Una lady en Broadway

Nunila de Mendoza

Fragmento

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Capítulo 1

Querida Katy:

Mandaré esta carta apenas pise tierra. No puedo mentirte, hasta minutos antes de subir al barco, quise desistir de este viaje. Se que tía Violet y tío Ian tienen razón, que debo alejarme, físicamente, para empezar a sanar. Pero no quería dejar Inglaterra. Siento que el dolor es lo único que me queda de ellos, y no es fácil dejarlo también. Recuerdas que, tan solo un par de años antes, no hacía más que hablar de este viaje a Estados Unidos, de llegar a Nueva York, conocer Broadway y convertirme en la actriz que siempre soñé. Que sería la próxima Sarah Bernhardt. Cuan lejanos parecen esos días, como si esos deseos y pensamientos fueran de alguien de mi pasado que apenas conocí. Hoy, en cambio, mientras escribo esta carta a la mitad del océano, pienso en cómo la Gran Guerra cambió nuestras vidas. Viajo rumbo al país que tanto anhelaba conocer, y no tengo ninguna ilusión, solo deseaba por un segundo estar con aquellos que no volveré a ver jamás: el padre estricto y conservador, los hermanos tan posesivos, su férrea negativa a que fuera actriz. Si pudiera retroceder el tiempo, hubiera… No seguiré escribiendo sobre eso. Como dice tía Violet, los «hubiera» no hacen más que partirnos a la mitad: en el pasado que no fue y el futuro que no será. ¡Ay, mi tía!, cuánto la voy a extrañar. A ella, a mi tío, a Bonnie, a todos, y sobre todo a ti. Los Townsend, mi segunda familia; ahora, mi única familia. Jamás alcanzará mi vida, amiga Kathy, para agradecer todo lo que hicieron por mí. Esos meses que me recibieron con tanto amor en tu casa, y rescataron a mi pobre alma de la locura y de la avaricia de aquellos mostros. Cómo tu mamá me acunaba en sus brazos para hacerme dormir. Mi tío y sus sabias palabras, tu dándome de comer en la boca. Los gritos de Amy para que reaccionara. La dulce Alexandra invitándome a vivir en América con su familia. Ustedes, que nos dieron, a mis hermanos y a mí, una infancia muy feliz, me rescataron de la muerte. Gracias.

Espero encariñarme con los Romanov tanto como con ustedes. Aunque solo por cartas, las palabras de tu tía Ivanna fueron muy reconfortantes, y las del señor Alexander, su esposo, que, sin conocerme, me invitara a su casa es propio de personas generosas. Si son amigos de tantos años de ustedes, es que deben de ser buenas personas. Estoy segura de eso.

Sobre qué voy a hacer en esas tierras, he decidido no hacer planes. Cuando llegue allá, veré qué me destina la vida. ¿Sabes que es lo que pregunto a diario, cuando me miro al espejo? Si alguna vez volveré a reír.

Te quiere

Letty

P. D.: Pienso que debes contarles a tus padres lo que pasó con «gatito». Pero es tu decisión, como dices: cuando duela menos… ¿Y si nunca deja de doler, querida amiga?

Iván se presentó en el puerto para recoger a la sobrina de Violet Townsend, que llegaría esa tarde desde Inglaterra. Estaba disgustado, el retraso del barco, el tener que interrumpir sus múltiples obligaciones laborales, el calor de las tardes de julio en Nueva York. Entendía que, al estar su hermano Alexander mal de salud —de nuevo había recaído—, no había a quien pedirle ese favor. Y, como siempre, Ivanna, su cuñada, disponía del tiempo de los demás sin consultar. Iván Romanov caminaba juntando las cejas, pensando que Ivanna, apenas había muerto su suegra, sin consultar, había tomado las riendas de la familia, dando órdenes a diestra y siniestra. «Cada día se parece más a mi mamá. Definitivamente, entre los Romanov, reina el matriarcado».

Mientras veía bajar a las personas del enorme trasatlántico, Iván fijó su mirada en una hermosa pelirroja que llamaba a los pasajeros que tocaban tierra a comer en su restaurant. A voz en cuello, gritaba armando graciosas coplas que invitaban a probar el mejor pescado salado de la isla. Hasta que la pelirroja se fijó en él, e intercambiaron coquetas miradas. «Bueno —pensaba Iván, sonriendo a la pelirroja—, quizás el esperar a la dichosa sobrina no sea una completa pérdida de tiempo». En medio de esos pensamientos, le llamaron la atención los gritos desesperados de una mujer, quien, con un fuerte acento irlandés, insultaba a un pasajero, acusándolo de haberla tocado de manera impropia.

—¡Qué te has creído, cretino! —gritó muy ofuscada.

El bribón, lejos de avergonzarse, se puso a reír descaradamente y comenzó a hacerle gestos obscenos, hasta que Iván se acercó por sus espaldas y, de un solo puño, lo tiró al piso. Luego, pisando la mano del soez muchacho, lo obligó a disculparse con la dama.

Fue una lástima que Letty no viera el contexto, o sea, que el gigante la estaba defendiendo. La pobre había bajado asustada del barco y, al poner un pie en suelo americano, lo primero que vio fue a un gigante rubio de brazos enormes, que aventaba a un joven al suelo, de un solo golpe, para luego pisarlo y gritar improperios totalmente iracundos. Letty giró sobre sus talones. Miraba asustada a un lado y al otro, abrazando con fuerza su bolso de mano. Mientras que personas que bajaban la iban empujando, como una ola, se vio envuelta en un caos de colores, olores y diferentes idiomas que la gente gritaba alrededor suyo. De repente vio que ese gigante se fijaba en ella y, a medida que ella avanzaba entre las personas, él la seguía. Letty, aterrada, comenzó a caminar, alejándose del hombre. Pero mientras más rápido caminaba, el gigante también aceleraba su paso a su encuentro. Hasta que comenzó a correr, y se olvidó de que tenía que recoger su equipaje, de buscar a la persona que tenía que llevarla donde los Romanov, de ubicar un cartel con su nombre. De las recomendaciones que le había dado la señora Ivanna de no alejarse más allá del puerto. Ella solo veía a un gigante que a zancadas trataba de darle alcance. Siguió su marcha frenética. Hasta que sintió que era elevada por los aires desde la cintura, justo en el instante que una carreta pasaba por delante de ella. Cuando vio quién era, quién la había salvado de morir atropellada, comenzó a gritar desesperada:

—¡Suélteme! Por favor, por favor, tengo dinero, por favor, suélteme, le daré todo.

—¿Eres Leticia Garwood? —El gigante, sin dejarla en el suelo, preguntó en un rugido—. Soy Iván Romanov, mi hermano Alexander me envió a recogerte.

Letty, paralizada por el miedo, no hablaba.

—¿Eres Leticia Garwood o no? —Ella solo atinó a mover la cabeza de forma afirmativa—. Si te suelto y te dejo en el piso, ¿no correrás?

Ella, de nuevo, hizo un gesto con la cabeza, negativo, sin poder articular palabra. Él la dejó en el piso con brusquedad. El hombre, del bolsillo de su camisa, sacó una carta que entregó a la asustada muchacha y que esta recibió con manos temblorosas. Además de un arrugado cartel.

—Olvidé desenredarlo —murmuró furioso.

—¿Cómo supo que… que era yo?

—Ivanna me dijo que tendrías un pañuelo rosa en el cuello.

—Oh, lo siento. Yo me a… a… a… asusté porque…

—Vamos por tus cosas, dame los recibos —la interrumpió Iván.

Letty vio al gigante alzar sus pesados baúles como bolsas de aire, y colocarlos sin ninguna delicadeza en la parte posterior del automóvil. El camino a casa fue muy silencioso, él no le dirigió la palabra en todo el trayecto, y ella solo atinó a bajar la cabeza y

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