¡Necesito un filósofo!

Scott Hershovitz

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

El arte de pensar

—Necito un filósofo. —Hank estaba de pie en el baño, medio desnudo.

—¿Qué? —preguntó Julie.

—Necito un filósofo.

—¿Te has enjuagado la boca?

—Necito un filósofo —repitió Hank, más alterado.

—Lo que necesitas es enjuagarte. Vuelve al lavabo.

—¡Necito un filósofo! —exigió Hank.

—¡Scott! —gritó Julie—. Hank necesita un filósofo.

Yo soy filósofo, y nunca me ha necesitado nadie. Me encaminé a toda prisa hacia el baño.

—¡Hank, Hank! Soy filósofo. ¿Qué necesitas?

Abrió la boca, pero no dijo nada.

—Hank, ¿qué te preocupa?

—TENGO ALGO METÍO ENTRE LOF DIENTEF.

Un flosser. Hank necesitaba un flosser, uno de aquellos arcos de plástico con un trozo de seda dental entre las puntas. Visto en retrospectiva, tiene sentido. Un flosser es algo que puedes llegar a necesitar, sobre todo si tienes dos años y tu objetivo en la vida es llenar los vertederos de chismes de plástico baratos que te sirven como distracción momentánea. Los filósofos no son necesarios para la gente. A la gente le gusta dejárselo claro a los filósofos.

—¿A qué os dedicáis exactamente los filósofos?

—Bueno, a ver... Más que nada, a pensar.

—¿En qué pensáis?

—La verdad es que en toda clase de cosas. En la justicia, la ecuanimidad, la igualdad, la religión, las leyes, el lenguaje...

—Yo también pienso en esas cosas. ¿Soy un filósofo?

—Tal vez. ¿Piensas en ellas con detenimiento?

He mantenido esta conversación en incontables ocasiones. Digo incontables porque en realidad no la he mantenido nunca. No es más que el diálogo que me imagino que tendría lugar si le revelara a un desconocido que soy filósofo. Casi siempre digo que soy abogado, a menos que mi interlocutor lo sea también, en cuyo caso me identifico como profesor de Derecho, para darme aires de superioridad. En cambio, si mi interlocutor también es profesor de Derecho, me presento sin vacilar como filósofo. Por otro lado, si hablo con un filósofo, vuelvo a ser abogado. Se trata de un complicado juego de triles concebido para partir con ventaja en todas las conversaciones.

Pero lo cierto es que soy filósofo. Todavía me cuesta creerlo: nunca me propuse serlo. Cuando era estudiante de primer semestre en la Universidad de Georgia, quería cursar la asignatura de Introducción a la psicología, pero el grupo estaba completo, y con Intro­ducción a la filosofía obtendría los créditos que necesitaba. Si se hubiera liberado una plaza en aquella clase de psicología, tal vez sería psicólogo y este libro estaría repleto de consejos prácticos para padres. El lector sí que encontrará algunos, pero en su mayor parte no le servirán de mucho. De hecho, mi principal consejo es el siguiente: conversa con tus hijos (o los de otras personas). Son la monda... y buenos filósofos.

Falté a la primera clase de ese curso, porque mi gente —los judíos, no los filósofos— celebra el Año Nuevo en un día más o menos arbitrario de otoño. Sin embargo, asistí a la clase siguiente y, para cuando comenzó la segunda hora, estaba entusiasmado. El profesor, Clark Wolf, nos preguntó qué cosas nos parecían importantes y fue anotando en la pizarra las respuestas de cada uno al lado de nuestros nombres y los de filósofos famosos que habían dicho algo parecido.

Felicidad: Robyn, Lila, Aristóteles

Placer: Anne, Aristipo, Epicuro

Hacer lo correcto: Scott, Neeraj, Kant

Nada: Vijay, Adrian, Nietzsche

Cuando vi mi nombre en la pizarra, empecé a creer que mi opinión sobre lo que era importante tal vez interesaba; que podía participar en conversaciones que incluyeran a personas como Aristóteles, Kant o Nietzsche.

Era una idea disparatada, y a mis progenitores no les hizo mucha gracia. Recuerdo que, sentado frente a mi padre en un restaurante de pollo asado, le notifiqué que pensaba especializarme en filosofía.

—¿Qué es la filosofía? —inquirió. Era una buena pregunta. Él no conocía la respuesta porque cuando se matriculó en la universidad, quedaba una plaza libre en psicología, de modo que esta acabó siendo su especialidad. Pero descubrí que tenía un problema: yo tampoco sabía la respuesta, y eso que llevaba semanas asistiendo a clases de filosofía. «¿Qué es la filosofía —me preguntaba—, y por qué quiero estudiar eso?».

Opté por explicárselo con un ejemplo en vez de con una definición.

—Creemos que estamos sentados a una mesa comiendo pollo asado y hablando sobre la universidad —empecé a disertar—, pero ¿y si no es así? ¿Y si alguien nos ha robado los cerebros, los ha metido en un frasco, les ha enchufado unos electrodos y los ha estimu­lado para que creamos que estamos comiendo pollo y charlando sobre la uni?

—¿Eso se puede hacer? —preguntó.

—No creo, pero esa no es la cuestión. La cuestión es: ¿cómo sabemos que no lo han hecho? ¿Cómo sabemos que no somos unos cerebros metidos en frascos y con alucinaciones sobre un restaurante de pollos?

—¿Eso es lo que quieres estudiar? —Su expresión no era precisamente alentadora.

—Sí, a ver, ¿no entiendes que esté preocupado? Todo lo que creemos saber podría ser mentira.

No lo entendía. Y esto fue antes de que se estrenara Matrix, así que no cabía apelar a la autoridad de Keanu Reeves para dejar claro que se trataba de un asunto de máxima urgencia. Después de balbucear unos minutos más acerca de cerebros y frascos, añadí:

—En el departamento también hay un montón de cursos de lógica.

—Bueno —dijo—, espero que vayas a alguno.

He dicho que no me acabo de creer que sea filósofo. Eso no es del todo cierto. Lo que me cuesta creer es que lo siga siendo, que mi padre no me hubiera metido en cintura durante esa cena, o incluso mucho antes. Porque yo ya era un filósofo casi desde el momento en que aprendí a hablar, y no soy el único. Todos los niños —sin excepción— son filósofos. Dejan de serlo con los años. De hecho, es posible que abandonar la filosofía para centrarse en actividades más prácticas forme parte del proceso de madurez. Si esto es así, yo no he madurado del todo, cosa que no sorprenderá en absoluto a nadie que me conozca.

Y no fue porque mis padres no intentaran impedírmelo. Recuerdo la primera vez que me planteé un problema filosófico. Contaba cinco años, y me vino a la cabeza cuando los otros niños y yo estábamos sentados en círculo en la guardería del Centro de la Comunidad Judía. Me pasé todo el día reflexionando sobre ello hasta que, a la hora de la salida, corrí a comentárselo a mi madre, que era profesora de preescolar en otra aula que daba al mismo pasillo.

—Mami —dije—, no sé cómo es el color rojo para ti.

—Sí que lo sabes. Es rojo —respondió.

—Ya... No, bueno —tartamudeé—. Sé cómo veo el rojo yo, pero no sé cómo lo ves tú.

Parecía un poco confundida y, a decir verdad, es posible que no me hubiera expresado con demasiada claridad. Tenía cinco años. Aun así me esforcé al máximo por hacerle comprender lo que quería decir.

—El rojo se ve así —dijo, señalando algo rojo.

—Ya sé que eso es rojo —dije.

—Entonce

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