Problemas y dolor
La vida es difícil.
Esta es una gran verdad, una de las más grandes.[1] Es una gran verdad porque, una vez que la comprendemos realmente, la trascendemos. Cuando nos damos cuenta de que la vida es difícil —en el momento en que lo hemos comprendido y aceptado verdaderamente—, ya no resulta difícil, porque una vez que se acepta esta verdad, la dificultad de la vida ya no importa.
La mayoría de las personas no comprende de forma cabal la idea de que la vida es difícil. Sin embargo, no deja de lamentarse, ruidosa o sutilmente, de la enormidad de sus propios problemas, de la carga que representan y de todas sus dificultades, como si la vida fuera en general una aventura fácil, como si la vida tuviera que ser fácil. Estas personas manifiestan, de una u otra manera, la creencia de que sus dificultades constituyen la única clase de desgracia que no debería haberles tocado en suerte, pero que, por algún motivo, ha caído especialmente sobre ellas o sobre su familia, su tribu, su clase, su nación, su raza o su especie, y no sobre otros. Conozco bien estas lamentaciones porque yo mismo las he proferido alguna vez.
La vida es una serie de problemas. ¿Hemos de lamentarnos o hemos de resolverlos? ¿No queremos enseñar a nuestros hijos a que lo hagan?
La disciplina es el instrumento básico que necesitamos para resolver los problemas de la vida. Sin disciplina no podemos solucionar nada. Con un poco de disciplina podemos resolver algunos problemas y con una disciplina total podemos resolverlos todos.
La vida es difícil porque afrontar y resolver problemas es doloroso. Los problemas, según su naturaleza, pueden suscitar en nosotros frustración, dolor, tristeza, culpa, arrepentimiento, cólera, miedo, ansiedad, angustia, desesperación, etc. Son sentimientos desagradables, a menudo muy desagradables, en ocasiones tanto como un dolor físico, y a veces tan intensos como los peores dolores físicos. A causa del sufrimiento que los acontecimientos o conflictos nos producen, los denominamos problemas. Y como la vida plantea una interminable serie de ellos, siempre es difícil y está tan llena de sufrimiento como de alegría.
Sin embargo, la vida cobra su sentido precisamente en este proceso de afrontar y resolver problemas. Los problemas constituyen la frontera entre el éxito y el fracaso, fomentan nuestro valor y nuestra sabiduría; más aún, crean nuestro valor y nuestra sabiduría. Es a causa de los problemas que maduramos mental y espiritualmente. Cuando deseamos estimular el desarrollo y la madurez del espíritu humano, lanzamos un desafío a la capacidad del hombre para resolver problemas, del mismo modo que en la escuela ponemos problemas a los niños para que los solucionen. Aprendemos gracias al sufrimiento que supone afrontarlos y resolverlos. Como dijo Benjamin Franklin: «Lo que hiere, enseña». De aquí que las personas juiciosas, lejos de temer los problemas, los afronten de buen grado y acepten el sufrimiento que comportan.
No todos somos tan juiciosos. Como tememos el sufrimiento, casi todos procuramos, en mayor o menor medida, evitar los problemas. Posponemos el enfrentarnos con ellos en la esperanza de que desaparezcan. Los eludimos, los olvidamos, fingimos que no existen. Incluso tomamos medicamentos para pasarlos por alto, pues mitigar el sufrimiento nos permite olvidar qué lo causa. Intentamos eludir todos los problemas en lugar de afrontarlos directamente. Preferimos eludirlos a vivirlos.
Esta tendencia a eludir los problemas y los sufrimientos inherentes a ellos es la base primaria de toda enfermedad mental. Dado que la mayoría de los seres humanos tenemos, en mayor o menor medida, esta tendencia, casi todos estamos, en mayor o menor medida, mentalmente enfermos, es decir, no gozamos de una salud mental completa. Algunos vamos tan lejos en este empeño por evitar los problemas y los sufrimientos que nos alejamos mucho de cuanto puede ser útil para encontrar una salida fácil, forjando a veces las más complicadas fantasías, con total exclusión de la realidad. Digámoslo con las breves y sencillas palabras de Carl Jung: «La neurosis es siempre un sustituto de los sufrimientos verdaderos». [2]
Pero el sustituto termina por transformarse en algo más penoso que el sufrimiento legítimo que debía evitar. La neurosis misma se convierte en el máximo problema. Muchos intentan entonces evitar ese dolor y ese problema mediante una capa tras otra de neurosis. Por fortuna, sin embargo, algunos tienen el valor de hacer frente a sus neurosis y comienzan a aprender —por lo general con ayuda de la psicoterapia— el modo de experimentar el sufrimiento genuino. En todo caso, cuando eludimos el sufrimiento genuino que resulta de afrontar problemas, nos privamos también de la posibilidad evolutiva que los problemas nos ofrecen. Por esta razón, en las enfermedades mentales crónicas se detiene nuestro proceso de desarrollo y quedamos atascados. Y, sin una cura, el espíritu humano comienza a encogerse y marchitarse.
Así pues, debemos inculcar en nosotros y en nuestros hijos los medios para alcanzar la salud mental y espiritual. Quiero decir que debemos enseñarnos a nosotros mismos, y a nuestros hijos, lo necesario que es el sufrimiento y el valor que este implica, y que tenemos que afrontar directamente los problemas y experimentar el dolor que nos acarrean. He señalado que la disciplina es el instrumento fundamental para resolver los problemas de la vida. Como veremos, el mismo comprende varias técnicas de sufrimiento, mediante las cuales experimentamos el dolor de los problemas de manera que penetramos en ellos con esfuerzo y terminamos por resolverlos; este es un proceso de aprendizaje y desarrollo. Cuando enseñamos disciplina —a nosotros mismos o a nuestros hijos— estamos enseñando la manera de sufrir y también la de desarrollarse y crecer. ¿Cuáles son esos instrumentos, esas técnicas de sufrimiento, esos medios de experimentar el dolor de los problemas de modo constructivo, eso que yo denomino «disciplina»? Son cuatro: aplazamiento de la satisfacción, aceptación de la responsabilidad, dedicación a la verdad y equilibrio. Como veremos, no se trata de instrumentos complejos cuya aplicación exija gran entrenamiento, sino que son instrumentos simples y casi todos los niños ya los utilizan a los diez años. Sin embargo, reyes y presidentes a menudo se olvidan de usarlos, con gran perjuicio para ellos. La cuestión no reside en la complejidad de tales instrumentos, sino en la voluntad de utilizarlos. En efecto, se trata de instrumentos con los cuales se afronta el dolor en lugar de evitarlo, de modo que si se procura eludir los sufrimientos legítimos, no se hará uso de ellos. Por eso, después de analizarlos uno por uno, en la sección siguiente consideraremos la voluntad de emplearlos, que es el amor.
Posponer la satisfacción
No hace mucho tiempo, una paciente, analista financiera de unos treinta años, se quejó durante meses de su tendencia a retrasarse en el trabajo. Habíamos analizado sus sentimientos hacia los jefes, la autoridad en general y, especialmente, hacia sus padres. Habíamos examinado sus actitudes frente al trabajo y el éxito, y habíamos establecido que esas actitudes tenían relación con su matrimonio, con su identidad sexual, con su deseo de competir con el marido y con el miedo que esto le provocaba. Sin embargo, a pesar de todo este normal trabajo psicoanalítico, la paciente continuaba perdiendo el tiempo como siempre. Por fin, un día me atreví a considerar algo que parecía evidente y le pregunté: «¿Le gustan los pasteles?». Contestó que le gustaban. «¿Qué parte del pastel prefiere usted, el pastel mismo o la capa de crema?», indagué entonces. «¡Oh, la capa de crema!», respondió con entusiasmo. «¿Y cómo come usted un trozo de pastel?», seguí preguntando, sintiéndome el psiquiatra más necio del mundo. «Primero como la capa de crema, claro», repuso la paciente. De su forma de comer los pasteles pasamos a considerar sus hábitos de trabajo y, como era de esperar, descubrí que al emprender el trabajo diario la paciente dedicaba la primera hora a la parte más gratificante y dejaba lo desagradable para las otras seis horas. Le indiqué que si se obligaba a realizar la parte desagradable de su trabajo en la primera hora, después quedaría en libertad para disfrutar de las otras seis. Añadí que me parecía que una hora de molestia seguida por seis horas de placer era preferible a una hora de placer seguida de seis horas desagradables. Ella manifestó que estaba de acuerdo y, como era una persona con fuerza de voluntad, no volvió a retrasarse en el trabajo.
Posponer la satisfacción es un proceso que supone programar lo agradable y lo desagradable de la vida de manera que el placer aumente al experimentar primero el malestar que más tarde nos conducirá a aquel. Esta es la única manera decente de vivir.
Casi todos los niños aprenden a utilizar este instrumento o proceso de programación a una edad temprana, alrededor de los cinco años. Por ejemplo, un niño de cinco años que está jugando una partida con un compañero puede decirle a este que juegue el primer turno para luego gozar él del suyo. A los seis años los niños pueden comenzar comiendo el pastel y dejar para el final la crema. Durante toda la escuela primaria ejercen diariamente su temprana capacidad de posponer la satisfacción, especialmente en lo que se refiere a los deberes que han de hacer en su casa. A los doce años ya son capaces de ponerse a hacer sus tareas sin que los padres se lo indiquen y antes de sentarse a ver la televisión. A los quince o dieciséis años se espera esta conducta de los adolescentes y se la considera normal.
Sin embargo, como los educadores saben, un número elevado de adolescentes en modo alguno cumple esta norma. Si bien muchos adolescentes de quince o dieciséis años tienen una desarrollada capacidad para posponer la satisfacción, algunos presentan una escasa capacidad o, incluso, parecen carecer por completo de ella. Esos son los estudiantes con problemas. Aunque su nivel de inteligencia sea medio o superior, su rendimiento escolar es pobre, sencillamente porque no trabajan. Se saltan clases o faltan a la escuela con cualquier excusa. Son impulsivos y su impetuosidad se refleja en toda su vida social. Intervienen en frecuentes peleas, entran en contacto con las drogas, se ven involucrados en problemas con la policía. Su lema: disfruta ahora y paga después. Es entonces cuando los padres acuden a los psicólogos y psicoterapeutas, pero casi siempre parece demasiado tarde. Estos adolescentes se molestan ante cualquier intento de intervenir en su impulsivo estilo de vida, y aun cuando es posible vencer ese enojo mediante actitudes cordiales y no enjuiciadoras por parte del terapeuta, la impetuosidad de estos jóvenes es tan grande que les impide participar en el proceso psicoterapéutico de una manera significativa. Faltan a las sesiones y evitan toda situación importante y dolorosa. Así pues, en general la intervención terapéutica es ineficaz y estos chicos terminan por abandonar los estudios y experimentan una serie de fracasos que a menudo desembocan en matrimonios desastrosos, en accidentes, en hospitales psiquiátricos o en la cárcel.
¿A qué se debe esto? ¿Por qué la mayoría puede desarrollar la capacidad de posponer la satisfacción en tanto que una minoría considerable no logra desarrollar dicha capacidad? No se dispone de una respuesta científica absoluta. El papel que desempeñan los factores genéticos no está claro. Las variables no pueden controlarse suficientemente por medio de pruebas científicas. Pero la mayor parte de los signos apunta claramente a la calidad de la educación dada por los padres como factor determinante.
Los pecados de los padres
A veces, en los hogares de los adolescentes indisciplinados, el problema no reside en la ausencia de alguna clase de disciplina por parte de los padres. Normalmente, estos niños son castigados con frecuencia durante toda la infancia: son abofeteados, reciben puñetazos y puntapiés, son golpeados por sus padres por cualquier pequeña infracción. Semejante disciplina no tiene sentido porque es una disciplina indisciplinada.
Una de las razones por las que carece de sentido es que los propios padres son indisciplinados y, por lo tanto, sirven como modelos de indisciplina a sus hijos. Son los padres que dicen: «Sigue mis instrucciones, no mi ejemplo». A menudo se emborrachan en presencia de los hijos y se pelean ante ellos sin dignidad, racionalidad ni contención. A veces su aspecto es descuidado y sucio. Con frecuencia hacen promesas que luego no cumplen. Su propia vida suele ser confusa y caótica, tanto que sus intentos por ordenar la vida de sus hijos no parecen a estos muy razonables. Si el padre pega regularmente a la madre, ¿qué sentido tiene para un chico que su madre le pegue porque él ha pegado a su hermanita? ¿Tiene algún sentido decirle que debe aprender a controlar sus impulsos? Dado que cuando somos pequeños no poseemos la capacidad de comparar, a nuestros ojos infantiles, nuestros padres son figuras semejantes a dioses. Cuando los padres hacen las cosas de una forma determinada, el niño cree que esa es la manera de hacerlas, la manera en que ellos deberían hacerlas. Si un niño ve que sus padres se conducen de manera disciplinada, contenida y digna, y muestran la capacidad de ordenar su propia vida, llegará a sentir en lo más profundo de su ser que así es como hay que vivir. Si un hijo ve que sus padres viven sin freno día tras día, se convencerá de que esa es la manera en que hay que vivir.
Pero más importante que el modelo es el amor. En efecto, incluso en hogares caóticos y desordenados en ocasiones está presente el amor verdadero, y de esos hogares pueden salir muchachos bien disciplinados. Y, no pocas veces, padres que ejercen profesiones liberales —médicos, abogados, mujeres de organizaciones sociales y filántropos— y llevan una vida estrictamente ordenada y decorosa, pero sin experimentar amor verdadero, echan al mundo hijos que resultan tan indisciplinados, destructivos y desorganizados como un niño salido de un hogar caótico y pobre.
En última instancia, el amor lo es todo. Analizaremos el misterio del amor más adelante; no obstante, puede ser útil hacer aquí una breve y limitada mención del amor y de su relación con la disciplina.
Cuando amamos alguna cosa, esta es valiosa para nosotros, y cuando algo es valioso para nosotros le dedicamos tiempo, tiempo para disfrutarlo y tiempo para cuidarlo. Obsérvese a un adolescente enamorado de su automóvil y adviértase cuánto tiempo dedica a admirarlo, a sacarle brillo, a repararlo, a ponerlo a punto. O considérese una persona madura que posee una preciada rosaleda y véase cuánto tiempo dedica a podar los rosales, a protegerlos, a fertilizar adecuadamente la tierra y a estudiarlos. Lo mismo ocurre cuando amamos a los hijos: destinamos mucho tiempo a admirarlos y a cuidarlos. Les brindamos nuestro tiempo.
La buena disciplina exige tiempo. Cuando no tenemos tiempo para dedicar a nuestros hijos, o no estamos dispuestos a dedicárselo, ni siquiera les prestamos suficiente atención para advertir cuándo expresan sutilmente la necesidad de nuestra disciplina y ayuda. Si su necesidad de disciplina es lo bastante grande para molestar nuestra conciencia, aún podemos pasar por alto esa necesidad con el pretexto de que es mejor dejarlos que hagan lo que quieran, diciendo: «Hoy no tengo la fuerza necesaria para ocuparme de ellos». O, si finalmente nos vemos obligados a emprender alguna acción por sus fechorías y, a causa de nuestra irritación, imponemos la disciplina a menudo de modo brutal, más por cólera que por convicción, sin examinar el problema y sin pararnos a considerar qué forma de disciplina es la más apropiada para el problema en cuestión.
Los padres que dedican tiempo a sus hijos perciben sutiles necesidades de disciplina, aun cuando estos no hayan cometido una fechoría evidente, a las cuales habrán de responder con una suave exhortación o con una reprimenda o un elogio, empleando siempre reflexión y cuidado. Habrán de observar de qué manera comen sus hijos, cómo estudian, cuándo dicen mentiras, cuándo eluden problemas en lugar de afrontarlos. Y entonces se tomarán el tiempo necesario para llevar a cabo estas correcciones y ajustes menores, escucharán a sus hijos y les responderán aflojando un poco aquí, apretando un poco allí, les leerán libros, les contarán cuentos, les darán un abrazo y un beso, palmaditas en la espalda y ligeras reprimendas. De esta manera, la calidad de la disciplina suministrada por padres cariñosos es superior a la disciplina de padres que no son cariñosos. Pero esto es solo el comienzo. Al dedicar tiempo a observar las necesidades de sus hijos y pensar en ellas, los padres que los aman se plantearán a menudo las decisiones que deben tomar y, en un sentido muy real, sufrirán junto con sus hijos. Estos no son ciegos. Se dan cuenta de que sus padres están dispuestos a sufrir con ellos y, aunque tal vez no respondan con gratitud inmediata, también ellos aprenderán a sufrir y se dirán: «Si mis padres están dispuestos a sufrir conmigo, el sufrimiento no debe de ser tan malo y yo mismo estaría dispuesto a sufrir». Este es el comienzo de la autodisciplina.
El tiempo y la calidad del mismo que los padres dedican a sus hijos indican a estos el grado en que son valorados por aquellos. Algunos padres que no sienten verdadero amor por sus hijos intentan encubrir su falta de cariño con frecuentes declaraciones de amor a sus hijos y diciéndoles repetida y mecánicamente que son valorados, pero no les dedican un tiempo significativo. Estos niños nunca son por completo engañados con tales palabras huecas. Conscientemente suelen aferrarse a ellas pues desean creer que son queridos, pero inconscientemente saben que las palabras de sus padres no están a la altura de sus actos.
Por el contrario, niños que son realmente queridos, aunque en momentos de enfado pueden conscientemente sentir y proclamar que se los descuida, inconscientemente se saben valorados. Y este conocimiento vale más que todo el oro del mundo. En efecto, cuando un niño sabe que es valorado, cuando lo siente en lo más profundo de su ser, se considera en verdad valioso.
El sentimiento de ser valioso —«Soy una persona valiosa»— es esencial para la salud mental y es la piedra angular de la autodisciplina. Este sentimiento es un producto directo del amor parental y debe adquirirse durante la niñez; se trata de una convicción muy difícil de alcanzar durante la edad adulta. A la inversa, cuando los niños aprenden en virtud del amor de sus padres a sentirse valiosos, es casi imposible que las vicisitudes de la vida adulta destruyan esa convicción.
El sentimiento de ser valioso constituye una de las bases de la autodisciplina porque, cuando uno se considera valioso, se cuida a sí mismo de todas las maneras necesarias. La autodisciplina implica estimarse y cuidarse a sí mismo. Por ejemplo —puesto que estamos analizando el proceso de posponer la satisfacción y de ordenar y programar el tiempo—, examinemos brevemente la cuestión del tiempo. Si nos sentimos valiosos, sentiremos que también nuestro tiempo lo es y, por consiguiente, desearemos emplearlo bien. La analista de finanzas que retrasaba su trabajo no valoraba su tiempo. Si lo hubiera valorado no se habría permitido pasar la mayor parte de su jornada laboral de manera tan lamentable e improductiva. No dejó de tener consecuencias para ella el hecho de que en su niñez los padres la enviaran a pasar las vacaciones escolares al campo al cuidado de un matrimonio contratado, a pesar de que habrían podido hacerse cargo perfectamente de ella si así lo hubieran deseado. Sencillamente no la valoraban. No deseaban cuidarla. Y así, la niña creció sintiendo que era algo de poco valor, algo de lo que no valía la pena ocuparse y, por lo tanto, ella misma no se estimaba ni se cuidaba. No sentía que en su caso valiera la pena disciplinarse. A pesar de que era una mujer inteligente y competente, necesitaba la más elemental instrucción en cuanto a disciplina porque le faltaba una estimación realista de su propio valor y del valor de su tiempo. Una vez que logró darse cuenta de que su tiempo era valioso, naturalmente deseó organizarlo para usarlo mejor.
Como resultado de recibir un amor parental coherente y cuidados cariñosos durante toda la niñez, estos afortunados niños entran en la edad adulta no solo con un profundo sentido interno de su propio valor, sino también con una profunda sensación íntima de seguridad. Todos los niños tienen miedo de que los abandonen, y por una buena razón. El temor a ser abandonados aparece alrededor de los seis meses de vida, tan pronto como el niño es capaz de percibirse como un ser individual, separado de sus padres. Al percibirse como un individuo separado advierte que, como tal, es absolutamente impotente, que está totalmente desamparado y que se encuentra por entero a merced de sus padres en lo que se refiere a todas las formas de sustento y medios de supervivencia. Para el niño, el que sus padres lo abandonen equivale a la muerte. La mayoría de los progenitores, aun cuando en otros aspectos sean relativamente ignorantes o insensibles, perciben de manera instintiva el miedo de los niños a ser abandonados y por eso día tras día repiten centenares de veces palabras que los tranquilicen: «Sabes que mamá y papá no te dejarán solo», «Por supuesto, mamá y papá volverán para buscarte», «Mamá y papá no se van a olvidar de ti». Si estas palabras van acompañadas de hechos durante meses y años, al llegar a la adolescencia el niño habrá perdido el miedo a ser abandonado y experimentará en cambio una profunda sensación interior de que el mundo es un lugar seguro, en el cual hallará protección cuando lo necesite. Con ese íntimo sentimiento de seguridad, ese niño tiene la libertad suficiente para posponer la satisfacción, sea esta de la clase que sea, pues sabe con certeza que la oportunidad de obtener satisfacción, igual que el hogar y los padres, está siempre presente y es accesible cuando se la necesita.
Sin embargo, muchos no son tan afortunados. Son numerosos los niños a los que sus padres abandonan durante la niñez, ya sea por defunción, por deserción, por simple negligencia o, como en el caso de la analista de finanzas, sencillamente por falta de interés. Otros no son abandonados en sentido estricto, pero no reciben las tranquilizadoras palabras de que no se los abandonará; por ejemplo, algunos padres, en su deseo de imponer disciplina del modo más fácil y rápido, amenazan abierta o sutilmente con el abandono para alcanzar este fin. El mensaje que dan a sus hijos es: «Si no haces exactamente lo que deseo que hagas, no te querré más y ya puedes imaginarte lo que eso significará». Por supuesto, significará abandono y muerte. Estos padres sacrifican el amor por su necesidad de controlar y dominar a los hijos y lo que logran es niños excesivamente temerosos del futuro. Así, estos niños, abandonados psicológica o físicamente, llegan a la edad adulta careciendo del profundo sentimiento de que el mundo es un lugar seguro en el que puede hallarse protección. Por el contrario, lo perciben como algo peligroso y temible y no están dispuestos a desechar ninguna satisfacción o seguridad en el presente por la promesa de una gratificación o seguridad mayor en el futuro, puesto que este les parece ciertamente dudoso.
En suma, para que los niños desarrollen la capacidad de posponer las satisfacciones, es necesario que tengan modelos disciplinados, que posean un sentido del propio valor y cierto grado de confianza en la seguridad de su existencia. Estas «posesiones» se adquieren idealmente en virtud de la autodisciplina y de los cuidados coherentes y genuinos de los padres; estos cuidados son los dones más preciosos que madres y padres pueden legar. Cuando un niño no ha recibido estos dones de sus progenitores, podrá, quizás, adquirirlos de otras fuentes, pero en este caso el proceso de adquisición es, invariablemente, un penoso camino cuesta arriba que a menudo dura toda la vida y con frecuencia resulta infructuoso.
Resolver problemas y tomarse tiempo
Hemos considerado algunas de las maneras en que el amor de los padres o su falta pueden influir en el desarrollo de la autodisciplina en general y en la capacidad para posponer la satisfacción en particular; examinaremos ahora algunas formas más sutiles pero más devastadoras en que la incapacidad para posponer la satisfacción afecta a la vida de la mayoría de los adultos. En efecto, aunque afortunadamente casi todos desarrollamos suficiente capacidad para posponer las satisfacciones, lo cual nos permite pasar por la escuela y la universidad y lanzarnos a la vida adulta sin ir a parar a la cárcel, nuestro desarrollo suele ser imperfecto e incompleto, de manera que nuestra capacidad para resolver los problemas de la vida también lo es.
A los treinta y siete años aprendí a reparar cosas. Hasta entonces casi todos mis intentos de hacer trabajos de fontanería, arreglar juguetes o montar algún mueble según las jeroglíficas instrucciones contenidas en un folleto, terminaban en fracaso, confusión y frustración. A pesar de habérmelas compuesto para aprobar todas las asignaturas de la carrera de Medicina y para mantener una familia en mi condición de psiquiatra más o menos exitoso, me consideraba un inútil en materia de mecánica. Estaba convencido de que era deficitario en algún gen o que sufría alguna maldición de la Naturaleza que me negaba la capacidad para la mecánica. Un día, cuando estaba al cabo de mis treinta y siete años, mientras daba un paseo un domingo de primavera, me encontré con un vecino que estaba reparando una cortadora de césped. Después de saludarlo, le dije: «¡Vaya!, lo admiro; yo nunca he sido capaz de arreglar estas cosas». Mi vecino, sin vacilar un instante, contestó: «Eso le ocurre porque no se toma el tiempo suficiente». Reanudé mi paseo, un tanto inquieto por la simplicidad, la espontaneidad y el carácter categórico de su respuesta. «¿Tendrá razón este hombre?», me pregunté. De alguna manera sus palabras se me quedaron grabadas, y en la siguiente ocasión en que me dispuse a hacer una pequeña reparación recordé ante todo que debía tomarme tiempo. El freno de mano del coche de una paciente se había trabado. Ella sabía que había que hacer algo debajo del salpicadero para soltarlo, pero ignoraba el qué. Me eché al suelo, al lado del asiento del conductor, y me tomé todo el tiempo necesario hasta sentirme cómodo. Una vez que estuve cómodo, también me tomé mi tiempo para examinar la situación. Lo miré todo durante varios minutos; al principio solo vi un confuso revoltijo de cables, tubos y varillas cuya función desconocía. Pero poco a poco, sin apresurarme, logré localizar el dispositivo del freno y examiné todas sus partes. Localicé una especie de pequeño picaporte que impedía soltar el freno. Estudié atentamente esa pieza hasta que comprendí que, si la empujaba hacia arriba con la punta del dedo, se movería y soltaría el freno; así lo hice: un solo movimiento, una pequeña presión de mi dedo y el problema estaba resuelto. ¡Ya era un experto mecánico!
En realidad, no tengo los conocimientos ni dispongo de tiempo para hacer reparaciones mecánicas, puesto que he preferido dedicar mi tiempo a otras cuestiones. Por eso suelo acudir al trabajador especializado cuando necesito efectuar una reparación. Pero ahora sé que se trata de una elección que yo hago y no de una maldición o un defecto genético, y que no soy un incapacitado ni un impotente en cuestiones mecánicas. Sé que yo, igual que cualquier otro que no sea mentalmente deficiente, puedo resolver cualquier problema si me tomo el tiempo necesario.
La cuestión es importante, porque mucha gente sencillamente no dedica el tiempo requerido para resolver problemas intelectuales, sociales o espirituales de la vida, así como antes yo no me tomaba tiempo para resolver problemas mecánicos. Antes de mi «iluminación» mecánica, yo habría metido torpemente la cabeza debajo del salpicadero del coche de mi paciente, habría tocado unos cuantos cables sin tener la más remota idea de lo que estaba haciendo y, tras un infructuoso resultado, me habría levantado y habría dicho: «Esto está más allá de mi capacidad». Esta es precisamente la manera en que muchos afrontamos los problemas de nuestra vida diaria.
La analista de finanzas mencionada era una madre esencialmente cariñosa y abnegada, pero más bien incapaz respecto de sus dos hijos. Estaba atenta y se preocupaba lo bastante para percibir cuándo padecían algún problema emocional o cuándo algo no marchaba bien en su modo de educarlos. Pero luego, inevitablemente, adoptaba dos tipos de acción con los niños: o bien hacía lo primero que se le pasaba por la cabeza —por ejemplo, los obligaba a comer más en el desayuno o los mandaba a la cama temprano— sin detenerse a considerar si semejante decisión tenía algo que ver con el problema, o bien acudía a la siguiente sesión terapéutica conmigo —el encargado de reparar cosas— y, desesperada, declaraba: «Está más allá de mi capacidad. ¿Qué haré?». Esta mujer tenía una mente muy aguda y analítica, y cuando no se retrasaba era perfectamente capaz de resolver complejos problemas en su trabajo. Pero cuando se encontraba frente a un problema personal se conducía como si careciera de inteligencia. En este caso se trataba de una cuestión de tiempo. Una vez que tomaba conciencia de su problema personal se sentía tan desconcertada que exigía una solución inmediata y no estaba dispuesta a tolerar su malestar el tiempo suficiente para analizar el problema. Para ella, solucionar un problema representaba una satisfacción, pero era incapaz de posponer esa gratificación más de dos o tres minutos; como resultado, las soluciones que encontraba eran, generalmente, inapropiadas, de manera que su familia se encontraba en una agitación crónica. Por fortuna, su perseverancia en la terapia le permitió ir aprendiendo poco a poco a disciplinarse y a tomarse el tiempo necesario para analizar los problemas de la familia y encontrar soluciones efectivas y bien pensadas.
No estamos hablando aquí de defectos esotéricos asociados solo a personas que claramente manifiestan perturbaciones psiquiátricas. La analista de finanzas es un ser humano corriente. ¿Quién de nosotros puede decir que invariablemente dedica el tiempo suficiente a analizar los problemas de sus hijos o las tensiones que se perciben en el seno de la familia? ¿Quién de nosotros es tan autodisciplinado que nunca dice resignadamente ante problemas que afectan a su familia: «Esto supera mi capacidad»?
En realidad, en la manera de afrontar los problemas existe un defecto más primitivo y más destructivo que los intentos inapropiados de hallar soluciones instantáneas; se trata de un defecto muy común y generalizado: la esperanza de que los problemas desaparezcan por sí solos.
Un viajante de comercio soltero, de treinta años, que practicaba terapia de grupo en una pequeña ciudad, comenzó a salir con la mujer, recientemente separada, de otro miembro del grupo, un banquero. El viajante sabía que el banquero era un hombre iracundo que estaba muy alterado por el hecho de que su esposa lo hubiese abandonado. Nuestro hombre sabía que no era sincero con el grupo ni con el banquero no sacando a relucir sus relaciones con la expareja de este. También sabía que era casi inevitable que tarde o temprano el banquero se enterara de aquella relación. Sabía que la única solución consistía en confesarlo todo al grupo y soportar la cólera del banquero con el apoyo del grupo. Pero no hizo nada. Al cabo de tres meses, el banquero se enteró de la relación, se enfureció como cabía esperar y se valió del incidente para abandonar la terapia. Cuando los miembros del grupo le hicieron notar su desastrosa conducta, el viajante de comercio dijo: «Yo sabía que hablar del tema ocasionaría un altercado y supongo que me pareció que, si no decía nada, tal vez podría evitar una pelea. Seguramente pensé que si aguardaba lo suficiente, el problema desaparecería por sí solo».
Los problemas no desaparecen. Es necesario vivirlos, experimentarlos, pues de otra manera permanecen y constituyen una barrera que se opone para siempre al desarrollo y la madurez del espíritu.
Los miembros del grupo hicieron comprender al viajante que su principal problema era su tendencia a no considerar los problemas, a pasarlos por alto con la esperanza de que desaparecieran por sí solos. Cuatro meses después, al comienzo del otoño, el viajante de comercio, obedeciendo a sus fantasías, abandonó repentinamente el trabajo de las ventas y abrió un negocio propio de reparación de muebles que no le exigía viajar. El grupo lamentó que su amigo pusiera toda la carne en el asador y también dudó de la prudencia de hacer aquel cambio cuando se aproximaba el invierno, pero el viajante de comercio les aseguró que ganaría lo suficiente con la nueva ocupación. No se habló más del asunto. A principios de febrero, el hombre anunció que debía abandonar el grupo porque ya no podía pagar los honorarios. Estaba completamente arruinado y debía buscarse un nuevo trabajo. En cinco meses había reparado un total de ocho muebles. Cuando le preguntaron por qué no había empezado a buscar antes un trabajo, respondió: «Hace seis semanas sabía que el dinero se me estaba acabando rápidamente, pero no podía creer que llegaría a este punto. La cuestión no me parecía muy urgente, pero, ¡vaya!, ahora lo es». Evidentemente, el hombre había hecho caso omiso de su problema. Lentamente empezó a vislumbrar que mientras no resolviera su problema capital de negar los problemas nunca iría más allá del primer paso, ni siquiera con la ayuda de toda la psicoterapia del mundo.
Esta inclinación a ignorar los problemas es, a la vez, una simple manifestación de la actitud de no estar dispuesto a posponer las satisfacciones. Como dijimos, afrontar problemas es penoso. Hacer frente a un problema voluntariamente y temprano, antes de vernos obligados por las circunstancias, significa desechar algo agradable o menos penoso para emprender algo más penoso. Significa decidir sufrir ahora con la esperanza de una satisfacción futura en lugar de continuar entregándonos a la satisfacción presente con la esperanza de que el sufrimiento futuro no sea necesario.
Puede parecer que el viajante de comercio que pasaba por alto problemas tan palpables fuera emocionalmente inmaduro o psicológicamente primitivo, pero, vuelvo a decirlo, era un hombre corriente, y su inmadurez y su primitivismo están en todos nosotros. Un famoso general que mandaba un ejército me dijo una vez: «El único gran problema de este ejército, y, supongo, de cualquier organización, es que la mayoría de los mandos permanece en sus unidades mirando los problemas, contemplándolos de frente, sin hacer nada, como si los problemas fueran a desaparecer si ellos permanecen allí sentados el tiempo suficiente». Ese general no estaba hablando de débiles mentales o de hombres anormales; hablaba de otros generales y coroneles, hombres maduros de demostrada capacidad y adiestrados en la disciplina.
Los padres son como ejecutivos y, además de estar por lo general mal preparados para ello, su tarea puede ser tan compleja en sus detalles como dirigir una empresa. Y, lo mismo que los mandos del ejército, la mayoría de los padres advertirá problemas en sus hijos o en sus relaciones con ellos durante meses o años antes de emprender una acción efectiva, si es que la emprenden alguna vez. «Pensábamos que tal vez desaparecería con la edad», dicen cuando acuden al psiquiatra infantil con un problema porque dura ya cinco años. En cuanto a la complejidad de la situación de ser padres, hay que reconocer que las decisiones que han de tomar son difíciles y que con frecuencia a los niños «el mal se les pasa con la edad». Pero casi nunca hace daño tratar de ayudar a que se les pase el problema o considerar este con mayor atención. Aunque es cierto que, a menudo, a los niños «se les pasa con la edad», muchas veces esto no ocurre e, igual que tantos otros problemas, cuanto más tiempo se ignoran, más crecen y más difíciles son de resolver.
La responsabilidad
No podemos resolver los problemas de la vida sino solucionándolos.
Esta afirmación puede parecer tautológica y, sin embargo, parece estar más allá de la comprensión de muchos representantes del género humano. Esto se debe a que tenemos aceptar la responsabilidad que supone un problema antes de resolverlo. No podemos solucionar un problema diciendo «no es mi problema». No podemos solucionar un problema esperando que otro lo haga por nosotros. Solo podemos resolver un problema cuando decimos: «Este es mi problema y me corresponde a mí resolverlo». Pero muchos —demasiados— procuran evitar la molestia de sus problemas diciéndose: «Este problema me ha sido provocado por otra persona o por circunstancias sociales que están más allá de mi control y, por lo tanto, corresponde a esa otra persona o a la sociedad resolverlo. En realidad, no es un problema mío».
El punto al que pueden llegar psicológicamente algunas personas para no asumir la responsabilidad de problemas personales resulta, además de triste, ridículo. En una ocasión me enviaron a un sargento del ejército destinado en Okinawa, que se hallaba en serias dificultades por entregarse excesivamente a la bebida, para que lo evaluase psiquiátricamente y, si era posible, lo ayudase. El hombre negó que fuera alcohólico y que la bebida constituyera un problema para él.
—En Okinawa, por las noches, no hay nada que hacer, salvo beber —me explicó.
—¿No le gusta leer? —le pregunté.
—Oh, sí, claro, me gusta leer.
—Entonces, ¿por qué no lee por las noches en lugar de beber?
—En los cuarteles hay demasiado ruido para leer.
—¿Por qué no va a la biblioteca?
—Está muy lejos.
—¿Más lejos que el bar que frecuenta?
—Bueno, la verdad es que no se me da bien la lectura. No me interesa mucho leer.
—¿Le gusta la pesca? —le pregunté entonces.
—Sí, me encanta pescar.
—¿Por qué no va a pescar en lugar de beber?
—Porque tengo trabajo durante todo el día.
—¿No puede usted pescar por la noche?
—No, en Okinawa no se pesca de noche.
—Pues conozco varias organizaciones —le dije— que pescan aquí por la noche. ¿Quiere que lo ponga en contacto con ellas?
—La verdad es que no me gusta pescar.
—Por lo que usted dice —aclaré—, en Okinawa hay otras cosas para hacer, aparte de beber, pero lo que más le gusta hacer a usted en Okinawa es beber.
—Sí, supongo que es así.
—A causa de la bebida está usted teniendo dificultades, de modo que se encuentra ante un problema bastante serio, ¿verdad?
—Esta maldita isla haría beber a cualquiera.
Durante un rato continué tratando de convencer al sargento, pero este no estaba en modo alguno interesado en considerar su inclinación a la bebida como un problema que podría resolver con ayuda o sin ella, de modo que, lamentándolo mucho, comuniqué a su superior que no era posible prestar ayuda a aquel hombre, el cual decidió continuar bebiendo y finalmente fue apartado del servicio.
Una esposa joven, que también residía en Okinawa, se cortó la muñeca con una hoja de afeitar e inmediatamente fue conducida a la sala de urgencias, donde la vi. Le pregunté por qué lo había hecho.
—Para matarme.
—¿Por qué quería matarse?
—Porque no soporto vivir en esta maldita isla. Tiene usted que hacerme volver a Estados Unidos. Me mataré si permanezco aquí más tiempo.
—¿Por qué es tan doloroso vivir en Okinawa? —le pregunté.
La mujer rompió a llorar, y entre sollozos, contestó:
—Aquí no tengo amigos, siempre estoy sola.
—Eso es malo. ¿Por qué no ha hecho amistades?
—Tengo que vivir en una urbanización donde ninguno de mis vecinos habla inglés.
—¿Por qué no va a la zona residencial norteamericana o al club de mujeres para entablar alguna relación?
—Porque mi marido se lleva el coche para ir al trabajo.
Pregunté:
—¿Y no podría llevarlo usted misma al trabajo, puesto que está sola durante todo el día y se aburre?
—Es un coche con el cambio de marcha manual, y no sé conducirlo; solo sé conducir los que tienen cambio automático.
—Podría aprender a conducirlo.
La mujer se me quedó mirando.
—¿En estas carreteras? Usted debe de estar loco.
Neurosis y trastornos del carácter
Casi todas las personas que acuden a un psiquiatra sufren una neurosis o un trastorno del carácter o la personalidad. Para decirlo en términos sencillos, estas dos afecciones son alteraciones del sentido de la responsabilidad y, como tales, modos opuestos de relacionarse con el mundo y sus problemas. El neurótico asume demasiada responsabilidad; la persona que presenta un trastorno del carácter no asume la suficiente. Cuando los neuróticos se encuentran en un conflicto con el mundo, automáticamente creen que son ellos los culpables de la situación; cuando los individuos con trastornos del carácter están en conflicto con el mundo, automáticamente piensan que el mundo tiene la culpa. Los dos personajes antes mencionados padecían de un trastorno del carácter: el sargento creía que su inclinación a la bebida se debía a Okinawa, que él no tenía la culpa de ello; la mujer también consideraba que no podía hacer nada para remediar su aislamiento. Otra mujer neurótica, que también se sentía sola y aislada en Okinawa, se quejaba: «Todos los días voy al club de esposas de suboficiales para entablar alguna amistad, pero no me siento cómoda allí; pienso que a las demás mujeres no les gusto. Algo debe de andar mal en mí; tendría que ser capaz de hacer amigos con mayor facilidad, debería ser más sociable. Quiero saber qué es lo que hay en mí que me hace tan impopular».
Aquella mujer se atribuía toda la responsabilidad de estar sola y creía que ella era la única culpable. En el curso de la terapia se dio cuenta de que era una persona extraordinariamente inteligente y con muchas iniciativas, y de que se sentía incómoda con las mujeres de los otros sargentos, así como con su propio marido, porque era mucho más inteligente y ambiciosa que ellos. Llegó a comprender que su soledad, aunque constituía un problema, no se debía necesariamente a una falta o defecto suyo. Posteriormente se divorció, se dedicó a estudiar mientras educaba a sus hijos, llegó a ser directora de una revista y finalmente se casó con un editor de éxito.
Hasta las fórmulas expresivas de los neuróticos y de los que presentan trastornos de carácter son diferentes. El discurso del neurótico se distingue por expresiones como «debo», «debería», «no debería», lo cual indica que la imagen de sí mismo que se ha forjado es la de una persona inferior, que nunca da la talla y que siempre toma decisiones equivocadas. El discurso de la persona con trastornos del carácter se distingue en cambio por expresiones como «no puedo», «no podría», «he de» y «he tenido que», que nos dan la imagen de una persona que no tiene poder de decisión y cuya conducta está completamente dirigida por fuerzas exteriores que se hallan por entero fuera de su control. Como cabría imaginar, los neuróticos, en comparación con las personas que tienen trastornos del carácter, son fáciles de tratar con psicoterapia porque se responsabilizan de sus dificultades y por lo tanto comprenden que tienen problemas. Quienes presentan trastornos del carácter son mucho más difíciles de tratar, si no imposibles, porque no se ven a sí mismos como fuente de sus problemas; antes bien, consideran que es el mundo y no ellos lo que debe cambiar, de manera que no llegan a reconocer la necesidad del autoanálisis. Muchos individuos padecen ambas alteraciones, neurosis y trastorno del carácter, y por ello el psiquiatra se refiere a ellos como «neuróticos del carácter», con lo cual se indica que en algunos aspectos de la vida los pacientes se sienten extremadamente culpables por haber asumido una responsabilidad que no les correspondía, mientras que en otros aspectos no asumen con realismo la responsabilidad que les corresponde. Afortunadamente, una vez que se les ha enseñado a confiar en el proceso psicoterapéutico, a menudo es posible inducirlos a analizar y corregir su falta de disposición a asumir responsabilidades cuando corresponde hacerlo.
Pocos nos libramos de ser neuróticos o de padecer algún tipo de trastorno del carácter, por lo menos en cierta medida (que es lo que en esencia permite la posibilidad de beneficiarse de la psicoterapia si uno está verdaderamente decidido a participar en el proceso). Esto se debe a que la distinción entre aquello de lo que se es responsable y aquello de lo que no se es responsable en esta vida es uno de los máximos problemas de la existencia humana y nunca llega a resolverse por completo. Durante toda la vida debemos evaluar, una y otra vez, dónde están nuestras responsabilidades en medio del continuo cambio de los a
