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Cambio de palabras

César Hildebrandt

Fragmento

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Índice

Portadilla

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Víctor Raúl Haya de la Torre (3 de marzo de 1971) Caretas 431

Jorge del Prado (17 de abril de 1972) Caretas 455

Alfredo Bryce Echenique (24 de julio de 1972) Caretas 461

Julio Cortázar (6 de febrero de 1973) Caretas 472

Aníbal Quijano (25 de febrero de 1973) Caretas 473

Juan Velasco Alvarado (3 de enero de 1977) Caretas 512

Luis Miró Quesada de la Guerra (17 de febrero de 1977) Caretas 513

Héctor Cornejo Chávez (9 de junio de 1977) Caretas 520

Pedro Beltrán Espantoso (6 de abril de 1978) Caretas 538

Jorge Luis Borges (19 de diciembre de 1978) Caretas 551

Armando Villanueva (30 de julio de 1979) Caretas 563

Andrés Townsend Ezcurra (17 de setiembre de 1979) Caretas 570

Julio Cotler (24 de setiembre de 1979) Caretas 571

Enrique Chirinos Soto (16 de octubre de 1979) Caretas 573

Hugo Blanco Galdós (5 de noviembre de 1979) Caretas 576

Alfonso Barrantes Lingán (11 de febrero de 1980) Caretas 587

Luis Alberto Sánchez (18 de febrero de 1980) Caretas 588

Leonidas Rodríguez Figueroa (3 de marzo de 1980) Caretas 590

Juan Gonzalo Rose (10 de marzo de 1980) Caretas 591

Fernando Belaunde Terry (17 de marzo de 1980) Caretas 592

Manuel Scorza (31 de marzo de 1980) Caretas 594

Pablo Macera (5 de mayo de 1980) Caretas 598

Luis Bedoya Reyes (16 de junio de 1980) Caretas 603

Javier Valle Riestra (10 de noviembre de 1982) Expreso

Mario Vargas Llosa (15 y 16 de noviembre de 1992) Diariouno

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Sobre el autor

Créditos

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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

«...las máscaras podridas

que dividen al hombre de los hombres

al hombre de sí mismo».

Octavio Paz

Diez años atrás, instigado por Enrique Zileri, acepté iniciar la aventura de las entrevistas. Tenía 23 años y no sabía siquiera si el periodismo iba a ser para mí un destino o una maldición —al final, y de algún modo, ha sido ambas cosas—.

Había empezado años atrás escribiendo unos «sesudos» artículos sobre Julio Cortázar, que aparecieron, gracias a la buena voluntad de Manuel D’Ornellas, en la página editorial de Expreso. Por ahí los tengo y a veces los releo: qué lozano y enfático puede ser un muchacho para quien el mundo es un reflejo de los libros. Cuando miro atrás me doy cuenta de que, al revés de muchas personas a las que simplemente envidio, mi itinerario ha consistido en aprender a balbucear y en deshacerme de la mayor parte de mis certidumbres.

Era 1971 y mi idolatría por Cortázar había cedido ante el amor que me inspiraban las viejas varicosas y los solares cayéndose de Donoso. Lo que quiero decir es que mi mundo era el de un fanático lector de ficción, hábito que empezó con la postración de una hepatitis, a los 11 años, que se acrecentó hasta el delirio cuando descubrí que la recitación de ciertos pasajes de La náusea me hacía terrorífico e importante y que me convirtió con el tiempo en un idiota con cara de haber perdido el último ómnibus e ínfulas de no necesitar a nadie. La literatura era —y es, felizmente— mi mayor placer y la política me inspiraba poco menos que asco. Había rozado sus babas en un congreso universitario realizado en La Cantuta en 1967, al que había acudido con libros para debatir y mociones que proponer. La mayoría, en cambio, llevó palos, manoplas y revólveres, y hubo dos muertos en una noche de violencia entre facciones. Fue ahí donde conocí al que sería, años después, mi primer y simbólico entrevistado: Arturo Pacheco Girón, el jefe de las brigadas juveniles de choque del APRA, un matón portentoso que disolvía mítines a pulso y combatía a los comunistas con perros rabiosos y bazucas hechas de tubo de desagüe.

Una tarde de aquel 1971, en mi cubículo de Caretas —una ratonera de triplay donde permanecía feliz diez horas diarias— me propuse abordar periodísticamente a Pacheco. Había hecho una carrera fácil en la revista de Doris Gibson y con el sueldo duplicado en apenas tres meses y la promesa de un porvenir brillante quería probarlo todo. Debía, entonces, hacer una entrevista, pero tal como me la había imaginado siempre: la revelación de ese montón de secretos que, al decir de Malraux, es cualquier hombre. Me fascinaba la posibilidad de hallar la clave psicológica en ese hombre que había hecho de la violencia una ceremonia consuetudinaria y que acababa de embestir un recital poético del grupo Hora Zero gritando: «Estos no son versos de verdad, carajo». Claro que no todo había quedado en ese fulminante juicio literario. Pacheco había saltado al estrado del teatro de la Universidad Villarreal y había echado a los aedos al foso de la orquesta.

La entrevista fue —ahora ya no sé si fatalmente— un éxito y ahí estaba recostado sobre mi máquina escuchando las felicitaciones de Enrique Zileri mientras pensaba que todo aquello no me había costado ningún esfuerzo serio. Lo único que había necesitado era tontear —tarea que procuro realizar deliberadamente— y adoptar un gesto neutro ante cada bárbara revelación del tal Pacheco. ¡Y lo había dicho todo! Zileri reafirmó: «Tienes que seguir: la entrevista es tu género». Como se ve, acepté su consejo. Algunas semanas después obtuve una entrevista con Víctor Raúl Haya de la Torre. Había dado el salto con violencia: de los arrabales al centro mismo de la política peruana. A partir de ahí mi trabajo consistiría habitualmente en un ritual: dos personas se sientan frente a frente, se miran con recelo; una de ellas esparce sobre la mesa un juego de recortes periodísticos: el pasado de la otra; esta trata de leer al revés algunos titulares, de adivinar por dónde empezará y cómo habrá de terminar este juego sangriento.

Temí acudir solo donde Haya. Las cosas se arreglaron cuando César Lévano, una de las personas que más respeto me merece en este país, aceptó concurrir. Fue la primera y la única vez que hice una entrevista al alimón. Al terminar, había perdido, y para siempre, el miedo: los colosos podían temblar y a partir de ahora los enfrentaría a solas.

Haya había golpeado la mesita de centro de su gabinete privado en Vitarte cuando le insistí en aquello de la coalición con el partido de Manuel Odría. «Así no podemos seguir hablando», dijo estentóreo. Miré a Lévano confundido y este lanzó el salvavidas: una pregunta premeditadamente amable sobre la relación entre apristas y anarquistas. Callé unos minutos y volví a la carga. Inútil. Aprendía rápido: los políticos, inclusive los grandes, tienen generalmente egos enormes como bubas, son incapaces de criticarse en serio, mienten. El problema es, para emplear la terrible frase de Sartre, que tienen el chancro del poder. Hay que golpearlos muy duro para recabar de ellos un retazo de verdad o la admisión de una culpa. Si se les pregunta de qué error se arrepienten, dirán: «Creo que en tal situación fui demasiado tolerante». Solo uno, el actual presidente de la República, fue brutalmente claro: «Quizá mi más grande error haya sido concederle esta entrevista...». Desde luego que se trataba de una claridad por lo menos autocomplaciente.

Ese encuentro con Haya de la Torre marcó mi vida profesional. De entrevistador pasé a ser innominado fiscal. Y me sorprendía con qué resignación nuestros políticos aceptaban tan feroz examen. Después me di cuenta de que así los ayudaba: reconstruían su pasado, lo enfrentaban astutamente, se libraban en parte de él. Así que yo era verdugo y psiquiatra a la vez.

A veces me hartaba. La mayor parte de los políticos conservan muy poco de sí mismos, son su propia impostura. Cada palabra que dicen, cada silencio que administran, son parte del mismo cálculo: esconderse. Yo trataba de echar abajo los biombos y solo a veces lo lograba. Lo demás era el registro de la huida.

El problema era que a ratos todo se reducía a un duelo de ingenios. Mientras más agresividad, menos verdades. Comprendí que debía combinar la zanahoria y el garrote y buscando seres humanos —no íconos, no roles— incorporé preguntas cada vez más personales. Entendí también que un acoso de varias horas podía ser más eficaz que un diálogo breve y que jamás debía merecer una rectificación: todo lo que aquí está transcrito se dijo exactamente tal como figura.

De más está decir que este método reivindica a la grabadora. Es cierto que ella no garantiza la honestidad —ahí están, como ejemplo, las groseras manipulaciones de Oriana Fallaci con sus entrevistas—, pero la buena fe es inejecutable sin ella. De aquellas entrevistas llenas de humos y digresiones literarias que cultivaba nuestro periodismo de los años 20 a las versiones puntuales y despiadadas que el magnetófono permite hoy, trascurre un lapso importante en el que la prensa dejó de pertenecer a los suburbios de la literatura.

La grabadora atrapa, fatalmente, solo los sonidos, no las furias. Recuerdo a Manuel Scorza paseándose como una fiera a mi alrededor, contestando a gritos mis provocaciones, señalándome con el dedo mientras me decía que a él no le importaba que yo no lo estimara intelectualmente. O a Pedro Beltrán hurgándose la nariz y mirándome con odio mientras me decía: «¿Usted cree que yo voy a aceptar eso solo porque usted lo dice?». O a Enrique Chirinos Soto terminando un tumbador «Chirinos-sour» —pisco, con yema de huevo y jugo de naranja— mientras yo le leía sus editoriales de los años 60. O a Leonidas Rodríguez, pálido como un papel, mientras le hacía escuchar la voz grabada del difunto general Velasco. En fin, escenas como estas me obligaron a incorporar, entre paréntesis, pinceladas descriptivas.

¿Por qué ejercí con tanto gusto y dedicación esta tácita fiscalía? Desde luego, no lo sé y autorizo toda especulación al respecto. Lo que puedo decir es que este papel parecía necesario y, al parecer, me fue simplemente encomendado. Lo cumplí con pasión y lo he empezado a dejar sin lástima. No me dio jamás riquezas —a las que no aspiro— sino una aproximación especial a nuestra política y a nuestra intelligentsia. De este contacto han nacido mis más lúcidos desencantos y mis más tercas esperanzas. A pesar de todo, creo que avanzamos. A pesar de todo, no he perdido mi fe en el socialismo. Lo quiero libre como lo imaginaron sus padres y no como lo desfiguraron sus traidores.

Buena parte del Perú contemporáneo está retratado en estas páginas. Las únicas omisiones que de veras lamento las representan Jorge Basadre —que a pesar de nuestra buena relación siempre temió concederme una entrevista— y Mario Vargas Llosa, a quien le hice tres, perfectamente insatisfactorias; ninguna de ellas sobrevivió al criterio selectivo que quise que prevaleciera en este libro.

Si alguien me preguntara por aquellas entrevistas que mejor recuerdo no vacilaría en mencionar, aparte de la de Jorge Luis Borges, las de Juan Gonzalo Rose y Pablo Macera. No son precisamente polémicas sino cómplices y es sintomático que las aprecie quien, como yo, se hizo notorio en la reyerta y el cambio de palabras. Será porque en ellas un poeta reconocido y un historiador de renombre confiesan a borbotones su fracaso existencial, se transparentan con tanto coraje como impudicia, se sumergen en sus orígenes y por ello nos devuelven a los nuestros. Y todo lo que dicen tiene ese espesor irrenunciable de la verdad y ese sonido opaco de la revelación. Verdad, revelación: laico milagro de una buena entrevista.

Lima, agosto de 1981

César Hildebrandt

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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La vida ha pasado como una flecha buscando su blanco. Terminará sin dar con él, desde luego. Pero en todos estos años transcurridos me reafirmo en la convicción de que la entrevista y la crónica son los dos géneros-madre del periodismo.

La crónica escudriña la realidad y la entrevista aguaita a las personas, pero en ambas lo que prevalece es una mirada, una voluntad, un carácter que, en la crónica, mira las cosas y, en la entrevista, habla con quien cree que puede decir algo.

No hay crónica ni entrevista sin una visión del mundo previa. Por eso quizá los editores de prensa encargan tanto las entrevistas como las crónicas a quienes ven por encima de la grisura y el promedio.

¿Será por eso que hay tan poca entrevista y es tan escasa la crónica en la prensa peruana de estos días? ¿Será que la grisura está ganando la batalla y que el prestigio de la ignorancia brilla ahora más que nunca? ¿Será que el promedio de los periodistas ha llegado a ser lo que los magnates de la prensa soñaron siempre (una mezcla de lasitud mental, entusiasmo automático y poquedad de horizontes)?

No tengo una respuesta cabal y no tenerla de pronto es un alivio. No conozco las causas pero me conmueven los efectos. Lo que quiero decir es que en estos años he visto, como en cámara lenta, la demolición de los grandes sueños de la prensa peruana —esos que a comienzos de los 80, cuando se publicó la primera edición de este libro, parecían asegurados—.

¿Cuáles eran esos sueños? Los de una prensa en la que se alistara la inteligencia, se batallara por los ofendidos, se amara el idioma tanto como la verdad y se considerara indigno servir a la causa impropia del dinero.

Dejando a un lado las notabilísimas excepciones que son más o menos públicas, he visto en estos años de estampida cómo los periodistas iban bajando las escaleras hasta llegar al sótano de neón y sueldos mínimos donde reciben órdenes, ven mutilados sus textos y desfigurados sus sentires, y construyen el espejismo que los propietarios del logotipo y las imprentas venden por algunos céntimos como sucedáneo de la realidad.

La prensa peruana es en estos días un homenaje a la derrota de aquellos ideales que alguna vez la hicieron importante. Es también, muchas veces, una contribución decisiva a los anales de la vulgaridad. Es la prensa que soñó Esparza Zañartu —profeta armado—, y la que leería con agrado, si pudiese entender sus germanías, la mismísima Perricholi. Es la prensa, en suma, que un fascista y una buscona aplaudirían murmurándola.

¿Y las entrevistas? Bueno, volvieron a colgar de los balcones. Y no vuelan como las golondrinas sino que zumban como las moscas. Enfermaron en la prensa escrita cuando se prohibió la disidencia y se impuso el club «de las fuerzas vivas», o sea ese estilo invertebrado de preguntarle al rico por qué es tan necesario y al pobre por qué protesta en la calle.

La televisión hizo con las entrevistas lo que los lobos hacen con los corderos. Lo que quiere decir que a Alfonso Tealdo hoy no le darían trabajo en esa caja imbécil donde parpadean tongos de todos los colores y exhibicionistas que son libres para decir lo que quieran con tal de que no tengan el propósito de decir la verdad.

¿Y las crónicas? Las últimas dignas de llamarse así las escribió hace pocos años, en El Comercio, Julio Villanueva Chang. Pero Villanueva Chang huyó de la prensa de masas y se refugió en un experimento tan brillante como minoritario. Y como él, los mejores se han ido yendo y las redacciones se han llenado de espectros obedientes.

A pesar de lo dicho, no soy un pesimista convencido. Quiero creer que en un futuro nada remoto será posible, aprovechando el abaratamiento de las tecnologías de impresión y el uso masivo de papel reciclado o de soportes electrónicos que harán las veces de papel, que la prensa secuestrada por sus patrones sea recuperada para los periodistas.

No seré testigo de ese renacimiento pero me complace la sola idea de imaginármelo. En esa prensa de mañana, entonces, la opinión pública volverá a ser servida y la competencia será entre hombres y mujeres veraces y las entrevistas recobrarán el tono bravío aunque respetuoso que alguna vez tuvieron y las crónicas no serán una manera de odiar la sintaxis y mearse en l

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