El oficio del mal (Cormoran Strike 3)

Robert Galbraith

Fragmento

9788415631583-4

1

2011

This Ain’t the Summer of Love2

No había logrado eliminar todos los restos de sangre. Bajo la uña del dedo corazón de su mano izquierda había una línea oscura con forma de paréntesis. Empezó a sacarla, aunque le gustaba verla allí: era un recuerdo de los placeres del día anterior. Tras un minuto hurgando sin éxito, se metió el dedo en la boca y se chupó la uña sucia. El sabor ferroso le recordó el chorro que se había derramado con furia por el suelo embaldosado, salpicando las paredes, empapándole los vaqueros y convirtiendo las toallas de baño de color melocotón (esponjosas, secas y pulcramente dobladas) en unos trapos empapados de sangre.

Esa mañana, los colores parecían más intensos, y el mundo, un lugar más agradable. Se sentía tranquilo y animado, como si la hubiera absorbido, como si la vida de ella se le hubiera inyectado. Después de matarlas, te pertenecían: era una forma de posesión que iba mucho más allá del sexo. El simple hecho de saber qué cara ponían en el momento de morir entrañaba una intimidad muy superior a cualquier sensación que pudieran experimentar dos seres vivos.

Pensó que nadie sabía lo que había hecho ni lo que planeaba hacer a continuación, y eso le produjo un estremecimiento de gozo. Apoyado en la pared tibia bajo el débil sol de abril, feliz y satisfecho, siguió chupándose el dedo corazón mientras contemplaba la casa de enfrente.

No era una casa elegante, sino normal y corriente. Una vivienda más agradable, cierto, que el piso diminuto donde él había dejado la ropa del día anterior, manchada de sangre ya seca, metida en bolsas de basura negras a la espera de ser incinerada, y donde relucían sus cuchillos, que había limpiado con lejía y escondido detrás del sifón bajo el fregadero de la cocina.

Esa casa tenía un pequeño jardín delantero, una verja negra y un césped sin cortar. Dos puertas blancas, muy pegadas la una a la otra, delataban que el edificio de tres plantas estaba remodelado y dividido en pisos independientes. En la planta baja vivía una chica llamada Robin Ellacott. Pese a que él se había tomado la molestia de averiguar su verdadero nombre, seguía pensando en ella como «la Secretaria». Acababa de verla pasar por detrás de la ventana en saliente, la había reconocido por su melena.

Observar a la Secretaria era un plus, un placer añadido. Como tenía unas horas libres, había decidido ir a espiarla. Ese día era una jornada de descanso, un intermedio entre las glorias del día anterior y las del día siguiente, entre la satisfacción de lo que había hecho y la emoción de lo que sucedería a continuación.

De pronto se abrió la puerta del lado derecho y por ella salió la Secretaria acompañada de un hombre.

Siguió apoyado en la pared, mirando hacia el final de la calle y ofreciendo su perfil a la pareja de modo que pareciera que estaba esperando a alguien. Ninguno de los dos se fijó en él; echaron a andar por la calle, uno al lado del otro. Les dio un minuto de ventaja y decidió seguirlos.

Ella vestía vaqueros, una chaqueta fina y botas sin tacón. Al verla bajo la luz del sol se percató de que su pelo, largo y ondulado, era de un rubio un poco anaranjado. Le pareció detectar cierta reserva entre la pareja, que no se hablaba.

Se le daba bien descifrar a las personas. Había sabido descifrar y engatusar a la chica que el día anterior había muerto entre toallas color melocotón empapadas de sangre.

Los siguió por la larga calle residencial, con las manos en los bolsillos, caminando sin prisa como si se dirigiera a las tiendas; sus gafas de sol no llamaban la atención en aquella mañana luminosa. Una brisa primaveral acariciaba las ramas de los árboles. Al final de la calle, la pareja torció a la izquierda y se metió en una avenida muy transitada, con oficinas en ambas aceras. Los vio pasar por delante del edificio del ayuntamiento del municipio de Ealing; el sol se reflejaba en las ventanas más altas de los edificios.

El compañero de piso, amigo o lo que fuera de la Secretaria (de aspecto elegante, con la mandíbula cuadrada visto de perfil) se puso a hablar con ella. Ella le contestó escuetamente y no le sonrió.

Qué miserables, asquerosas e insignificantes eran las mujeres. Eran todas unas zorras gruñonas que esperaban que los hombres las hicieran felices. Sólo cuando yacían muertas y vacías delante de ti se volvían puras, misteriosas y hasta maravillosas. Entonces eran completamente tuyas; no podían discutir, ni forcejear, ni marcharse; eran tuyas y podías hacer lo que quisieras con ellas. Recordó el cadáver de la del día anterior, pesado y desmadejado después de que le extrajera la sangre: su juguete de tamaño natural, su muñeca.

Siguió a la Secretaria y a su acompañante por el centro comercial Arcadia, muy concurrido a esas horas, deslizándose tras ellos como un fantasma o un dios. ¿Lo veía la gente que había ido a hacer las compras del sábado, o se había transformado, desdoblado, y había adquirido el don de la invisibilidad?

Llegaron a una parada de autobús. Él se quedó cerca y fingió mirar a través de la ventana de un restaurante indio, examinar los montones de fruta junto a la puerta de una tienda de alimentación, unas caretas de cartón del príncipe Guillermo y Kate Middleton colgadas en el escaparate de un quiosco; en realidad, lo que hacía era observar a la pareja reflejada en los cristales.

Iban a coger el 83. Él no llevaba mucho dinero encima, pero estaba disfrutando tanto siguiéndola que no quería dejarlo todavía. Al subir al autobús detrás de ellos, oyó que el hombre mencionaba Wembley Central. Compró un billete y los siguió al piso superior.

La pareja se sentó en la parte delantera del autobús. Él encontró un asiento cerca de ellos, al lado de una mujer con cara de malas pulgas a quien obligó a mover las bolsas donde llevaba sus compras. De vez en cuando oía las voces de la pareja por encima del murmullo de los otros pasajeros. Cuando no hablaban, la Secretaria miraba por la ventanilla, sin sonreír. Era evidente que no quería ir a dondequiera que estuvieran yendo. Cuando la Secretaria se apartó un mechón de pelo de la cara, él se fijó en que llevaba un anillo de compromiso. Así que iban a casarse... o eso creía ella. Ocultó su sonrisa tras el cuello levantado de la cazadora.

El sol del mediodía entraba a raudales por las ventanillas salpicadas de suciedad del autobús. Subió un grupo de pasajeros que llenaron los asientos que había libres alrededor. Un par de ellos llevaban camisetas de rugby rojas y negras.

De pronto sintió como si el resplandor del día se hubiera atenuado. Aquellas camisetas con la medialuna y la estrella tenían connotaciones que no le gustaban. Le recordaban un tiempo en que él no se sentía como un dios. No quería que viejos recuerdos, malos recuerdos, mancharan y estropearan ese día feliz, pero su euforia empezaba a esfumarse. Enojado (un adolescente del grupo se fijó en él, pero apartó rápidamente la mirada, con miedo), se levantó y fue hacia la escalera.

Un padre y su hijo pequeño estaban fuertemente agarrados a la barra junto a la puerta del autobús, y esa imagen produjo una explosión de rabia en el fondo de su estómago: él debería haber tenido un hijo. O, mejor dicho: debería tener un hijo todavía. Se imaginó al niño de pie a s

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