Manhattan Beach

Jennifer Egan

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

PRIMERA PARTE. La orilla

1

2

3

4

SEGUNDA PARTE. El mundo de las sombras

5

6

7

8

TERCERA PARTE. Mira el mar

9

10

11

12

CUARTA PARTE. La oscuridad

13

14

15

16

17

QUINTA PARTE. El viaje

18

19

SEXTA PARTE. La inmersión

20

21

22

23

24

SÉPTIMA PARTE. El mar, el mar

25

26

27

28

OCTAVA PARTE. La niebla

29

30

31

Agradecimientos

Créditos

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Para Christina, Matthew y Alexandra Egan,
y también para Robert Egan,
nuestro tío Bob.

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Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.

HERMAN MELVILLE, Moby Dick

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PRIMERA PARTE
La orilla

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1

Ya habían llegado a casa del señor Styles cuando Anna se dio cuenta de que su padre estaba nervioso. Hasta aquel momento, el viaje en coche la había distraído: habían surcado Ocean Parkway como si se dirigieran a Coney Island, aunque apenas cuatro días antes había sido Navidad y hacía demasiado frío para ir a la playa. Y luego estaba la propia casa, un palacio de ladrillo dorado de tres plantas, rodeado de ventanas y de un sinfín de ondeantes toldos a franjas verdes y amarillas. Era la última casa de una calle que iba a dar a la orilla del mar.

Su padre aparcó el Duesenberg J junto a la acera y apagó el motor.

—Bichito —le dijo—, en casa del señor Styles no guiñes los ojos al mirar.

—Pues claro que no los guiñaré.

—Lo estás haciendo ahora.

—No —dijo ella—, los estoy entornando.

—No hay ninguna diferencia —replicó él—: «entornar» es lo mismo que «guiñar».

—Para mí no.

Su padre se volvió bruscamente hacia ella.

—No lo hagas.

Y entonces fue cuando se dio cuenta. Lo oyó tragar saliva y sintió una punzada de desazón en el estómago. No estaba acostumbrada a verlo nervioso. Distraído sí, y también absorto.

—¿Por qué no le gusta al señor Styles que la gente guiñe los ojos? —preguntó ella.

—No le gusta a nadie.

—Nunca me lo habías dicho.

—¿Quieres volver a casa?

—No, gracias.

—Te puedo llevar a casa.

—¿Si guiño los ojos?

—Si sigues dándome dolores de cabeza, como ahora mismo.

—Si me llevas a casa vas a llegar muy muy tarde —dijo Anna, y pensó que quizá le daría una bofetada. Ya lo había hecho una vez: después de que ella le soltara una sarta de palabrotas que había oído en los muelles, la mano de su padre había impactado en su mejilla como un látigo invisible. El recuerdo de aquel bofetón todavía perseguía a Anna, con el efecto peculiar de haber intensificado su descaro y su actitud desafiante.

Su padre se masajeó el entrecejo y volvió a mirarla. Sus nervios habían desaparecido: Anna lo había curado.

—Anna —dijo—, ya sabes lo que espero de ti.

—Sí, claro.

—Pórtate bien con los hijos del señor Styles mientras yo hablo con él.

—Ya lo sabía, papá.

—No lo dudo.

Anna bajó del Duesenberg J con los ojos tan abiertos que la luz del sol la hizo lagrimear. El coche había sido de su padre hasta el crac de la bolsa, desde entonces era propiedad del sindicato, que se lo prestaba para llevar a cabo tareas sindicales. Cuando Anna no estaba en el colegio, le encantaba acompañarlo: iban a las carreras, a desayunos de comunión y otros actos de la iglesia, a edificios de oficinas donde había ascensores que los transportaban hasta las plantas más altas y de vez en cuando incluso a algún restaurante, pero nunca antes habían ido a una casa particular.

Llamaron a la puerta y les abrió la señora Styles, que tenía las cejas perfectamente delineadas, como una estrella de cine, y la amplia boca pintada de un rojo brillante. Acostumbrada a pensar que su madre era más guapa que las demás mujeres, Anna quedó desarmada ante el evidente glamur de la señora Styles.

—Esperaba poder conocer a la señora Kerrigan —dijo la señora Styles con voz ronca, sujetando la mano del padre de Anna entre las suyas. Éste respondió que su hija pequeña se había puesto enferma esa mañana y que su mujer había tenido que quedarse en casa a cuidarla.

No había rastro del señor Styles.

Educadamente, pero sin mostrar su asombro (o eso esperaba), Anna aceptó un vaso de limonada de una bandeja de plata que le tendió una criada negra con uniforme azul claro. En el suelo de madera reluciente del recibidor se atisbaba el reflejo del vestido rojo que le había cosido su madre. Al otro lado de las ventanas del salón contiguo, el mar centelleaba bajo la luz pálida del sol invernal.

Tabatha, la hija de la señora Styles, tenía sólo ocho años, tres menos que Anna. Aun así, Anna dejó que la pequeña la llevara de la mano a la «guardería», una habitación reservada exclusivamente para jugar que contenía una impresionante colección de juguetes. A primera vista, Anna distinguió una muñeca Flossie Flirt, varios osos de peluche grandes y un caballito mecedor. En la guardería había una niñera, una mujer pecosa y de voz áspera cuyo vestido de lana se combaba como una librería sobrecargada para intentar contener sus pechos inmensos. Anna supuso, por su rostro ancho y el alegre destello de sus ojos, que era irlandesa, y temió que fuera a calarla de inmediato. Decidió mantener las distancias.

Dos niños pequeños (gemelos, o c

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