara. Al igual que el mismo Petar había matado a su madre.
En ese momento, Rook había parado su grabadora Olympus para cambiarle las pilas, pero, en realidad, lo había hecho para dejar que Nikki se recompusiera emocionalmente. Cuando continuaron con la entrevista, ella admitió que, en el fondo, siempre había pensado que después de capturar al asesino de su madre aquella herida podría por fin cicatrizar. En lugar de ello, se había abierto del todo y sangraba. El dolor, más que disminuir, se había vuelto más punzante. Sí, había conseguido arrestar a Petar, pero el cerebro que lo había orquestado todo había escapado sin dejar huella. Y Petar no iba a ayudarles a buscarlo. No después de que otro de los cómplices de Wynn envenenara con todo el descaro la cena de su celda.
Heat se abrió a Rook con un tono íntimo que no podría haberse imaginado un año atrás, cuando le endilgaron al famoso periodista para que la acompañara en una investigación. Antes de Rook, Nikki siempre había creído que en el mundo había dos parejas de enemigos natos: policías y ladrones y policías y periodistas. Aquella creencia se ablandó durante la ola de calor del verano anterior, cuando terminaron enamorándose mientras trabajaban en su primer caso. Puede que se hubiese ablandado, pero, incluso siendo amantes, los policías y los periodistas jamás lo iban a tener fácil. Y esta relación los ponía constantemente a prueba.
La primera prueba había surgido el otoño anterior, cuando el resultado de las salidas de la brigada de homicidios de Rook apareció publicado en la portada de una revista de tirada nacional y Nikki pudo contemplar su propio rostro devolviéndole la mirada desde los quioscos de prensa durante un mes. Tanta atención le resultó incómoda. Y ver cómo sus experiencias personales se convertían en una narración provocaba en ella una sensación perturbadora sobre su papel como musa de Rook. ¿Aquella vida que compartían les pertenecía a ellos o solo era material de referencia?
Y ahora, con aquel artículo nuevo de Rook a punto de irrumpir a lo grande en internet, lo que eran simples recelos sobre salir a la luz pública se habían convertido en una ansiedad a gran escala. Esta vez no se trataba de temer el brillo cegador de la publicidad personal, sino la preocupación de que aquello pudiera perjudicar la investigación que tenía en marcha. Porque para la detective Heat, este caso no tenía cabos sueltos. Eran cables con corriente y Nikki consideraba la publicidad enemiga de la justicia. Y en ese momento, a un kilómetro y medio de distancia, en Times Square, el genio estaba a punto de salir de la botella.
Nikki se alegraba de, al menos, poder mantener un gran secreto. Algo tan explosivo que ni siquiera se lo había contado a Rook.
—¿Entras? —El detective Ochoa la hizo volver al presente. Sostenía abierta la puerta de Domingo’s Famous para que ella entrara. Heat vaciló y, a continuación, dejó a un lado su preocupación y cruzó la puerta.
—Tenemos aquí algo inaudito —dijo el compañero de Ochoa, Sean Raley. Aquella pareja de detectives, apodados los Roach[1], una mezcla de sus apellidos, condujeron a Heat a través de las mesas de formica vacías que en pocas horas habrían estado llenas para el almuerzo de no haber sido por aquel asesinato.
—¿Preparada para ver algo nuevo? —preguntó Raley cuando llegaron a la cocina. Colocó su mano enguantada sobre la puerta más alta del horno de pizzas y la bajó para mostrar a la víctima. O a lo que quedaba de ella.
El hombre, o eso parecía, había sido metido allí de lado, doblado para que cupiera, y a continuación horneado. Nikki miró a Raley, después a Ochoa y, de nuevo, al cadáver. El horno seguía desprendiendo un poco de calor y el cuerpo que había en su interior parecía una momia. Estaba vestido cuando lo metieron. Había restos de tela chamuscada colgándole de los brazos y las piernas y cubriéndole partes del torso como una colcha desintegrada.
La mirada de oscura diversión de Raley se desvaneció y se acercó a ella. Ochoa se le unió, examinándola.
—¿Te estás mareando?
—No, estoy bien. —Nikki se entretuvo poniéndose un par de guantes desechables azules y, a continuación, añadió—: Es que me he olvidado de una cosa. —Dijo aquello sin darle importancia, como si no fuera nada. Pero, para ella, sí que era importante. Lo que había olvidado era su ritual. El pequeño protocolo que seguía siempre que llegaba al escenario de un crimen. Se detenía en silencio unos segundos antes de entrar para honrar la vida de la víctima a la que estaba a punto de ver. Era un ritual que surgía de la empatía. Un rito tan normal como el de dar las gracias antes de una comida. Y hoy, por primera vez, Nikki se había olvidado de hacerlo.
Aquel descuido la fastidiaba, aunque quizá había sido inevitable. Últimamente, la rutina de su trabajo en homicidios se había convertido en una distracción que le impedía centrarse por completo en su caso más importante. Por supuesto, no podía contarle aquello a ninguno de los de su brigada, pero sí se quejaba a Rook de lo difícil que resultaba tratar de cerrar un capítulo cuando los demás no paraban de empezar otros nuevos. Él le recordó las palabras de John Lennon: «La vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes».
«Mi problema es que lo que me pasa es la muerte», había respondido ella.
—Lo han encontrado los encargados de la cocina cuando han abierto para los preparativos del almuerzo —empezó a explicarle Raley.
—Les ha parecido raro que el horno estuviese caliente —continuó Ochoa—. Al abrir la puerta han descubierto a nuestro animalito tostado. —Los Roach intercambiaron sendas sonrisas de autocomplacencia.
—Los dos sabéis que solo porque Rook no esté aquí no tenéis por qué sustituirlo en su papel de cómico. —Levantó las manos hacia el horno. Notaba calor, pero no quemaba—. ¿Lo han apagado ellos?
—Negativo —contestó Raley—. La cocinera dice que estaba apagado cuando han llegado.
—¿Alguna idea de quién es la víctima? —preguntó ella asomándose al interior del horno. El daño producido por el calor iba a dificultar su identificación.
Ochoa repasó sus notas.
—Suponemos que la víctima es un tal Roy Conklin.
—Pero es solo una suposición hasta que podamos ver su historial dental y su ADN —precisó la médico forense, Lauren Parry, mientras se levantaba de entre su equipo de laboratorio.
—Es una hipótesis fundamentada —intervino Ochoa. Heat vio el sutil coqueteo de la doctora Parry, su novia no tan en secreto—. Hemos encontrado una cartera. —Señaló la mesa de acero inoxidable y la bolsa que había sobre ella con un bloque de piel desfigurado y un permiso de conducción doblado del estado de Nueva York.
—Y hay algo aún más raro —dijo Raley sacando una linterna diminuta del bolsillo de su chaleco y dirigiéndola hacia el cadáver. Heat se acercó y Raley continuó—: ¿Te parece suficientemente extraño?
—De lo más extraño —contestó Nikki asintiendo con la cabeza. Alrededor del cuello de la víctima colgaba la chapa identificativa de Roy Conklin del Departamento de Salud e Higiene Mental de la ciudad de Nueva York.
Ochoa se puso al lado de ella.
—Ya hemos llamado al Departamento de Salud e Higiene Mental. ¿Estás lista? El cuerpo que hay en ese horno es el de un inspector de sanidad de restaurantes.
—Eso sí que es infringir las normas. —Todas las cabezas se giraron hacia aquella voz tan familiar. Y hacia su ocurrencia. Jameson Rook había llegado, toda una visión para Nikki con su traje azul marino de Boss de corte perfecto y su camisa violeta y blanca de cuello italiano, además de la corbata gris oscura y violeta que ella había elegido para él—. Este antro va a tener esta noche en su escaparate una mala nota de sanidad, ya veréis.
Heat se acercó a él.
—No es que no agradezca tu ayuda, pero ¿qué ha pasado? No me digas que te has aburrido de tu gran evento de alfombra roja.
—En absoluto. Iba a quedarme para los saludos de después pero he recibido un mensaje de Raley en el que me contaba esto. Y menos mal que lo ha hecho. ¿Para qué seguir fingiendo sonrisas cuando se tiene la oportunidad de ver…? —Asomó la cabeza al horno—. Qué fuerte. Un alienígena del Área 51.
Los Roach dieron muestra de apreciar el humor negro. No tanto Lauren Parry.
—¿Qué es lo que tienes en el hombro? ¿Brillantina? —preguntó la forense—. Sal de aquí antes de que contamines mi área.
Rook sonrió.
—Si me dieran una moneda cada vez que escucho eso… —Pero salió al comedor y dejó su chaqueta en el respaldo de una silla. Regresó justo cuando una pareja de técnicos del departamento forense estaban sacando el cadáver del horno. Ochoa le dio un par de guantes azules de nitrilo para que se los pusiera.
—Mirad esta chapa —dijo Raley. Heat se apoyó sobre una rodilla al lado de él para mirar con atención. La chapa identificativa de Conklin y su cordón no tenían señal alguna de haberse chamuscado ni derretido.
Rook se arrodilló con ellos.
—Eso quiere decir que quien lo haya matado debió de esperar a que el horno se enfriara o haber vuelto después para ponerle esto en el cuello.
Nikki se giró y lo miró.
—Oye, eso no es justo. Esa es tu cara de conjeturas al azar. No me digas que también vas a tocarme las pelotas con un oportuno resumen de lo que ha ocurrido.
—¿Detective? —la llamó Ochoa, que estaba junto al horno. Heat se puso de pie y siguió con la mirada el haz de luz de la linterna. En el rincón posterior del horno que antes había estado oculto por el cadáver había una chaqueta doblada. Al igual que la chapa y el cordón, no tenía quemaduras. El detective Ochoa utilizó una pala para sacar pizzas del horno de mango largo y la deslizó debajo de la chaqueta para engancharla. Cuando la acercó hacia ellos, nadie dijo nada. Simplemente, se quedaron mirando la chaqueta y lo que había encima de ella: un rollo de cuerda roja y una rata muerta.
El detective Feller había terminado de entrevistar a la cocinera y al ayudante de camarero cuando Heat, Rook, Raley y Ochoa salieron de la cocina.
—Sus declaraciones encajan —les informó—. Sirvieron las últimas pizzas a medianoche, echaron el cierre, se fueron a la una de la noche, volvieron a las nueve y encontraron a la víctima. —Pasó las páginas de sus notas—. Nada fuera de lo habitual durante los días previos, ningún rastro de robo ni de cerraduras forzadas. Tienen un sistema de circuito cerrado de televisión pero se estropeó la semana pasada. Ninguna queja de clientes ni proveedores. En cuanto al inspector de sanidad, no les suena a ninguno ni el apellido de Conklin ni su fotografía. Me he guardado el dato de dónde habéis encontrado la identificación, claro, pero cuando les he preguntado si han tocado o manipulado el cadáver los dos han dicho que no.
—En cuanto la familia o el Departamento de Salud e Higiene Mental nos den unas fotos mejores, enséñaselas —dijo Heat—. Mientras tanto, suéltalos.
Determinar la hora y la causa exacta de la muerte iba a ser complicado, pues en un cuerpo quemado las estructuras celulares y las temperaturas corporales se corrompen. Así que, mientras Heat dejaba que su amiga la médico forense se llevara el cadáver a la calle 30 para hacerle la autopsia, ella marcaba los siguientes movimientos de su equipo. Ochoa desplegaría un equipo de oficiales de uniforme para sondear el barrio con copias de la fotografía del documento identificativo de Conklin hechas con el móvil. Una vez que las unidades de policía salieran, Ochoa iría a casa de Conklin para informar a su familia y ver qué podía averiguar allí. Raley haría su habitual inspección entre las cámaras de seguridad de la zona que pudieran haber grabado algo. Heat envió al detective Feller al Departamento de Sanidad para pedir el registro laboral de la víctima y preguntar a su superior por sus archivos y sus relaciones laborales. Y en cuanto a Rook, se ofreció como mente de apoyo para la sesión informativa de la brigada.
—Te lo tienes muy creído, pero vale —no pudo evitar responder Nikki.
Cuando los dos salieron de Domingo’s Famous, Rook movió la cabeza con desdén hacia los curiosos que se encontraban tras la cinta amarilla de la policía.
—¿Sabes, Nikki? No soporto a los mirones que se acercan en busca de la macabra emoción que les pueda proporcionar ver cómo meten en una furgoneta un cadáver dentro de una bolsa. Más bien me parecen unos perdedores.
Se oyó una voz entre la multitud:
—¿Jameson? ¿Jameson Rook? —Se detuvieron—. ¡Aquí, aquí! —El brazo que se movía en el aire pertenecía a una mujer joven y exuberante vestida con pantalones de cuero negro y con lo que solo podían calificarse como unos zapatos de tacón que pedían guerra. Se abrió paso hasta ponerse por delante de los demás curiosos y apretó la plenitud de su camiseta con estampado de leopardo contra la cinta amarilla de la policía—. ¿Puedo hacerme una foto contigo? ¿Por favor…?
—Creo que, después de lo mío en Times Square, he tuiteado que iba a venir aquí… —le murmuró Rook a Nikki con tono avergonzado.
—Que sea rápido. —Y mientras Rook se acercaba a la mujer, Nikki añadió—: Sabes que es por esto por lo que Matt Lauer, el presentador de televisión, usa desinfectante para las manos.
Heat esperó en su coche mientras Rook posaba no solo con aquella admiradora, sino con cada una de las otras tres chicas que fueron surgiendo de entre la muchedumbre. Al menos, esta vez no estaba firmándoles en el pecho.
Comprobó rápidamente su correo electrónico.
—Síii —dijo en voz alta en el interior del coche vacío cuando vio uno que le enviaba un investigador privado del que estaba esperando recibir noticias—. ¿Has terminado ya? —preguntó cuando Rook ocupó el asiento de al lado.
—La fotografía no era más que el principio. Quería que yo mismo tuiteara la foto y añadiera el hashtag #increíblementeatractivo. —Apoyó la cabeza en el reposacabezas y continuó—: Al parecer, estoy siendo trending topic ahora mismo.
Nikki puso en marcha el coche.
—¿Te acuerdas de Joe Flynn?
Rook se incorporó en su asiento.
—¿El investigador privado? ¿El que está loco por ti? No.
—Bueno, pues ese investigador privado me ha hecho un favor, ha rebuscado entre sus archivos y ha encontrado unas viejas fotos de mi madre de cuando la estaba vigilando. Quiere que comamos juntos.
—Creía que habías convocado una reunión de la brigada dentro de una hora para hablar del cadáver chamuscadito. —Y añadió con tono solemne—: Que en paz descanse.
Heat golpeteó el volante con los dedos sintiendo una vez más el conflicto con su trabajo rutinario en homicidios. Hizo unos rápidos cálculos.
—Le diremos que tendrá que ser un almuerzo rápido.
—Vale —contestó Rook mirando de reojo hacia la escena del crimen—. Pero nada de pizza. Y no hay más que hablar.
Como Heat y Rook no tenían tiempo para estar atrapados dos horas en un restaurante para hablar de banalidades y oír entera la lista de postres, Joe Flynn había organizado un bufé en la sala de reuniones de Quantum Recovery, su elitista servicio de investigación con sede en el piso superior del prestigioso edificio Sole. Había traído un surtido de embutidos de Citarella consistente en jamón de Parma, rosbif, queso Jarlsberg y queso Muenster, así como mostazas rústicas y mayonesa con hierbas. Rechazaron las cervezas artesanales que sobresalían de cubos de hielo granizado y optaron por agua mineral de Saratoga, que su anfitrión les sirvió en copas.
—Ha progresado mucho desde sus orígenes, Joe —observó Rook mientras masticaba un pepinillo junto a un enorme ventanal que daba al centro de Manhattan.
—¿Quiere usted decir desde que perseguía a adúlteros en hoteles de mala muerte por trescientos dólares al día? —Se acercó a Rook y admiró con él aquel día tan primaveral—. Yo diría que la recuperación de obras de arte ha hecho que mi vida sea un poco más fácil. Además, ya no siento que necesite darme una ducha después de ingresar el cheque.
Antes de que Joe Flynn alcanzara un nivel de prestigio y subiera a los ascensores ultrarrápidos que aquello había traído consigo, la madre de Nikki había sido el centro de una de sus investigaciones por adulterio por encargo del padre de Nikki. Preocupado por la vida cada vez más reservada de Cynthia Heat, su marido había contratado a Flynn en 1999 porque sospechaba que su esposa estaba teniendo una aventura. Flynn no encontró nunca ninguna prueba de infidelidad, pero sí que tenía fotografías de cuando había vigilado a la madre de Nikki que podrían ser útiles ahora que ella estaba buscando a Tyler Wynn.
Cuando Nikki se acercó a ellos, incapaz de resistirse a aquella vista del edificio del Empire State y, en la distancia, entre los rascacielos, un poco de Staten Island, Rook recibió una llamada en su teléfono móvil y se disculpó antes de contestar.
—Un hombre con suerte —dijo Joe Flynn en cuanto se cerró la puerta. Nikki se giró y vio que él la miraba como si fuese un sonriente aspirante del programa de televisión Antiques Roadshow que espera el veredicto del tasador. Nikki deseó que su teléfono también sonara. Como aquello no ocurrió, cambió de conversación.
—Le agradezco que haya buscado esas fotografías.
—Ah, sí. —Flynn sacó de su bolsillo una memoria USB y le dio vueltas entre los dedos de la mano, no con ánimo de fastidiarla pero sin terminar de entregársela tampoco—. He buscado al hombre y a la mujer cuyas fotos me envió usted la semana pasada —dijo refiriéndose a las imágenes que ella le había enviado de Wynn y su cómplice, Salena Kaye—. No aparecen en ellas. —Luego volvió a sonreírle, y añadió—: Su madre era una mujer hermosa.
—Sí que lo era.
—Igual que la hija.
—Gracias —respondió Nikki con el tono más neutro del que fue capaz.
Él interpretó por fin el gesto de ella y le dio el dispositivo de memoria.
—¿Puedo preguntarle quién es esa pareja a la que busca?
—Lo siento. Me gustaría decírselo, pero es un asunto confidencial de la policía.
—No me culpe por preguntar. La curiosidad es propia de este tipo de trabajo, ¿no? No puedo evitarlo.
Que se lo dijeran a ella.
Heat esperaba encontrar en esas fotos algo que le diera pistas sobre Tyler Wynn y Salena Kaye. Buscaba también una clave que resolviera su gran secreto.
Unas semanas antes Nikki se había tropezado con una serie de notas escritas a lápiz que su madre había dejado en una partitura de música. Creía que se trataba de un mensaje encriptado. Aquellos puntos, líneas y garabatos no seguían ninguna pauta que ella supiera reconocer. Nikki había buscado en Google el código Morse, jeroglíficos egipcios, el alfabeto maya e incluso grafitis urbanos, todo ello en vano. Para satisfacer su objetividad de policía, incluso había investigado para determinar si aquellos símbolos eran simplemente claves taquigráficas que indicaban cómo interpretar la música. Lo único que encontró fue otro callejón sin salida.
Necesitaba ayuda para descifrarlo pero, siendo plenamente consciente de su carácter confidencial, pues ese código podía ser la razón por la que Tyler Wynn había hecho matar a su madre, Heat sabía que debía mantenerlo en secreto. Sopesó la idea de hablarle a Rook de ello, sabiendo que el Señor Conspiraciones dedicaría su cuerpo, su alma y su imaginación hiperactiva a descifrar ese código. Pero Nikki decidió guardárselo, por ahora. Aquello no era un secreto sin más.
Aquel secreto era mortal.
Tras su reunión en Quantum Recovery, Heat firmó la salida de ella y de Rook en el mostrador de seguridad del vestíbulo. Dio un paso hacia la salida de la Avenida de las Américas pero notó que Rook se rezagaba.
—Cambio de planes —dijo él—. ¿Te acuerdas de esa llamada? Era Jeanne Callow. Ya sabes, mi agente.
—Rata de gimnasio, demasiado maquillaje, Jeanne la Máquina… ¿Esa Jeanne Callow?
Rook sonrió ante su sarcasmo.
—La misma. Bueno, voy a ir a su despacho de la Quinta Avenida para que podamos planear la publicidad del nuevo artículo.
Una garra ya familiar se clavó en el diafragma de Nikki, pero sonrió antes de responder:
—Sin problema.
—¿Te veo esta noche en tu casa?
—Claro. Podríamos revisar estas fotografías.
—Eh… sí. Podríamos hacer eso.
Heat volvió sola en el coche a la comisaría mientras se reafirmaba en su instinto de ocultarle a Rook lo del código.
Nikki lanzó una mirada tensa desde su mesa hacia la sala de la comisaría y, una vez más, se sintió dividida entre su gran caso y otro homicidio. El equipo de detectives a los que había convocado para hablar del asesinato de Conklin llevaba un buen rato esperando sentado, pues ella llegaba con retraso a su propia reunión. Desesperada por tratar de encontrar una pista sobre Tyler Wynn, a Heat se le había ocurrido que podía hacer un hueco para esta llamada antes de la reunión informativa con su brigada, pero un guardián le impedía avanzar.
—Es la cuarta vez que intento ponerme en contacto con el señor Kuzbari —dijo mientras se esforzaba en disimular su rabia—. ¿Le han dicho que se trata de una investigación del Departamento de Policía de Nueva York?
Fariq Kuzbari, agregado de seguridad de la delegación de Siria en las Naciones Unidas, había sido uno de los clientes de las clases de piano de su madre. Heat había intentado entrevistarse con él unas semanas antes, pero él y sus matones armados la habían rechazado. No iba a rendirse. Un hombre como Fariq Kuzbari podría arrojar algo de luz sobre un compañero espía como Tyler Wynn.
—El señor Kuzbari estará fuera del país durante un tiempo indefinido. ¿Quiere dejar algún mensaje?
Lo que Nikki habría querido hacer habría sido aporrear su mesa con el teléfono y gritar algo muy poco diplomático. Contó hasta tres en silencio antes de responder:
—Sí, por favor.
Heat colgó el teléfono y vio unas cuantas miradas inquietas procedentes de su brigada. De camino hacia la parte frontal de la sala, empezó a pensar sus palabras de disculpa por haberles hecho esperar, pero, cuando llegó a la pizarra y se dio la vuelta para mirarles, la jefa de la brigada de homicidios había decidido que su llamada y el retraso eran un asunto policial. Que le den a John Lennon, pensó. A continuación, la detective Heat fue directa al grano.
—Bueno, así que se trata de Roy Conklin, hombre, cuarenta y dos años… —empezó a decir Heat mientras repasaba los datos generales de la escena del crimen. Tras colocar sobre la pizarra ampliaciones de la foto del documento de identidad de la víctima y otra en color que había tomado de la página web del Departamento de Sanidad, continuó—: Pero hay algunas dobleces en esta muerte, cuanto menos. Empezando por el estado y la disposición del cadáver. Un horno de pizzas no es algo que suela estar presente en un homicidio.
El detective Rhymer levantó una mano.
—¿Sabemos ya si lo mataron dentro del horno o si lo utilizaron simplemente para deshacerse del cuerpo?
—Buena pregunta —contestó Heat—. En la oficina del forense se sigue tratando de determinar tanto la causa como la hora de la muerte.
—Sí que hemos sabido por parte de la forense que hay restos de cloroformo en la chaqueta de la víctima —intervino Ochoa. Heat giró la cabeza hacia él. No estaba al corriente de ello. Su mente retrocedió rápidamente a una llamada perdida de Lauren Parry mientras estaba en medio de su llamada a la delegación siria. El novio de la forense hizo una pequeña señal de asentimiento a Nikki. Ochoa recibió el mismo gesto de ella.
—Así que… —Nikki volvió rápidamente a su informe—, es posible que el señor Conklin fuera reducido químicamente en la escena del crimen o en algún otro sitio con anterioridad y que lo hubiesen llevado hasta allí. Hasta que no conozcamos la causa de la muerte, no sabemos si entró en el horno vivo o muerto. Si estaba vivo, lo único que podemos hacer es rezar por que estuviera completamente inconsciente debido al cloroformo. —La sala quedó en silencio mientras los policías pensaban en los últimos momentos de Roy Conklin.
»Las otras dobleces son las prendas sin quemar que había sobre el cadáver o a su lado —continuó mientras pasaba a enumerar cada una a la vez que colocaba fotografías tomadas por la forense en la pizarra—: el cordón y la placa identificativa alrededor del cuello; su chaqueta doblada; y el rollo de cuerda roja con la rata muerta y sin quemar a su lado. Como poco, este extraño modus operandi indica fetichismo, venganza o un mensaje mortal. No olvidemos que se trataba de un inspector de sanidad de restaurantes; no solamente fue asesinado en un restaurante, sino potencialmente en una de sus máquinas. La colocación de la rata además de la conservación de su placa del Departamento de Salud e Higiene Mental significan algo. Necesitamos saber exactamente qué.
Ochoa informó de que las unidades no habían conseguido dar con ningún testigo ocular en el barrio. Y su visita al apartamento de Conklin no había revelado ningún indicio de pelea, robo ni nada parecido. El portero del edificio había dicho que la mujer de Conklin había salido de viaje de negocios y le había dado el número de un teléfono móvil. Raley había encontrado media docena de cámaras de vigilancia en la zona y estaba listo para empezar a comprobar las grabaciones. Feller, que había vuelto del Departamento de Salud e Higiene Mental, había hablado con el jefe de Conklin, quien lo había descrito como un empleado modélico, utilizando palabras como «motivado» y «dedicado» y lo había llamado «uno de esos tipos raros que vivían para su trabajo y nunca se retrasaba».
—De todos modos, tenemos que ver en qué otras cosas andaba —dijo Heat. Designó a Rhymer para que investigara sus registros bancarios en busca de alguna irregularidad, fi