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Como dos extraños (Los Ravenel 4)

Lisa Kleypas

Fragmento

extranos
1

Londres, verano de 1876

 

Alguien la estaba siguiendo.

La inquietante certeza le provocó a Garrett un escalofrío en la nuca, de manera que el vello se le puso de punta. De un tiempo a esa parte tenía la impresión de que alguien la vigilaba cada vez que visitaba la enfermería del asilo para pobres. De momento, no había encontrado evidencia alguna que justificara su inquietud, no había visto a nadie que la siguiera ni había oído sus pasos, pero podía sentir su presencia en las cercanías.

Siguió caminando a paso vivo con el maletín en la mano derecha y un bastón de nogal en la izquierda. Su mirada analizaba todos los detalles del entorno. La barriada de Clerkenwell, situada en East London, no era un buen lugar para mostrarse descuidada. Por suerte, estaba a dos manzanas de la calle principal, de reciente construcción, donde podría parar un coche de alquiler.

Los malolientes vapores que ascendían desde Fleet Ditch hicieron que se le saltaran las lágrimas mientras caminaba por la rejilla metálica que lo cubría. Le habría gustado taparse la boca y la nariz con un pañuelo perfumado, pero ningún residente haría algo así, y quería pasar desapercibida.

Los bloques de viviendas, ennegrecidos por el hollín, estaban tan juntos como hileras de dientes y tan silenciosos que resultaba alarmante. Casi todos los ruinosos edificios habían sido declarados inseguros y pronto serían derribados para construir una nueva barriada. La luz de las farolas que flanqueaban la calle relucía entre la niebla que cubría la serena noche estival, ocultando casi por completo una luna roja. Faltaba poco para que el surtido habitual de vendedores ambulantes, carteristas, borrachos y prostitutas abarrotara las calles. Tenía la intención de estar bien lejos cuando eso sucediera.

Sin embargo, aminoró el paso al ver que unas cuantas siluetas emergían de entre la niebla. Se trataba de un trío de soldados fuera de servicio tal como delataban sus uniformes, riéndose a mandíbula batiente mientras se acercaban a ella. Garrett cruzó la calle en dirección a la otra acera sin alejarse de las sombras. Demasiado tarde. Uno de ellos la había visto y la siguió.

—Mirad qué suerte —dijo, dirigiéndose a sus compañeros—. Una ramera que va a alegrarnos la noche.

Garrett los miró con gesto gélido mientras aferraba con fuerza la empuñadura del bastón. Era evidente que estaban borrachos. Seguro que se habían pasado todo el día bebiendo en una taberna. Los soldados contaban con pocos entretenimientos de los que disfrutar durante sus días libres.

Sintió que se le aceleraba el corazón al verlos acercarse.

—Caballeros, déjenme pasar —dijo con voz cortante al tiempo que cruzaba la calle de nuevo.

Los soldados la interceptaron entre carcajadas y haciendo eses.

—Habla como una dama —comentó el más joven de los tres, un pelirrojo de pelo rizado que no llevaba sombrero.

—Qué va a ser una dama —replicó otro, de rostro alargado y expresión hosca, que iba en mangas de camisa—. ¿No ves que va sola por la calle a estas horas? —Miró a Garrett con una sonrisa lasciva que dejó a la vista sus dientes amarillentos—. Acércate a la pared y súbete las faldas, pimpollo. Estoy de humor para echar uno de pie por tres peniques.

—Se equivocan —se apresuró a decir Garrett, que trató de sortearlos. Ellos la interceptaron de nuevo—. No soy prostituta. Sin embargo, aquí cerca hay burdeles donde pueden pagar por ese tipo de servicios.

—Pero yo no quiero pagar —replicó el grandullón con voz desabrida—. Lo quiero gratis. Ahora.

Esa no era ni mucho menos la primera vez que Garrett había sufrido insultos y amenazas mientras visitaba las zonas más desfavorecidas de Londres. Había recibido entrenamiento de un maestro de esgrima para defenderse en ese tipo de situación. Pero estaba agotada después de atender a más de una veintena de pacientes en la enfermería del asilo para pobres y enfadada por tener que enfrentarse a un trío de matones cuando lo único que quería era irse a casa.

—Como soldados al servicio de su majestad —repuso con mordacidad—, ¿no se les ha pasado por la cabeza que su deber es defender el honor de una mujer en vez de mancillarlo? —Para su espanto, la pregunta suscitó un coro de carcajadas y no logró avergonzarlos.

—Hay que bajarle los humos —dijo el tercero, un tipo gordo de aspecto rudo con la cara marcada por la viruela y los párpados hinchados.

—Yo sí que necesito que me la bajen —comentó el más joven, acariciándose la entrepierna y tirando de la tela del pantalón para exhibir su tamaño.

El grandullón de expresión hosca la miró con una sonrisa amenazadora.

—Contra la pared, señora elegante. Puta o no, es lo que te toca.

El gordo sacó la bayoneta de la funda de cuero que llevaba al cinto y la levantó para dejar a la vista la hoja serrada.

—Haz lo que te dice o te corto como si fueras un trozo de beicon.

Garrett sintió un desagradable vuelco en el estómago.

—Desenvainar un arma cuando están fuera de servicio es ilegal —les recordó con frialdad, aunque tenía el pulso desbocado—. Eso, sumado a los delitos de ebriedad y de violación, supondría unos cuantos latigazos y al menos diez años de cárcel.

—Pues a lo mejor te corto la lengua y así no se lo cascas a nadie —dijo el soldado con desdén.

Garrett no dudaba de que fuera capaz de hacerlo. Siendo la hija de un antiguo policía, sabía que si había sacado el arma, era para usarla contra ella. En más de una ocasión, había cosido las heridas provocadas por un arma blanca en la mejilla o en la frente de las mujeres cuyos violadores habían querido asegurarse de que nunca los olvidaran.

—Keech —dijo el más joven—, no hace falta que aterrorices a la pobre muchacha. —Después, se volvió para hablarle directamente a Garrett—. Déjanos hacer lo que queremos. —Guardó silencio—. Será mejor para ti si no te resistes.

Envalentonada por la furia, Garrett recordó el consejo de su padre sobre evitar las confrontaciones.

«Mantén las distancias. Evita que te rodeen. Habla y distrae a tu atacante mientras se presenta el momento oportuno.»

—¿Por qué forzar a una mujer reacia? —preguntó, al tiempo que se agachaba para dejar el maletín en el suelo—. Si es por falta de dinero, puedo darles el suficiente para que visiten un burdel. —Con mucho cuidado, introdujo una mano en el bolsillo lateral del maletín, donde guardaba los escalpelos en la funda de cuero. En cuanto dio con el mango de uno de ellos, se incorporó al tiempo que lo ocultaba en su mano. El conocido peso del instrumento quirúrgico la consoló.

Con el rabillo del ojo vio que el gordo armado con la bayoneta la rodeaba. Al mismo tiempo, el grandullón se acercó a ella.

—Nos llevaremos el dinero —le aseguró—. Después de divertirnos contigo.

Garrett aferró mejor el escalpelo, colocando el pulgar en la parte plana de la empuñadura. Con cuidado, acarició el borde de la hoja con la yema del dedo índice.

«Úsalo», se dijo.

Echó la mano hacia atrás para tomar impulso y lanzó el escalpelo, asegurándose de no doblar la muñeca para que la hoja no girara. El afilado instrumento se clavó en la mejilla del soldado, que soltó un rugido, presa de la furia y de la sorpresa, y se detuvo al instante. Acto seguido, Garrett se dio media vuelta para enfrentarse al gordo de la bayoneta. Blandió el bastón en el aire con un movimiento horizontal que golpeó al soldado en la muñeca derecha. Sorprendido, el hombre gritó y soltó el arma. El primer golpe fue seguido por un segundo al costado izquierdo, y Garrett oyó el crujido de una costilla al romperse. Sin pérdida de tiempo, le clavó el extremo del bastón en la entrepierna, lo que lo dobló por la cintura, facilitándole la labor de noquearlo al golpearle la barbilla con la empuñadura.

El soldado cayó desmadejado al suelo, como si fuera un suflé poco hecho.

Garrett se apresuró a coger la bayoneta y se volvió para enfrentarse a los otros dos hombres.

Sin embargo, la sorpresa la paralizó y se quedó donde estaba, con el pecho agitado por la respiración.

La calle estaba en silencio.

Los dos soldados yacían en el suelo.

¿Sería una treta? ¿Fingían estar inconscientes para que se acercara a ellos?

Se sentía invadida por una energía vibrante e intensa mientras su cuerpo asimilaba que el peligro había pasado. Despacio y con tiento, se acercó a los dos soldados para echarles un vistazo, cuidándose de mantenerse fuera de su alcance. Aunque el escalpelo le había dejado al grandullón una marca sangrienta en la mejilla, la herida no era suficiente para que hubiera perdido el conocimiento. Tenía una marca roja en una sien, provocada posiblemente por un golpe con un objeto contundente.

Examinó al segundo y vio que le sangraba la nariz, que parecía que le hubieran roto.

—¿Qué diantres...? —musitó al tiempo que miraba hacia uno y otro extremo de la calle. Experimentó de nuevo la inquietante sensación de que alguien la observaba. Tenía que haber alguien en algún sitio. Era evidente que esos dos soldados no se habían golpeado entre ellos hasta acabar en el suelo—. Muéstrese ahora mismo —le ordenó a la presencia invisible, aunque se sintió un poco ridícula—. No hace falta que se esconda como una rata en un armario. Sé que lleva semanas siguiéndome.

Se oyó una voz masculina, procedente de un lugar indeterminado, y el corazón estuvo a punto de salírsele por la boca.

—Solo los martes.

Garrett se dio media vuelta despacio, examinando los alrededores. Captó un movimiento en la puerta de una de las casas y aferró con fuerza la bayoneta que tenía en la mano.

Un desconocido emergió de las sombras, como si la fresca niebla se hubiera condensado hasta adoptar forma de hombre. Era alto, bien proporcionado y de físico atlético e iba ataviado con una sencilla camisa, unos pantalones grises y un chaleco que llevaba desabrochado. Tenía la frente cubierta por una gorra con una pequeña visera, similar a la que usaban los estibadores. El desconocido se detuvo a unos pasos de ella y se quitó la gorra, revelando un cabello liso y oscuro que llevaba muy corto.

Garrett se quedó boquiabierta por la sorpresa al reconocerlo.

—¡Usted otra vez! —exclamó.

—Doctora Gibson... —replicó él, que asintió brevemente con la cabeza, tras lo cual se puso de nuevo la gorra. Mantuvo los dedos en la visera un par de segundos, un deliberado gesto de respeto.

Se trataba del detective Ethan Ransom, de Scotland Yard. Garrett lo había visto en dos ocasiones anteriores, la primera hacía ya casi dos años, cuando acompañó a lady Helen Winterborne a hacer un recado en una peligrosa barriada londinense. Para irritación de Garrett, fue el marido de lady Helen quien contrató a Ransom a fin de que las siguiera.

El mes anterior se lo encontró de nuevo, cuando Ransom visitó su clínica después de que la hermana pequeña de lady Helen, Pandora, resultara herida tras un asalto en la calle. La presencia de Ransom fue tan silenciosa y discreta que cualquiera podría haberlo pasado por alto, aunque su atractivo físico era imposible de obviar. Tenía el rostro afilado, un rictus firme en los labios, la nariz recta y un poco ancha, como si se la hubiera roto alguna vez. Sus ojos eran penetrantes y estaban rodeados por espesas pestañas, y tenía las cejas rectas y pobladas. No recordaba el color. ¿Verdosos, quizá?

Lo tildaría de guapo si no fuera por ese aire rudo tan incompatible con el refinamiento de un caballero. Por más pulida que fuera la superficie, siempre lo acompañaría un ligero tufo a rufián.

—¿Quién lo ha contratado esta vez para que me siga? —exigió saber Garrett, al tiempo que hacía girar el bastón hasta dejar el extremo en el suelo, preparada para atacar. Sí, estaba alardeando un poco, pero sentía la necesidad de dejar claras sus habilidades.

Ransom la miró con cierta sorna, pero contestó con voz seria:

—Nadie.

—En ese caso, ¿qué hace aquí?

—Es la única doctora en toda Inglaterra. Sería una lástima que le pasara algo.

—No necesito protección —le aseguró—. Además, si la necesitara, no contrataría precisamente sus servicios.

Ransom la miró con gesto inescrutable antes de acercarse al soldado que ella había golpeado con el bastón. El hombre seguía inconsciente y tumbado de costado. Tras darle un puntapié para dejarlo bocabajo, se sacó un trozo de cuerda del chaleco y le ató las manos a la espalda.

—Tal como ha podido ver —siguió ella—, no he tenido la menor dificultad para reducir a ese tipo, y me habría encargado de los otros dos yo sola.

—No, no habría podido hacerlo —la contradijo él.

Garrett sintió una punzada de irritación.

—He recibido clases en el arte de la lucha con bastón de mano de uno de los mejores maîtres d’armes de Londres. Sé cómo reducir a múltiples oponentes.

—Ha cometido un error —señaló Ransom.

—¿Qué error?

Ransom extendió una mano para que le entregara la bayoneta y ella se la dio a regañadientes. La guardó en la funda y se la colocó en el cinturón mientras contestaba:

—Después de golpearle la muñeca para que soltara el arma, debió usted de alejarla de una patada. En cambio, se agachó para cogerla, dándole la espalda a los demás. Si yo no hubiera intervenido, la habrían inmovilizado. —Miró a los dos soldados que empezaban a gruñir y a moverse, y les dijo con un tono de voz casi agradable—: Como os mováis, os castro cual capón y arrojo vuestras pelotas a Fleet Ditch. —La amenaza resultó más espeluznante porque lo dijo como si tal cosa.

Los movimientos cesaron al instante.

Ransom siguió hablando con Garrett.

—Luchar con un maestro de esgrima en su escuela no es lo mismo que luchar en la calle. Los hombres como estos —dijo y miró con desprecio a los soldados tirados en el suelo— no esperan a que se enfrente a ellos por turnos. Atacan a la vez. En cuanto uno de ellos se hubiera acercado lo suficiente, el bastón no le habría servido de nada.

—Al contrario —lo corrigió—. Le habría clavado el extremo y lo habría rematado con un golpe.

Ransom se acercó más a ella hasta que la tuvo al alcance de un brazo. Su astuta mirada la recorrió de arriba abajo. Aunque se mantuvo firme, Garrett sintió que sus nervios cobraban vida a causa del instinto de supervivencia. No sabía muy bien qué pensar de Ethan Ransom, que parecía al mismo tiempo inhumano y compasivo. Un hombre diseñado como un arma, musculoso y de huesos largos, capaz de moverse con agilidad. Incluso quieto de pie emanaba una especie de poder explosivo.

—Inténtelo conmigo —la invitó en voz baja, mirándola a los ojos.

Garrett parpadeó, sorprendida.

—¿Quiere que lo golpee con el bastón? ¿Ahora?

Ransom asintió brevemente con la cabeza.

—No quiero hacerle daño —le aseguró ella, presa de las dudas.

—No lo... —replicó Ransom, justo cuando Garrett lo sorprendía atacándolo con el bastón.

Sin embargo y pese a su rapidez, la reacción de Ransom fue como un relámpago. Esquivó el bastón girándose hacia un lado, de manera que pasó rozándole el torso. Acto seguido, lo aferró en el aire y le dio un tirón hacia delante, aprovechando la inercia del movimiento de Garrett que acabó perdiendo el equilibrio. Se sorprendió al verse rodeada por uno de sus brazos al tiempo que con el otro le quitaba el bastón de las manos. Lo hizo como si desarmar a la gente fuera un juego de niños.

Jadeante y furiosa, Garrett se encontró pegada a su cuerpo fuerte y musculoso, inamovible como una muralla. Estaba total y absolutamente indefensa.

Tal vez fuera la temeraria velocidad de su corazón la culpable de la extraña sensación que la abrumó, una serenidad apacible que enraizó en sus pensamientos y disolvió la percepción de todo aquello que la rodeaba. El mundo desapareció y solo existía el hombre que se encontraba a su espalda, cuyos fortísimos brazos la rodeaban. Cerró los ojos y aspiró el leve olor cítrico de su aliento, consciente del movimiento acompasado de su pecho y de los desbocados latidos de su propio corazón.

Una suave carcajada puso fin al hechizo. El sonido le recorrió la espalda con suavidad. Intentó liberarse.

—No se ría de mí —le advirtió con ferocidad.

Ransom la soltó con delicadeza y se aseguró de que era capaz de mantener el equilibrio antes de devolverle el bastón.

—No me reía de usted. Me ha gustado que me tomara por sorpresa. —Extendió las manos en un gesto de rendición, con un brillo jovial en los ojos.

Garrett bajó el bastón despacio, con las mejillas coloradas como amapolas. Todavía podía sentir esos brazos rodeándola, como si le hubiera dejado la impronta del abrazo en la piel.

Ransom se metió una mano en un bolsillo del chaleco y sacó un pequeño silbato plateado de forma alargada que procedió a soplar tres veces.

Garrett supuso que estaba llamando a alguna patrulla.

—¿No usa usted una carraca policial? —Su padre, que había patrullado en King’s Cross, siempre llevaba una de las pesadas carracas de madera encima. Para dar la alarma, hacían girar la carraca aferrándola por el mango, de manera que los martilletes golpeaban la madera, produciendo el sonido.

Ransom negó con la cabeza.

—La carraca es muy voluminosa. Además, tuve que entregar la mía cuando dejé el cuerpo.

—¿Ya no trabaja para la Policía Metropolitana? —le preguntó ella—. ¿Para quién trabaja ahora?

—Para ningún cuerpo oficial.

—Pero sí que realiza algún trabajo para el gobierno, ¿no?

—Sí.

—¿Como detective?

Ransom titubeó durante un buen rato antes de contestarle:

—A veces.

Garrett entrecerró los ojos mientras se preguntaba qué tipo de trabajo realizaba para el gobierno que no podía llevarlo a cabo la policía.

—¿Son legales sus actividades?

Su sonrisa resultó deslumbrante en la penumbra.

—No siempre —admitió.

Ambos se volvieron cuando oyeron llegar a un agente de policía, ataviado con el uniforme azul, que llevaba un farol en la mano.

—Hola —los saludó al acercarse a ellos—. Soy el agente Hubble. ¿Ha dado usted la alarma?

—Sí —contestó Ransom.

El agente, un hombre corpulento que tenía la nariz chata y las rubicundas mejillas cubiertas de sudor por la carrera, lo miraba con atención por debajo del casco.

—¿Su nombre?

—Ransom —fue la breve respuesta—. Trabajé para la división K.

El agente puso los ojos como platos.

—He oído hablar de usted, señor. Buenas noches. —Su voz había adquirido un deje respetuoso. De hecho, hasta su pose parecía sumisa, ya que había inclinado un poco la cabeza.

Ransom señaló a los hombres tumbados en el suelo.

—He sorprendido a estos tres borrachos asquerosos mientras trataban de asaltar y de robar a una dama después de amenazarla con esto. —Le entregó al agente la bayoneta con su funda.

—¡Por Dios! —exclamó Hubble, que miró asqueado a los hombres tumbados en el suelo—. Y soldados, además. Qué vergüenza. ¿Puedo saber si la dama ha resultado herida?

—No —contestó Ransom—. De hecho, la doctora Gibson ha tenido el valor y la fortaleza de derribar a uno de ellos con su bastón, después de quitarle la bayoneta de las manos.

—¿La doctora? —El agente miró a Garrett con evidente asombro—. ¿Es usted? ¿La dama que trabaja como doctora de la que hablan los periódicos?

Garrett asintió con la cabeza y se preparó para lo que estaba por llegar. La gente no acostumbraba a reaccionar bien ante la idea de que una mujer ejerciera la medicina.

El agente siguió mirándola, maravillado, mientras meneaba la cabeza.

—No esperaba que fuera tan joven —dijo, dirigiéndose a Ransom, tras lo cual miró de nuevo a Garrett—. Discúlpeme, señorita. Pero ¿por qué es doctora? No puede decirse que tenga usted cara de caballo. Caray, sé de al menos dos compañeros de trabajo que estarían dispuestos a casarse con usted. —Guardó silencio un instante—. Si supiera usted cocinar y coser, claro.

Garrett se irritó mucho al percatarse de que a Ransom le estaba costando lo suyo disimular la sonrisa.

—Me temo que solo cojo la aguja y el hilo para suturar heridas —contestó.

El soldado grandullón, que se había incorporado y estaba apoyado en los codos, dijo con voz grave y desdeñosa:

—Doctora... Antinatural, sí, señor. Estoy seguro de que tiene rabo debajo de la falda.

Ransom lo miró con los ojos entrecerrados. El brillo jovial había desaparecido.

—¿Te gustaría sentir mi bota en la cabeza? —preguntó al tiempo que se acercaba al soldado.

—Señor Ransom —lo llamó Garrett con voz aguda—, es injusto atacar a un hombre que ya está en el suelo.

El detective se detuvo al instante y le dirigió una mirada siniestra por encima del hombro.

—Teniendo en cuenta lo que pensaba hacerle a usted, tiene suerte de seguir respirando.

Garrett encontró tremendamente interesante el leve acento irlandés que había percibido en sus últimas palabras.

—¡Hola! —exclamó otro agente que se acercó a ellos—. He oído el silbato.

Mientras Ransom hablaba con el recién llegado, Garrett se alejó en busca de su maletín.

—Puede que la herida de la mejilla necesite unos puntos de sutura —le dijo al agente Hubble.

—¡No te acerques a mí, bruja! —exclamó el soldado.

El agente Hubble lo fulminó con la mirada.

—Cierra el pico o te hago un agujero en la otra mejilla.

Al recordar que no había recuperado el escalpelo, Garrett preguntó:

—Agente, ¿le importaría sostener el farol en alto para iluminar mejor la calle? Me gustaría encontrar el escalpelo que le lancé a este hombre. —Guardó silencio, alarmada por una repentina idea—. A lo mejor está en su poder.

—No lo está —le aseguró Ransom, que miró por encima del hombro y abandonó un instante la conversación con el otro agente—. Lo tengo yo.

Garrett se preguntó dos cosas. La primera, ¿cómo era posible que ese hombre estuviera escuchándola a la vez que mantenía una conversación a unos metros de distancia? Y la segunda...

—¿Lo recogió del suelo mientras se enfrentaba a él? —le preguntó, indignada—. Pero si me ha dicho que jamás hiciera algo así.

—Yo no sigo las reglas —adujo Ransom sin más, tras lo cual se volvió para seguir hablando con el agente.

Garrett abrió los ojos de par en par por la serena arrogancia de la afirmación. Frunció el ceño al tiempo que invitaba al agente Hubble a alejarse un poco y susurró:

—¿Qué sabe usted sobre ese hombre? ¿Quién es?

—¿Se refiere al señor Ransom? —preguntó a su vez el agente, en voz muy baja—. Creció aquí mismo, en Clerkenwell. Se conoce la ciudad como la palma de la mano y tiene acceso a todas partes. Hace unos años solicitó entrar en el cuerpo de policía y lo asignaron a la división K. Un boxeador temible y sin miedo. Se prestó voluntario a patrullar en los barrios más peligrosos, donde ningún otro agente se atrevía a entrar. Dicen que el trabajo de detective lo atraía desde el principio. Es listo y capta los detalles más extraños. Después de patrullar por las noches, se iba a los archivos de su comisaría e investigaba casos abiertos. Resolvió un asesinato que llevaba años desconcertando a los sargentos, limpió el nombre de un criado falsamente acusado del robo de unas joyas y recuperó un cuadro robado.

—En otras palabras —murmuró Garrett—, asumía trabajos que no le correspondían.

Hubble asintió con la cabeza.

—El superintendente de su unidad sopesó la idea de acusarlo por mala conducta, pero al final acabó recomendándolo para un ascenso. De agente de cuarto rango a inspector.

Garrett puso los ojos como platos.

—¿Me está diciendo que el señor Ransom ascendió cinco puestos durante su primer año? —susurró.

—No, durante sus seis primeros meses. Pero dejó el cuerpo de policía antes de hacer el examen que ratificaría la promoción. Lo reclutó sir Jasper Jenkyn.

—¿Quién es?

—Un alto cargo del Ministerio del Interior. —Hubble guardó silencio, al parecer un tanto incómodo—. Bueno, eso es todo lo que sé.

Garrett se volvió para mirar la espalda de Ransom, sus anchos hombros, recortados contra la luz de la farola. Tenía una pose relajada, con las manos metidas en los bolsillos. Pero se percató de las miraditas que le echaba al entorno mientras charlaba tranquilamente con el agente de policía. Nada se le escapaba, ni siquiera la rata que cruzó por el extremo más alejado de la calle.

—Señor Ransom —lo llamó Garrett.

Él se volvió, interrumpiendo la conversación.

—¿Sí, doctora?

—¿Tendré que prestar declaración sobre lo acontecido?

—No. —La mirada de Ransom la abandonó para enfrentar la del agente Hubble—. Es mejor para todos los implicados que protejamos su privacidad, y la mía, otorgándole el mérito de la detención de estos hombres al agente Hubble.

El aludido hizo ademán de protestar.

—Señor, no puedo llevarme el mérito de su valentía.

—También es de la mía —apostilló con aspereza Garrett, que no pudo contenerse—. He reducido al soldado de la bayoneta.

Ransom se acercó a ella.

—Deje que Hubble se lleve el mérito —le dijo con un tono de voz persuasivo y sereno—. Le otorgarán una mención honorífica y una recompensa económica. No es fácil vivir con el salario de un agente de policía.

Garrett, que estaba más que familiarizada con las limitaciones del sueldo de un agente de policía, murmuró:

—Por supuesto.

Ransom esbozó una media sonrisa.

—En ese caso, dejaremos que estos caballeros se encarguen del asunto mientras yo la acompaño a la calle principal.

—Gracias, pero no necesito acompañante.

—Como desee —replicó Ransom al punto, como si esperara que rechazase el ofrecimiento.

Garrett lo miró con recelo.

—De todas formas va a seguirme, ¿verdad? Como un león que persigue a una gacela separada del rebaño.

Ransom la miró con expresión risueña. Uno de los agentes se acercó a ellos, farolillo en mano, y el haz de luz iluminó sus largas pestañas y resaltó el intenso azul que rodeaba la oscuridad de sus pupilas.

—Solo hasta que esté segura en un coche de alquiler —le aseguró.

—En ese caso, preferiría que me acompañara caminando de forma civilizada. —Extendió una mano—. Mi escalpelo, por favor.

Ransom se inclinó, introdujo la mano en la caña de su bota y sacó el pequeño y reluciente instrumento quirúrgico. Estaba limpio, más o menos.

—Un instrumento precioso —dijo, mirando la afilada hoja con admiración antes de entregársela con cuidado—. Afiladísima. ¿Utiliza aceite para mantenerla así?

—Pasta de diamante. —Una vez que devolvió el escalpelo a su sitio, Garrett cogió el pesado maletín con una mano y el bastón con la otra. Se quedó perpleja al ver que Ransom trataba de quitarle el maletín.

—Permítame —le dijo él.

Se alejó al tiempo que aferraba el asa con más fuerza.

—Puedo llevarlo yo.

—Obviamente. Pero es un ofrecimiento caballeroso, no una forma de poner en tela de juicio su fuerza.

—¿Le haría el mismo ofrecimiento a un doctor?

—No.

—En ese caso, preferiría que me tratara como tal y no como a una dama.

—¿Por qué tiene que elegir entre ser una cosa o la otra? —le preguntó Ransom con sensatez—. Es usted las dos. No me cuesta trabajo llevar el bolso de una dama al mismo tiempo que respeto su competencia profesional.

Lo dijo como si tal cosa, pero su mirada tenía algo que la puso nerviosa, una intensidad que sobrepasaba los límites que debían mantener dos desconocidos. Al verla titubear, él extendió una mano e insistió.

—Por favor.

—Gracias, pero puedo apañármelas sola. —Echó a andar hacia la calle principal.

Ransom la alcanzó al punto, caminando con las manos en los bolsillos.

—¿Dónde ha aprendido a lanzar así el escalpelo?

—Lo aprendí en la Sorbona. Un grupo de estudiantes lo convirtió en una competición con la que divertirse después de las clases. Construyeron una diana detrás de uno de los laboratorios. —Garrett guardó silencio antes de admitir—: No conseguí dominar bien la técnica para lanzarlo por debajo del hombro.

—Con que sea capaz de lanzarlo bien por encima es suficiente. ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en Francia?

—Cuatro años y medio.

—Una joven estudiando en la mejor facultad de medicina del mundo —murmuró Ransom—, lejos de casa y asistiendo a clases en una lengua extranjera. Es usted una mujer decidida, doctora.

—En Inglaterra ninguna facultad de medicina admite mujeres —replicó Garrett con sencillez—. No me quedó alternativa.

—Podría haberse dado por vencida.

—Eso jamás —le aseguró, y sus palabras le arrancaron una sonrisa.

Pasaron frente a un edificio bajo que albergaba una tienda cerrada, cuyas ventanas rotas estaban cubiertas con papel. Ransom extendió un brazo para indicarle que sorteara un montón de conchas de ostras y de trozos de cerámica, y lo que parecía un fuelle en muy mal estado. Garrett se alejó por instinto de la presión que ejerció la mano de Ransom en su brazo.

—No tiene motivos para temer mi contacto —le dijo él—. Solo pretendía ayudarla a sortear los obstáculos.

—No es temor. —Garrett titubeó antes de añadir con un deje tímido—: Supongo que llevo grabado a fuego el hábito de la independencia. —Siguieron por la acera, pero no antes de que Ransom mirara fugazmente el maletín con expresión anhelante. Garrett soltó una risilla—. Permitiré que lo lleve usted —le ofreció— si me habla con su verdadero acento.

Ransom se detuvo, sorprendido al punto, y la miró con el ceño fruncido.

—¿En qué momento me he delatado?

—He oído un leve acento irlandés cuando amenazó a uno de los soldados. Y su forma de tocarse la gorra... el gesto es más pausado que el que usan los ingleses.

—Nací de padres irlandeses y crecí aquí, en Clerkenwell —dijo Ransom como si tal cosa—. No me avergüenzo de ese hecho, pero a veces el acento supone una desventaja. —Extendió la mano y esperó hasta que Garrett le ofreció el maletín. Acto seguido, esbozó una sonrisa y su voz cambió, de modo que resultó más grave y profunda mientras hablaba con un acento que parecía haber sido calentado lentamente sobre una llama—. Bueno, muchacha, ¿qué quieres que te diga?

Espantada por el efecto que tenía sobre ella, el pinchazo que sintió en la boca del estómago, Garrett tardó en contestar.

—Señor Ransom, se toma usted muchas libertades.

Sin que la sonrisa lo abandonara, él replicó:

—Ah, pero ese es el precio a pagar si quieres oír un acento irlandés. Tendrás que acostumbrarte a las zalamerías.

—¿Zalamerías? —Desconcertada, Garrett siguió andando.

—Halagos a tu simpatía y a tu belleza.

—Yo lo conozco por lisonjas —replicó sucintamente—, y le ruego que se las ahorre.

—Eres una mujer lista e interesante —siguió Ransom como si no la hubiera oído—, y tengo debilidad por los ojos verdes...

—Tengo un bastón —le recordó ella, muy molesta por sus burlas.

—Con eso no me harías daño.

—Tal vez no —reconoció Garrett, al tiempo que aferraba con más fuerza la empuñadura del bastón. En un abrir y cerrar de ojos, lo movió de forma lateral, no con la fuerza suficiente como para causarle daño, pero con la suficiente para darle una incómoda lección.

Sin embargo y para su agravio, fue ella quien recibió la lección. Su propio maletín interceptó el golpe tras lo cual Ransom le arrebató nuevamente el bastón. El maletín cayó al suelo, acompañado por el tintineo de su contenido. Antes de que Garrett tuviera tiempo para reaccionar, se descubrió pegada al pecho de Ransom y con el bastón en el cuello.

Esa voz seductora y tan cálida como el whisky le susurró al oído:

—Delatas los movimientos antes de ejecutarlos, preciosa. Una mala costumbre.

—Suélteme —susurró al tiempo que forcejaba, agraviada.

Ransom no se movió.

—Vuelva la cabeza —le ordenó, recuperando la formalidad.

—¿Cómo dice?

—Que vuelva la cabeza para aliviar la presión que siente en la tráquea y agarre el bastón con la mano derecha.

Garrett se quedó pasmada al comprender que le estaba diciendo cuál era la forma de liberarse. Lo obedeció muy despacio.

—Agarre el bastón de manera que se proteja el cuello con la mano —siguió Ransom, que esperó hasta que lo obedeció—. Así, muy bien. Ahora incline el extremo del bastón hacia abajo y use el codo izquierdo para golpearme en las costillas. Con cuidado, si no le importa. —Después de que ella ejecutara el movimiento, se inclinó hacia delante como si el dolor lo hubiera doblado—. Bien. Ahora agarre el bastón con las dos manos, sepárelas más, y retuérzalo al tiempo que se agacha para pasar por debajo de mi brazo.

Garrett siguió sus instrucciones y después, como si fuera algo milagroso, descubrió que era libre. Se volvió para mirarlo, sorprendida y fascinada. No sabía si debía darle las gracias o un bastonazo en la cabeza.

Ransom se agachó para recoger el maletín del suelo con una sonrisa afable. Tuvo la desfachatez de ofrecerle el brazo, como si fueran una pareja que paseaba tranquilamente por Hyde Park. Garrett hizo caso omiso del gesto y echó a andar de nuevo.

—El estrangulamiento frontal es el asalto más frecuente que sufren las mujeres —dijo Ransom—. El segundo es un agarre por la espalda, con un brazo presionando el cuello. El tercero consiste en un agarre por la espalda al tiempo que la levantan en volandas. ¿Su maestro de esgrima no la ha enseñado a defenderse sin un bastón?

—No —se vio obligada a admitir—. No me ha instruido en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

—¿Por qué no le ha ofrecido Winterborne un carruaje y un cochero para sus salidas? No es un hombre tacaño y normalmente se asegura de proteger a los suyos.

Garrett frunció el ceño al oírlo mencionar a Winterborne, el propietario de la clínica donde ella ejercía. La clínica se creó para atender a los casi mil empleados de sus grandes almacenes. Rhys Winterborne la contrató cuando nadie más estaba dispuesto a darle una oportunidad, y solo por eso se había ganado su eterna lealtad.

—El señor Winterborne me ha ofrecido el uso de un carruaje privado —admitió—. Sin embargo, no deseo importunarlo hasta esos extremos y, además, he recibido instrucción en el arte de la autodefensa.

—Doctora, demuestra una actitud demasiado confiada. Su conocimiento la convierte en un peligro para sí misma. Hay unas cuantas tácticas muy sencillas que podrían ayudarla a escapar de un asaltante. Podría enseñárselas, alguna tarde.

Doblaron una esquina y llegaron a la calle principal, atestada de grupos de personas andrajosas que se congregaban en las puertas y en los escalones, mientras los peatones, con sus distintas vestimentas, caminaban por las aceras. Sobre el trazado del tranvía que había sido instalado en la calzada transitaban caballos, carretas y carruajes. Ransom se detuvo en el borde de la acera y miró hacia un extremo de la calle en busca de un coche de alquiler.

Mientras esperaban, Garrett sopesó el ofrecimiento de Ransom. Era evidente que el hombre conocía más sobre las peleas callejeras que su maestro de esgrima. Sus movimientos con el bastón habían sido impresionantes. Aunque en parte le daban ganas de mandarlo a hacer gárgaras, también reconocía que se sentía bastante intrigada.

Pese a todas las tonterías que le había dicho, las «zalamerías» esas, estaba segura de que no tenía el menor interés de índole romántico hacia ella, algo que le parecía perfecto. Nunca había deseado una relación que pudiera interferir con su carrera profesional. Bueno, sí que había coqueteado en un par de ocasiones con algún caballero... un beso robado con un apuesto estudiante de medicina en la Sorbona... un flirteo inocente con un caballero en un baile... pero había evitado de forma deliberada a cualquier hombre que pudiera suponer una tentación real. Cualquier tipo de relación con ese insolente desconocido podría acarrearle problemas.

Sin embargo, quería que le enseñara alguno de esos movimientos típicos de las peleas callejeras.

—Si accedo a que me enseñe, ¿me promete que dejará de seguirme durante mis visitas de los martes? —le preguntó.

—Sí —respondió él sin discutir.

Había sido demasiado fácil.

Garrett lo miró con recelo.

—Señor Ransom, ¿es un hombre honesto?

Él soltó una queda carcajada.

—¿En lo referente a mi trabajo? —Miró por encima de ella y vio que se acercaba un carruaje, al cual le hizo una señal. Después la miró de nuevo a los ojos con expresión penetrante—. Le juro por mi madre que no tiene nada que temer de mí.

El coche de alquiler se detuvo junto a ellos entre el traqueteo de las ruedas.

Garrett tomó una decisión repentina.

—Muy bien. Mañana a las cuatro en el club de esgrima de Baujart.

Un brillo satisfecho iluminó los ojos de Ransom, que observó a Garrett mientras se subía en el carruaje de dos ruedas. Con la facilidad que otorgaba la práctica, se agachó para pasar por debajo de las riendas y así acceder al asiento del pasajero.

Mientras le devolvía el maletín, Ransom le gritó al cochero:

—Que la dama no sufra muchos zarandeos, si no te importa.

Antes de que Garrett pudiera protestar, Ransom se subió al coche de alquiler y le entregó unas monedas al cochero.

—Puedo pagar mis propios gastos —protestó ella.

Los oscuros ojos azules de Ransom la atravesaron. Acto seguido, extendió un brazo y le dejó algo en una mano.

—Un regalo —murmuró, tras lo cual se apeó con agilidad—. Hasta mañana, doctora. —Se llevó una mano a la visera de la gorra, y sus dedos se demoraron nuevamente un instante, hasta que el vehículo se alejó.

Un tanto aturdida, Garrett miró el objeto que acababa de darle. El silbato de plata, tibio por su calor corporal.

«¡Qué insolencia!», protestó. Sin embargo, lo rodeó con suavidad con los dedos.

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2

Antes de regresar a su piso de alquiler de Half Moon Street, Ethan tenía que acudir a otra cita. Cogió un coche de alquiler para que lo llevase a Cork Street, que estaba ocupada prácticamente en su totalidad por Winterborne’s, los famosos grandes almacenes.

En un par de ocasiones, Ethan había realizado encargos privados para el dueño de la tienda, Rhys Winterborne. Los trabajos habían sido fáciles y rápidos; de hecho, casi no había tenido ni que molestarse, pero solo un idiota rechazaría una oferta de un hombre tan poderoso. Uno de dichos trabajos implicó seguir a la entonces prometida de Winterborne, lady Helen Ravenel, mientras ella y una amiga visitaban un orfanato en una zona peligrosa cerca de los muelles.

Eso fue dos años antes, momento en el que conoció a la doctora Garrett Gibson.

En aquel entonces, la esbelta mujer, de pelo castaño, le estaba dando una buena tunda a un atacante el doble de grande que ella con bastonazos muy certeros. A Ethan le encantó su estilo, como si estuviera haciendo una tarea necesaria, como si sacara el cubo de desperdicios para que se lo llevara la carreta de la basura.

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