UNO
Mientras se acercaba, Clara Morrow se preguntaba si Armand Gamache repetirÃa el pequeño gesto que hacÃa cada mañana.
Tan diminuto, tan insignificante. Tan fácil de ignorar la primera vez.
Pero ¿por qué seguÃa haciéndolo?
Se sentÃa una tonta por preguntárselo siquiera. ¿Qué importancia podÃa tener? Pero, en un hombre tan poco dado al secretismo, aquel gesto repetido empezaba a parecer no sólo discreto, sino furtivo: un acto inocuo que no obstante parecÃa anhelar una sombra en la que ocultarse.
Y ahà estaba otra vez Gamache, a plena luz del nuevo dÃa, sentado en el banco que Gilles Sandon habÃa hecho poco antes y habÃa instalado en la cima de la colina. Enfrente se desplegaban las montañas que van de Quebec a Vermont, cubiertas por densos bosques. El rÃo Bella Bella serpenteaba entre ellas: una cinta plateada bajo el sol.
Y en el valle, tan fácil de pasar por alto ante tanÂta grandiosidad, estaba, hecho un ovillo, el modesto pueÂblecito de Three Pines.
Pero Armand no estaba disfrutando de la vista, ni tampoco hurtándose a la vista de nadie. No: cada mañana, sentado en el banco de madera, aquel hombre robusto inclinaba la cabeza sobre un libro... y leÃa.
Al acercarse, Clara vio a Gamache hacerlo otra vez: se quitó las gafas de lectura de media luna, cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo. Entre las páginas asomaba un punto de libro, pero él nunca lo movÃa: permanecÃa allà como un mojón que señalara un sitio cerca del final; un sitio al que se aproximaba, pero sin alcanzarlo jamás.
Armand no cerraba el libro de golpe, más bien dejaba que lo hiciera la gravedad, suavemente. Y, según advirtió Clara, no usaba nada para señalar por dónde iba, ni un viejo recibo ni un billete usado de avión, tren o autobús que lo llevara de vuelta a donde habÃa dejado la historia: era como si en realidad no le importara, cada mañana empezaba de nuevo y se acercaba más y más a aquel punto de libro, aunque siempre se detenÃa antes de llegar.
Y cada mañana Armand Gamache deslizaba el fino volumen en el bolsillo de la ligera chaqueta de verano anÂtes de que Clara pudiera ver el tÃtulo.
Ella habÃa llegado a obsesionarse un poco con aquel libro... y con la conducta de Gamache.
Incluso se habÃa atrevido a preguntar hacÃa una semana más o menos, cuando se habÃa sentado por primera vez a su lado en el banco desde el que se veÃa el viejo pueÂblecito:
—¿Es un buen libro?
—Oui.
Armand Gamache habÃa sonreÃdo, suavizando asà aquella brusca respuesta... hasta cierto punto.
HabÃa sido una discreta invitación a irse por parte de un hombre que rara vez se sacaba a la gente de encima.
No, pensó Clara observándolo ahora de perfil, no habÃa pretendido echarla, sino dar un paso atrás para alejarse de ella y de su pregunta: se habÃa batido en retirada con aquel libro maltrecho.
El mensaje quedaba bien claro y Clara lo habÃa recibido, aunque eso no significaba que le harÃa caso.
Armand Gamache contempló el bosque, que mediado el verano se teñÃa de verde oscuro, y las ondulantes montañas que se perdÃan en la inmensidad, y luego bajó la mirada hacia el pueblecito en el fondo del valle, que parecÃa acurrucado en la palma de una mano antiquÃsima: un estigma en la campiña quebequesa, no tanto una herida como un portento.
Todas las mañanas salÃa a dar un paseo con su mujer, Reine-Marie, y el pastor alemán de ambos, Henri. Le arrojaban la pelota y acababan yendo ellos en su busca cuando Henri se distraÃa con una hoja que caÃa, un moscardón al vuelo o las voces en su cabeza. SalÃa disparado por la pelota y de pronto se detenÃa y miraba fijamente el vacÃo moviendo sus enormes orejas de satélite de aquà para allá como si descifrara algún mensaje. No tenso, sino intrigado, pensaba Gamache: como una persona cualquiera escucharÃa una canción que le gusta particularmente o una voz familiar llegada de la distancia.
Con la cabeza ladeada y una expresión bobalicona en la cara, Henri escuchaba mientras Armand y Reine-ÂMarie iban en busca de la pelota.
«Todo está en su sitio», pensó Gamache sentado en silencio bajo el sol de principios de agosto.
Por fin.
Excepto por Clara, que se habÃa aficionado a sentarse con él en el banco todas las mañanas.
¿Lo hacÃa porque creÃa que podÃa sentirse solo allà arriba, una vez que Reine-Marie y Henri se habÃan ido, y que quizá necesitaba compañÃa?
Pero dudaba que ése fuera el motivo: Clara Morrow se habÃa convertido en una amiga Ãntima y lo conocÃa demasiado bien para pensar eso.
No, Clara estaba ahà por sus propias razones.
Armand Gamache sentÃa una curiosidad creciente, aunque a ratos lograba engañarse y convencerse de que no eran simples ganas de entrometerse, sino una consecuencia de su formación como policÃa.
Durante toda su vida profesional, el inspector jefe Gamache habÃa hecho preguntas buscando respuestas. Y no sólo respuestas: hechos. Y también sentimientos, mucho más huidizos y peligrosos que los hechos, porque los sentimientos conducen hasta la verdad.
Y aunque la verdad pudiera hacer libres a algunos, a la gente a la que Gamache buscaba la hacÃa acabar en prisión... de por vida.
Cuántas veces habÃa interrogado a un asesino esperando encontrar emociones hostiles, un alma amargada, y hallado en su lugar a una buena persona que se habÃa descarriado.
Aun asà la arrestaba, por supuesto; pero habÃa llegado a estar de acuerdo con la hermana Prejean en que la maldad de los actos superaba con creces la maldad de las personas.
A menudo, Armand Gamache habÃa visto los peores y los mejores actos cometidos por la misma persona.
Cerró los ojos y volvió el rostro hacia el tonificante sol matutino. Aquellos tiempos habÃan quedado atrás: ahora podÃa descansar acurrucado en la palma del valle y preocuparse de sus propios sentimientos.
Ya no era necesario explorar, en Three Pines habÃa encontrado lo que estaba buscando.
Consciente de la presencia de Clara a su lado, abrió los ojos. Volvió a mirar al frente y vio cómo cobraba vida el pueblecito allá abajo, vio a sus amigos y a sus nuevos vecinos salir de sus casas para ocuparse de sus jarÂdines perennes o atravesar la plaza para desayunar en el bistrot, vio cómo Sarah abrÃa la puerta de su boulangerie —llevaba ahà dentro desde antes del amanecer horneando baguettes, croissants y chocolatines, y ahora llegaba el momento de venderlos—, la vio detenerse, limpiarse las manos en el delantal e intercambiar un saludo con monsieur Béliveau, que estaba abriendo su pequeño supermercado. Cada mañana durante las últimas semanas, Gamache se habÃa sentado en aquel banco a observar a las mismas personas hacer las mismas cosas. El pueblo tenÃa el ritmo, la cadencia de una pieza musical. Quizá era eso lo que Henri oÃa: la música de Three Pines. Un murmullo lejano, un cántico, un ritual reconfortante.
La vida de Gamache nunca habÃa tenido un ritmo: cada dÃa habÃa sido impredecible, y eso parecÃa motivarlo. Llegó a creer que formaba parte de su naturaleza. Hasta ahora, nunca habÃa conocido la rutina.
Desde luego, habÃa temido que la reconfortante rutina de esta nueva etapa se tornara banal, se convirtiera en aburrimiento; pero habÃ