1999
“Quédese, gobernador, hágase amigo”, dijo el presidente Omar Masud al gobernador que le resultaba insoportable.
De casualidad, Iván Smirak se encontraba en la residencia de Olivos. El ministro Levy Simón se lo había olvidado.
Pero Omar era un adicto a la cortesía y nada tenía para hacer. La lluvia amagaba, la mañana contenía nubes espesas, no era el clima apropiado para el golf.
“Si quiere habitar esta casa va a tener que esperar un par de años. Aunque le disguste, en tres meses va a ocupar la residencia un radical. Cárcova Güiraldes. Ya es imposible evitarlo. Pero si camina el país y tiene suerte, en un par de años podrá pertenecerle”.
Rol jactancioso de visionario profético. Correspondía históricamente al liderazgo peronista. Tendencia vocacional hacia el esoterismo.
Iván tampoco lo quería a Omar. Lo contemplaba ahora con ambiguo desconcierto. Como si lo midiera. Pero conocía sus medidas de memoria.
Peronista pragmático sin escrúpulos ideológicos. Dispuesto a hacer lo que fuera para mantener el poder que había conquistado. Y se le acababa.
Omar e Iván se tenían las costillas contadas.
Para Omar, el gobernador era un vivo. Otro desesperado turrito en ascenso. Bastaba con mirarlo para darse cuenta. La sed de poder lo desbordaba.
El croata Iván estaba secretamente encantado por estar en Olivos con el árabe Omar, sin rigor apodado “El Turco”. O El Califa, según Lito Altamirano.
Iván sentía por Omar una repudiable admiración, complementada con el simultáneo desprecio. Resistía la reconocida noción del carisma. Tampoco se sentía cautivado por su simpatía. Y siempre le parecía que Omar lo sobraba. Que fingía tomarlo en serio.
Dos políticos ambiciosamente peronistas que tenían en común el complejo inicial del provinciano. Aunque se subestimaban como si fueran porteños.
Omar había llegado hasta la residencia de Olivos desde Vinchina, un pueblo concebible de La Rioja, tan pintoresco como melancólico.
Hasta los opositores internos conservaban alguna fotografía de ocasión con el popular Omar Masud. Tal vez con los dedos en V de la victoria. Mientras Iván era un peronista olímpicamente desconocido en la capital. Lo identificaban por ser el esposo de la senadora Soraya Gutiérrez.
Procedía de Puerto San Julián, Santa Cruz. Un recodo para tarjeta postal de la Patagonia. Pretendía también llegar a lo más alto. Desde San Julián —su Vinchina— parecía un delirio. Porque el poder estaba escriturado para los porteños. De la provincia de Buenos Aires o su prolongación, la capital, desde donde se contemplaba el país de los malos finales.
La Argentina desaprovechada. La patria desperdiciada a la que habían arribado los padres extintos de Omar y de Iván.
Desde Daraa, en las polvaredas de Siria, llegó primero don Saúl Masud, vendedor de lo que fuera. En dos años mandó a buscarla a Yashira.
Desde los alrededores de Rijeka —villa portuaria de Croacia— arribaron juntos Brigita y Mirko, el nacionalista que llegaba en búsqueda de una nación.
Cada vez que el presidente Masud llegaba a Río Gallegos el gobernador Smirak lo colmaba de homenajes. Lo elogiaba en exceso. Era casi empalagoso. Mentía con idoneidad profesional. Y la senadora Soraya de Smirak aplaudía las palabras laudatorias del marido. Pero le costaba mirarlo de frente a Omar. Ideológicamente lo detestaba. Se esmeraba en simularlo.
En la interna legendaria del peronismo en 1988, entre Tony Sanardi y Masud, cuando Soraya era diputada provincial había “jugado” para Masud. Mientras Iván, intendente de Río Gallegos —y jefe político de Soraya— había “jugado” para Sanardi. Los veloces Smirak ya sabían repartir la hacienda.
Pero desde la presidencia Omar hizo exactamente lo contrario de lo que esperaba Soraya. Y que Omar había prometido. Derivaciones de la militancia juvenil en la Tendencia Revolucionaria. Remitía a Villa Elisa, a la Universidad en La Plata. Cuando Soraya leía la biblia del Descamisado, a Hernández Arregui, Cooke o Abelardo Ramos y apostaba por la difusa “Patria Socialista”. Destino gloriosamente final que debía alcanzarse a través del instrumento plebeyo del peronismo. Atajo pequeñoburgués, mero canal. Y Omar —para Soraya— había utilizado también el atajo del peronismo, pero para alcanzar otro objetivo. El instrumento plebeyo servía para consolidar las bases vulgares del capitalismo. Sistema único que Soraya solía degradar con la estampilla de neoliberal.
Rondaba Soraya los 40 años cuando podía disfrutar de las transformaciones impulsadas por Masud, aunque las impugnaba con rigor.
La senadora manifestaba con frecuencia críticas hacia Masud cuando formaba parte del inventario de los canales de cable. Como Política y Economía, la señal que transmitía desde la calle Cangallo, proximidad de la Plaza Once.
La esquiva senadora, junto al ansioso gobernador, aguardaban al pie de la escalera, cuando el presidente Masud bajaba del Tango. Celebraban a la comitiva con una bienvenida memorable. Militantes con bombos desafiaban el viento frío del aeropuerto. Vivaban a Masud. Se mezclaban opositores internos de Smirak.
Habituado a los agasajos, a las ponderaciones rutinarias, Omar se daba cuenta de que Iván contemplaba con envidia la magnificencia del Tango. Como si mentalmente se prometiera que el avión iba a trasladarlo pronto. En condición de jefe.
Detrás de Omar bajaba, inalterablemente, Reinaldo Aguinaga. Eterno basquetbolista, atlético y moreno, secretario de amplio espectro. Siempre cerca de la sombra de Omar. Descendía también el enigmático Alfredo Kornblit, intrigante secretario general de la presidencia. Canciller paralelo y clandestino, encargado de las misiones especiales que solían fastidiar a Iñigo Cañones, el refinado canciller real.
Kornblit le caía de maravillas a Iván. Lo prefería a Kornblit y nunca al Flaco Ricardo Winston. Lugartenientes que se disputaban la hegemonía en el masudismo, la atención de Masud.
“El ruso Kornblit es un masudista distinto, un rosarino rápido, de cuidarse. Es entrador y siempre está dispuesto con buena onda a hacer favores. Y a pedirlos también”.
Así se lo describió Iván a Soraya. Ella lo consideraba “un funcionario oscuro, misterioso”.
“Kornblit se encarga de hacerle los mandados más complejos al Turco”.
Pero la terrible Soraya desconfiaba de todos los masudistas. Desconfiaba también de los funcionarios más leales que rodeaban a su marido. Prefería —decía— no saber.
“A Soraya le gusta gastarla, no le gusta saber cómo se la junta”, decía Peñalba, el futuro embajador. Peronista atorrante de Entre Ríos, instalado desde hacía diez años en Río Gallegos. Conocía en detalle los fundamentos espirituales de la obra pública. “El desarrollo urbano y la vivienda”, el IDUV, territorio del porteño Filomeno, y de Gomecito, el tucumano que dependía nominalmente de Filomeno, pero mantenía línea directa con Iván.
1992
Los viajes de Omar a Santa Cruz resultaban más productivos para los Smirak cuando era de la partida Domingo Espelucín, el hiperactivo ministro de Economía que siempre lo ayudaba a Iván. Le atendía con generosidad hasta los delirantes planteos económicos. Porque lo consideraba el gobernador ideal. Cumplía con sus lineamientos.
“Smirak es medido con los gastos y no genera nunca deudas por su cuenta”, comentaba Espelucín y Omar entonces lo aprobaba.
Para Espelucín resultaba imposible rescatar a la Argentina del precipicio eterno si no se les cortaba “el chorro” a los gobernadores que se endeudaban y dejaban las provincias siempre al borde de la quiebra. Total, reclamaban luego ayuda a la nación, que debía estar a merced. Por cuestiones políticas la nación siempre debía hacerse cargo.
“La nación, en la Argentina, o el Estado, es Mongo. Como decir: paga Mongo. No paga nadie, a endeudarse a la bartola, todo es joda”.
Por tomarse con seriedad su ministerio Espelucín solía amargarse. Vivía en plena tensión, los peronistas lo enloquecían y ya se había resignado a no entenderlos. No podían pagar los salarios, pero siempre por malditas cuestiones políticas le incorporaban empleados de más.
Iván la instruía a Soraya.
“Con el gordo Espelucín no jodás. No le discutas ni le pegues bajo la línea de flotación, con él tenemos que andar siempre bien”.
Soraya distinguía selectivamente los comentarios de las órdenes del “jefe político”.
“Al Turco raspalo un poco si querés, es del oficio y entiende, pero con Espelucín hay que arreglar, darle bola, con él no quiero quilombos”.
Soraya cumplía con el protocolo y con el juego de cintura del marido. Pero se jactaba de conocer de sobra a los protagonistas mejor que Iván. Dureza con Masud y cortesía profesional con Espelucín. Correspondía a una militante encuadrada, dirigente disciplinada, parte sustancial del esmiraquismo como proyecto colectivo.
Iván sentía que Omar lo sobraba. Pero el presidente no estaba en condiciones de sobrar a nadie. En tres meses lo aguardaba el llano. La superioridad se le acababa. El poder ya era un plazo fijo. Lo tenía recortado.
“En el peronismo el llano es peor que la traición”.
Sentencia ingeniosa del Tuerto Simonetti transformada en lugar común. Pensador que todos creían mendocino. Reportaba al Cartel de Mendoza. Banda devastadora que había copado gran parte del masudismo. La encabezaba el Flaco Ricardo Winston, junto al Gordo Orestes Draghi, abogado civilista que dibujaba los presupuestos creativamente sofisticados. Diseñador de estrategias contables. Inapelables. Discípulos que siguieron los caminos abiertos en el inicio de la democracia por el poderoso Jorge Agostinelli. Político velocista que culminó su trayectoria como empresario acaudalado. Constaba que a los 30 años Agostinelli se planteaba la duda existencial.
“¿Ser presidente o ser millonario?”.
Para presidente no tenía tenacidad.
El sobrador Omar se iba hacia la nada del llano. Y el sobrado Iván tenía la reelección asegurada como gobernador por cuatro años. Miraba desde la seguridad que solía brindar la sensación de permanencia. Cuatro años más de poder provincial. Lapso útil que planificaba aprovechar para proyectarse en la nación. Financiado por la propia actividad. Sin depender de nadie. Solo los aficionados necesitaban dinero para lanzarse. Los profesionales sabían que el crecimiento en el oficio debía ser financiado por la gestión.
Es el origen de los riesgos que aseguran la oquedad del llano. Desengancharse de la cadena. Quedarse afuera. A merced de los traidores y de los ingratos. Los que culpan en defensa propia. Los que para salvarse sepultan al jefe anterior.
Un auténtico profesional del poder sabía financiarse. Y de paso, discretamente enriquecerse. Hacía dinero para que lo respetaran. Dinero como medio, nunca como fin. Desafío que debe superar cualquier concejal que se inicia en el oficio.
Iván fingía interesarse en el presidente que lo sobraba. Estadista simpático y oportuno, copia pintoresca de los caudillos provinciales que admiraba de verdad. Sin los berretines peronistas del ocultismo que había patentado Ignacio Funes Zabala. Aquel Rasputín de utilería que se le había anexado al único brujo real. Perón.
La historia oficial indica que Funes Zabala se le había prendido al General por culpa de Estela Frutos, su última esposa y primera presidenta de la Argentina. Categoría que Soraya nunca iba a reconocer. La primera presidenta debía ser ella.
Aquel Rasputín elemental había practicado severas brujerías en la misma residencia donde ahora Omar trataba de gastarlo a Iván. En la etapa agónica del segundo mandato. El último.
“Tómese algo, gobernador, al menos tome una determinación”, dijo Omar. “Se cuenta que suele darle con hidalguía al scotch. Pero a esta hora, al filo de mi desocupación, puedo ofrecerle apenas un mate cocido, o té de jengibre, jugo de naranja”.
Al gobernador Smirak se le grabaría la imagen del presidente Masud en la mañana nublada de primavera, durante aquel viernes vulgar. Ambiente denso de despedida.
Habían sido diez años. “Suficientes, excesivos”, hubiera querido decirle Iván. Tal vez se lo iba a decir más tarde.
Diez años ideales para entregarse a la inmortalidad. Con la solemnidad ridícula del que se sentía seguro de figurar en la historia.
Omar se había resignado. Debía irse. La epopeya concluía. Nunca más iba a volver. Lo intentaría en 2003. Justamente cuando había caído en la trampera preparada por Alejo Utrera, que frontalmente se vengaba.
Paulatinamente Utrera había logrado que Omar ingresara en la trampa del camino sin retorno. Como si se tratara de un político inexperto.
Con perversidad, Utrera lo había calculado minuciosamente.
Demasiada campaña compartida. Como la de 1988, cuando la fórmula Masud-Utrera había vencido en la interna peronista a la dupla del Tony Sanardi con Cristóbal Zanettini.
Antesala intensa de la campaña por la presidencia de 1989. Una cruzada menor contra los radicales. Llamativamente, durante las campañas, Masud lo toleraba a Utrera. Y a veces hasta lo divertía. Nunca tomaba en serio los intentos de pactar.
“Un ciclo para cada uno”, proponía Utrera.
“Sí, Alejito, como quieras”.
Utrera pretendía ser aceptado por la farándula masudista. Se esmeraba en complacerlos. Incluso para entretenerlos, durante un feriado, en la residencia del gobernador de La Rioja, Utrera bailó con una damajuana en la cabeza. Hacía equilibrio mientras la banda de masudistas coreaba “Bravo, Alejo Campeón”.
Pero la imagen de Utrera, con la damajuana en la cabeza, iba a aparecer en la portada del semanario Fuimos. Fue el festival de la inmolación. Hasta su esposa, la dulce Betty de Utrera, que tenía ambiciones de ser “primera dama”, le protestó.
“Te toman siempre por estúpido, Alejo, no te das cuenta”.
Pero la Betty de Utrera se apiadó bruscamente del marido humillado.
“Esto te pasa siempre por ser tan buen tipo, por dar siempre más de lo que te dan, por creer que los masudistas te quieren, que te respetan, pero se burlan de vos, te usan, si fuiste el compañero solidario que les puso la organización en Buenos Aires. Sin Alejo Utrera el masudismo no llegaba ni al Dock Sud”.
1955 - 1976
El periplo mitológico se inicia en 1955. El derrocamiento de Juan Domingo Perón marca el inicio del insumo movilizador de la resistencia.
En setenta y cinco años, el peronismo iba a tener solo tres jefes. El primero mantuvo el liderazgo desde que fue recluido en la cañonera paraguaya de1955 hasta el epílogo triunfal del vuelo de Alitalia de 1973. Los militantes aguardaban en Ezeiza con la ansiedad que derivó en la orgía de balazos. El regreso con gloria de Perón conducía a la antesala del infierno. La estrategia exitosa facilitaba el derrumbe. La utopía culminaba en fatalidad ordinaria. En dieciocho años había reconstruido la legitimidad colectiva de su causa a partir del fracaso de los derrocadores.
“Eran peores que nosotros. Comparados, éramos malos mejores. Conste que no servíamos para nada”.
Nada bueno podía surgir en la Argentina con el peronismo en la oposición ni inflamado con la resistencia. Pero tampoco nada bueno