Mira por dónde

Fernando Savater

Fragmento

Prólogo: Después de todo

Prólogo

Después de todo

Cuando me paro a contemplar mi estado,

y a ver los pasos por do me han traído,

hallo, según por do anduve perdido,

que a mayor mal pudiera haber llegado.

GARCILASO

En el comienzo... en el comienzo estuvo siempre mi firme propósito de no trabajar. No puedo por menos de reírme frecuentemente cuando admiradores desinformados —valga el pleonasmo— encomian mi capacidad de trabajo y comentan: «¡No sé de dónde sacas tiempo para trabajar tanto!». ¿Cómo aclararles que nunca —bueno, casi nunca, poquísimas veces tristemente inolvidables— he aceptado trabajar y siempre he considerado tal sumisión a la condena de Adán —«amasarás el pan con el sudor de tu frente», menuda guarrada— un indecente fracaso? ¿Cómo precisar que en efecto soy un buen administrador de mi tiempo, concienzudo y nada caprichoso, pero solamente en nombre del difícil arte de evitar el trabajo y no por la pasión de ejercerlo?

Como en tantas otras ocasiones, se trata de un malentendido fundamentalmente terminológico, aunque con implicaciones conceptuales y hasta morales. La doctrina vulgar —difundida maliciosamente por los propagandistas de la inevitabilidad del trabajo— establece que cualquier «actividad» productiva es trabajo, sobre todo si por medio de ella se consigue una remuneración y el imprescindible sustento para cubrir las necesidades de la vida. Mi punto de vista (y me atrevo a creer que el de toda persona con auténtica vocación de libertad y escasa afición a la servidumbre, en la traza de aquel espíritu rebelde que le escupió en la cara su non serviam al mismísimo Trabajoso Hacedor) consiste en distinguir entre la actividad que «hace cosas» y el desempeño propiamente laboral. La diferencia no estriba en cobrar o no cobrar por lo que se hace, sino en hacer cosas para cobrar y hacer cosas cobrando pero que uno haría también sin remuneración, en ocasiones hasta pagando por el privilegio de llevarlas a cabo. El trabajo es una obligación, hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo. Desde luego no soy indolente, ni apático... pero tampoco trabajador.

El problema fundamental de las personas con tantas ocupaciones y proyectos que no tenemos tiempo para trabajar es cómo ganarnos la vida. Salvo una fabulosa herencia o la lotería (el asalto a bancos y la estafa a viudas son por supuesto trabajos como los demás), el único medio es lograr escenificar el trabajo sin practicarlo de veras, o sea lograr que nos paguen por hacer —como si nos costase gran esfuerzo— aquello que haríamos encantados también si no nos pagasen. Se requieren grandes dotes dramáticas, facilidad por ejemplo para rechazar la invitación a un cóctel o a un estreno (que nos seducen tan escasamente como los encantos de la guillotina a María Antonieta) murmurando en tono abrumado: «No puedo ir, tengo mucho trabajo». Sobre todo hay que saber fulminar con una mirada cargada de dolorido desdén al incauto que nos propone la charla que nos encantaría dar o el artículo que rabiamos por escribir pero omite el tema de los honorarios pretextando: «A ti eso no te cuesta nada». ¡Claro que no me cuesta nada! Pero si cedo aquí, haciendo lo que me gusta gratis, terminaré teniendo que cobrar por hacer lo que no me gusta. Y no es plan, francamente. De modo que hay que aprender a fingir que se trabaja mientras se goza, para poder seguir activamente gozando sin trabajar... y sin pasar privaciones, que —digan lo que quieran los ascetas— nunca mejoran a nadie.

Quien es activo pero rebelde al trabajo debe tener tino para seleccionar entre sus juegos favoritos aquel o aquellos que prometen rentabilidad. En este campo, algunos somos desdichadamente bastante limitados: ¡bienaventurados los superdotados para la holganza creadora, como Pavarotti o Picasso! Tras descartar la lectura, la siesta y la afición a las carreras de caballos, pronto me convencí de que a mí sólo me quedaban dos recursos, placenteros pero inciertamente remunerados: hablar y escribir. Inevitablemente, a ellos debía atenerme para conseguir una suficiente prosperidad y lograrla ha sido el único triunfo notable de mi vida, cuyo definitivo refrendo probablemente es la benevolente paciencia con la que el lector ocasional atienda a estas páginas. Ninguna otra hazaña voy a comentarle de aquí en adelante, ni siquiera fechorías más famosas: sólo mi rumia por fin desprejuiciada de un puñado de anécdotas o de querencias. Y por encima de todo, mi único éxito, mi gran triunfo: a diferencia de ti que me lees, yo he logrado arreglármelas bastante bien sin trabajar (o casi). No me guardes rencor y sobre todo no pretendas imitarme si no estás seguro de tus fuerzas o de tu desparpajo...

A mí, precisamente, el ejemplo a contrario de lo que no debía hacer en la vida me lo ofreció una de las personas a las que más he querido, mi padre. Así, rechazando su ejemplo en lugar de seguirlo, también se aprende de quienes amamos... y precisamente así demostramos nuestro amor. Porque amamos la nobleza de lo que no pudieron ser tanto como apreciamos la hermosa dignidad de lo que fueron. Mi padre era notario y vivió rodeado de escrituras y papeles legales que detestaba para sacar adelante a su familia, sacrificando su vocación literaria, incluso poética. Luego hablaré de él. Baste decir ahora que yo le vi durante muchos años abrumado de jaquecas y preso de los aranceles —aunque alegre y animoso—, tirando con rabia diariamente a la papelera los insoportables legajos que luego buscaba por la noche vaciándola sobre la mesa del comedor, porque iba a necesitarlos al día siguiente... y él había aceptado la responsabilidad de pensar siempre en el día siguiente. De pequeños, a mis hermanos y a mí nos gustaba jugar en la oficina de papá, prolongación institucional del hogar, territorio familiar y a la vez intimidatorio, ajeno, público. Esperábamos a que los últimos clientes se hubieran marchado y cuando ya sólo quedaba alguno de los oficiales —todos bonachones y amigos, como «de casa»— practicábamos el escondite bajo las mesas de madera olorosa manchadas de tinta (los muebles metálicos llegaron mucho después) y entre los enormes tomos encuadernados en pergamino amarillo del protocolo, que ahora recuerdo como libros de horas o grimorios medievales. Ese reino encantado de los adultos, maravilloso porque resultaba incomprensible y también porque era el dominio indisputado de mi padre, me resultaba especialmente emocionante como palestra de juegos pero nunca atractivo como futuro destino. Y mi padre nunca hizo nada para tentarme a conquistarlo: «Un día todo esto que ves aquí será tuyo...». No, él sólo se resignaba a los papeles tras haberse enfadado con ellos, nos recomendaba a los traviesos que no tirásemos nada de las mesas y se tomaba un optalidón para su maldita, su eterna jaqueca.

Cuando fui algo mayor puse letra al basso ostinato de mi rechazo laboral. Sin palabras, mi padre me había dado a entender que trabajar en lo que a uno no le gusta (es decir, trabajar cuando a uno lo que le gusta

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos