La casa de Mango Street

Sandra Cisneros

Fragmento

Título

autor
Una casa propia

La jovencita que aparece en esta fotografía soy yo mientras estaba escribiendo La casa en Mango Street. Ella está en su estudio, un cuarto que probablemente había sido el cuarto de algún niño de cuando hubo familias viviendo en este apartamento. No tiene puerta y es apenas un poco más ancho que la alacena. Pero tiene una luz maravillosa y se encuentra encima de la entrada del primer piso, así que ella puede oír cuando entran y salen los vecinos. Está posando como si justo hubiera levantado la vista de su trabajo por un instante, pero en la vida real nunca escribe en este estudio. Escribe en la cocina, el único cuarto con calentador.

Es el Chicago de 1980, en el barrio de Bucktown todavía bastante amolado antes de ser descubierto por gente de dinero. La jovencita vive en el número 1814 de la calle North Paulina, exterior, segundo piso. Nelson Algren vagó alguna vez por estas calles. Los dominios de Saul Bellow se extendían por Division Street, a un paso de aquí. Es un barrio que apesta a cerveza y meados, a salchicha y frijoles.

La jovencita llena su “estudio” de cosas que acarrea de Maxwell, el mercado de las pulgas. Antiguas máquinas de escribir, bloques de madera, helechos, libreros, figuritas de cerámica japonesas, canastas, jaulas, fotos pintadas a mano. Cosas que le agrada contemplar. Es importante tener este espacio donde poder mirar y pensar. Cuando ella vivía en la casa de sus padres, las cosas que miraba la regañaban y la hacían sentirse triste y deprimida. Le decían: “Lávame”. Le decían: “Floja”. Le decían: “Deberías”. Pero las cosas de su estudio son mágicas y la incitan al juego. La llenan de luz. Es el cuarto donde puede estar en paz y en silencio y escuchar las voces que lleva dentro. Le gusta estar a solas durante el día.

De niña, soñaba con tener una casa silenciosa, para ella sola, de la misma manera que otras mujeres sueñan con el día de su boda. En lugar de coleccionar encaje y ropa de cama para el ajuar de novia, la jovencita compra cosas viejas en las tiendas de segunda mano que quedan sobre la asquerosa Milwaukee Avenue para su futura casa: colchas desteñidas, floreros rajados, platillos desportillados, lámparas que claman atención y cuidados.

La jovencita regresó a Chicago después de terminar la maestría y se mudó de nuevo a la casa paterna, al número 1754 de la calle North Keeler, de vuelta a su cuarto de niña con su camita individual y su papel tapiz de flores. Tenía veintitrés años y medio. Se armó de valor y le dijo a su padre que quería vivir sola otra vez, como lo había hecho cuando se fue a estudiar fuera. Él la miró con esos ojos de gallo antes de atacar, pero ella no se asustó. Ya conocía esa mirada y sabía que él era inofensivo. Ella era su consentida, así que solo era cuestión de esperar.

La hija alegaba que le habían enseñado que un escritor requiere quietud, privacidad y largos períodos de soledad para pensar. El padre decidió que tantos años de universidad y tantos amigos gringos la habían echado a perder. De alguna manera él tenía la razón. De alguna manera ella tenía la razón. Cuando piensa en el idioma de su padre, sabe que los hijos y las hijas no abandonan la casa paterna hasta que se casan. Cuando piensa en inglés, sabe que debió haber vivido por su cuenta desde los dieciocho. Por un tiempo, el padre y la hija llegan a una tregua.

Ella accede a mudarse al sótano de un edificio donde vivían el mayor de sus seis hermanos y su esposa, en el número 4832 de la calle West Homer. Pero después de varios meses, cuando el hermano mayor que vivía arriba resultó ser un Big Brother, ella se subió a su bicicleta y anduvo por el barrio de su época de secundaria hasta que descubrió un apartamento con las paredes recién pintadas y cinta de enmascarar en las ventanas. Luego, tocó en la tienda de abajo. Así convenció al dueño de que iba a ser la nueva inquilina.

Su padre no puede comprender por qué ella quiere vivir en un edificio de cien años con ventanales por los que se cuela el frío. Ella sabe que su apartamento está limpio, pero que el pasillo está rayado y da miedo, aunque ella y la mujer del piso de arriba se turnan para trapearlo con regularidad. El pasillo necesita una mano de pintura, pero eso no es algo que ellas puedan remediar. Cuando el padre viene de visita, sube las escaleras refunfuñando con disgusto. Adentro, él mira los libros de ella organizados en huacales, el futón en el piso de una recámara sin puerta y susurra: “Hippie”, de la misma manera en que mira a los vagos del barrio y dice: “Drogas”. Cuando ve el calentador en la cocina, sacude la cabeza y suspira: “¿Para qué trabajé tan duro para comprar una casa con calefacción, para que ella viva de esta manera?”.

Cuando está a solas, saborea su apartamento de techos altos y ventanas por las que se cuela el cielo, la alfombra nueva y las paredes blancas como una cuartilla, la alacena con sus repisas vacías, el cuarto sin puerta, el estudio con su máquina de escribir y los ventanales de la sala con vista a la calle, a los techos, a los árboles y al tráfico vertiginoso de la Kennedy Expressway.

Entre su edificio y la pared de ladrillo de junto hay un jardín bien cuidado, a un nivel más bajo. Los únicos que entran al jardín son una familia que habla como guitarras, una familia de acento sureño. Al atardecer se aparecen con un mono en una jaula y se sientan en una banca verde y conversan y ríen. Ella los espía detrás de las cortinas de su cuarto y se pregunta dónde habrán conseguido el mono.

Su padre la llama cada semana para decirle: “Mija, ¿cuándo regresas a casa?”. ¿Qué dice su madre al respecto? Se lleva las manos a la cintura y dice orgullosa: “Salió a mí”. Cuando el padre está en el cuarto, la madre se encoje de hombros y dice: “¿Qué quieres que haga?”. La madre no pone objeciones. Sabe lo que significa vivir una vida llena de arrepentimientos y no le desea esa vida a su hija. Ella siempre apoyó los proyectos de su hija, siempre y cuando asistiera a la escuela. Aquella madre que pintaba las paredes de sus casas de Chicago de los colores de las flores; la que sembraba tomates y rosas en el jardín; cantaba arias; practicaba solos en la batería de su hijo; se ponía a bailar con los de Soul Train; pegaba carteles de viaje en su cocina con miel Karo; llevaba a sus hijos semanalmente a la biblioteca, a conciertos públicos, a museos; llevaba una insignia en la solapa que decía “Alimentar al pueblo, no al Pentágono”; la que nunca pasó del noveno grado. Esa madre. Ella le da un ligero codazo a su hija y le dice: “Good lucky que estudiaste”.

El padre quiere que su hija sea una meteoróloga de las que aparecen en televisión o que se case y tenga hijos. Ella no quiere ser la chica del pronóstico del tiempo. Tampoco quiere casarse, ni tener hijos. Todavía no. Quizá después, pero hay tantas otras cosas en la vida que tiene que hacer primero. Viajar. Aprender a bailar tango. Public

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