1913. Un año hace cien años

Florian Illies

Fragmento

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FEBRERO

La cosa se pone en marcha: en Nueva York, el Armory Show es el big bang del arte moderno, Marcel Duchamp muestra al mundo su Desnudo bajando una escalera. Después comienza su vertiginoso ascenso. Además: hay desnudos por doquier, sobre todo en Viena; Alma Mahler en cueros (por obra de Oskar Kokoschka) y el resto de vienesas de Gustav Klimt y Egon Schiele. Los demás desnudan el alma por cien coronas la hora en la consulta del doctor Freud. Y mientras tanto, en la sala de estar de un albergue para hombres vienés, Adolf Hitler pinta conmovedoras acuarelas de la catedral de San Esteban. Heinrich Mann escribe en Múnich El súbdito y celebra su cuadragésimo segundo cumpleaños con su hermano. Aún hay una gruesa capa de nieve. Al día siguiente, Thomas Mann compra un terreno y empieza a construirse una casa. Rilke sigue sufriendo, Kafka vacilando, pero la pequeña tienda de sombreros de Coco Chanel se amplía. Y el sucesor al trono austríaco, el archiduque Francisco Fernando, recorre Viena a toda velocidad en su automóvil con ruedas de radios dorados, juega con su tren en miniatura y se preocupa por los atentados de Serbia. Stalin se topa por vez primera con Trotski... y ese mismo mes nace en Barcelona el hombre que asesinará a Trotski por orden de Stalin. ¿Será, pues, 1913 un año aciago?

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¿Cuándo se ponen las cosas en marcha? A Francisco Fernando, el sucesor al trono austríaco, la espera lo enloquece. A sus ochenta y tres años, el emperador Francisco José ocupa el trono desde hace nada menos que sesenta y cinco, y se niega a cedérselo a su sobrino, el sucesor tras la muerte de Sissi, la querida esposa de Francisco José, y de Rudolf, su amado hijo. Los radios de las ruedas de su coche también son dorados, como la carroza del emperador, pero el título sólo lo ostenta su tío desde 1848: emperador Francisco José. O, para ser exactos: «Su Majestad Imperial, Real y Apostólica, por la Gracia de Dios emperador de Austria, rey Apostólico de Hungría y rey de Bohemia, Dalmacia, Croacia, Eslovenia, Galitzia, Lodomeria e Iliria; rey de Jerusalén, etcétera; archiduque de Austria; gran duque de Toscana y Cracovia; duque de Lorena, de Salzburgo, Estiria, Carintia, Carniola y Bucovina; gran príncipe de Transilvania, margrave de Moravia; duque de la Alta y la Baja Silesia, de Módena, Parma, Piacenza y Guastalla, de Auschwitz y Zator, de Teschen, Friuli, Ragusa y Zara; conde de Habsburgo y Tirol, de Kyburg, Gorizia y Gradisca; príncipe de Trento y Brixen; margrave de la Alta y la Baja Lusacia y de Istria; conde de Hohenems, Feldkirch, Bregenz, Sonnenberg, etcétera; señor de Trieste, de Cattaro y la Marca Wendia; gran voivoda de Serbia, etcétera.

Los escolares que han de aprendérselo de memoria siempre se ríen, sobre todo con lo del «etcétera» final, que suena como si el emperador fuese el dueño del mundo entero, como si sólo se enumerase una pequeña parte del mismo. Sin embargo, es justo la palabra previa al último «etcétera» la que causa resquemor al sucesor al trono, Francisco Fernando: «Serbia.» Abajo, en los Balcanes, ha estallado una guerra que le resulta inquietante. Solicita una reunión en el palacio de Schönbrunn con «el gran voivoda de Serbia», el emperador cuyas blancas patillas son tan largas como sus títulos.

Al llegar a Schönbrunn, Francisco Fernando, más que bajar, salta de su automóvil Gräf & Stift, sube la escalera y va directamente al despacho de Francisco José ataviado con su uniforme de general. Hay que actuar urgentemente para contener a los serbios. El reino que se halla en el flanco sudeste del imperio actúa con demasiada rebeldía, está jugando con fuego, desestabilizando. Pero hay que andarse con ojo. Pase lo que pase, no debe iniciarse una guerra preventiva, como pedía el jefe del Estado Mayor en su memorando del 20 de enero, ya que en tal caso Rusia entrará en liza. El emperador escucha a su estruendoso, vociferante y tembloroso sobrino sin inmutarse: «Lo pensaré.» Se despiden con frialdad. Mejor no hablar de ello. Furioso, Francisco Fernando sube deprisa a su enorme automóvil. El conductor con librea arranca e, instigado por el sucesor, desciende a una velocidad de vértigo la Schönbrunner Schlossstrasse. Si Francisco Fernando tiene que pasarse la vida entera esperando, al menos que no sea en la carretera.

Arriba, junto a la ventana de los Troianovski, Stalin hace uno de sus breves descansos, aparta la cortina y mira con curiosidad, pero también sobresaltado, el vehículo del sucesor al trono, que pasa a toda velocidad. Lo mismo hacía Lenin, que siempre se hospedaba en casa de los Troianovski cuando estaba en Viena. En ese febrero de 1913, en alguna parte de la ciudad, también un joven croata observa con aire experto el veloz vehículo de radios dorados. Conoce al dedillo las características del automóvil del sucesor al trono, pues es mecánico de coches y desde no hace mucho piloto de pruebas de Mercedes en Wiener Neustadt. Se llama Josip Broz, un aguerrido rompecorazones de veintiún años, y en ese momento el mantenido de la aristócrata Liza Spuner, de la que es amante y que además le paga las clases de esgrima; con el dinero que le da, él sufraga los gastos de su hijo recién nacido, Leopard, que está en su país natal y a cuya madre abandonó poco antes. Liza permite a Broz que recorra toda Austria con sus vehículos de prueba para comprarle vestidos nuevos. Cuando se queda embarazada, también la abandona. Y así sucesivamente. En un momento dado, regresa a su país, que ahora se llama Yugoslavia, y lo somete. Josip Broz pasa a llamarse Tito.

Así pues, en los primeros meses de 1913, por un breve tiempo, en Viena coincidieron Stalin, Hitler y Tito, los dos mayores tiranos del siglo XX y uno de los peores dictadores. El primero estudiaba en un cuarto de huéspedes la cuestión de las nacionalidades, el segundo pintaba acuarelas en un albergue para hombres, el tercero daba vueltas por la carretera de circunvalación para probar el comportamiento de los automóviles en las curvas. Tres figurantes, podría decirse, sin papel en el gran drama Viena en 1913.

Ese febrero hacía muchísimo frío, pero brillaba el sol, cosa que era y es poco habitual en el invierno vienés; sin embargo, así relucía más aún en la nieve el esplendor de la nueva carretera de circunvalación. Viena rebosaba energía, era una metrópoli, cosa que se veía y se sentía en el mundo entero, pero no en la propia ciudad, en la cual, de puro regodearse en la autodestrucción, no habían notado que se habían situado de repente a la cabeza del movimiento que se hacía llamar modernidad. Porque la autocrítica y la autodestrucción se habían convertido en parte esencial de la nueva manera de pensar y había dado comienzo la «era nerviosa», como la denominó Kafka. Y en Viena los nervios —práctica, metafórica, artística y psicológicamente— estaban de punta como en ningún otro sitio.

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