La fábrica de canallas

Chris Kraus

Fragmento

Capítulo 1

1

A veces me pone las manos sobre los hombros y, mirándome con tristeza, me dice con su vocabulario simple cuánto lamenta lo que ha pasado y lo que probablemente pasará.

Sólo que no tiene ni idea de lo que ha pasado.

Y menos todavía de lo que probablemente pasará.

Es un hippy auténtico de treinta y pocos años. Cuando lo veo a la derecha de mi cama, tiene largos rizos rubios pero, si pasa por delante arrastrando los pies para asomarse a la ventana y ver a los bebés de la planta de abajo y se pone a mi izquierda, siempre me sorprenden el redondel color nácar del tamaño de un platillo de café afeitado en medio de esa melena de Botticelli y el fulgurante tornillo de titanio que termina en algún lugar de la corteza craneal y sirve para que no se le abra la cabeza.

Así que el hippy tiene sus propios problemas.

Está en la cama de al lado desde hace semanas, más oriental que occidental: tumbado con toda la paciencia del mundo como una alfombra vieja con rastros de influencia india.

«Ser uno con el universo», dice.

«Ser uno contigo mismo.»

Ése es su mantra.

Si algo lo arranca de ese estado de unión consigo mismo son los bebés que duermen en la planta de abajo.

Y los ataques, claro.

A veces, al mínimo indicio de un brote se lo llevan en una camilla, y cuando lo devuelven permanece inconsciente durante horas. Le meten una vía por el tornillo —que es una especie de válvula para liberar la presión intracraneal— y uno de esos aparatos que emiten pitidos se enciende y le drena el líquido, que fluye por la vía hasta un recipiente de plástico, para que su cerebro no sufra daños.

El recipiente de plástico es de Gerda, la enfermera nocturna. Tiene asa y está decorado con cabecillas de Mickey Mouse negras sobre fondo rojo. Cuando se llena hasta el tercer Mickey, Gerda, la enfermera nocturna, entra sigilosamente en el cuarto y, cuidando que no se le derrame ni una gota, vierte el líquido en un termo grande. Ella también se ocupa del drenaje de las otras tres o cuatro fracturas de cráneo de la planta. Revisa sus recipientes de plástico y se pone contenta.

Aunque tuerce el gesto.

Más tarde, saca el termo del hospital a escondidas y, con esa secreción, abona las plantas de su casa. Debe de ser un fertilizante brutal: en el corcho del cuarto de enfermeras, Gerda tiene clavadas fotos de su invernadero, y muestran una selva de plantas ornamentales o utilitarias, con lianas y nomeolvides entre medias, como para quitarse el sombrero. Todo es verde y exuberante: puro esplendor barroco, igual que la propia enfermera Gerda, quien tiende a expandirse, a desbordarse desde el punto de vista físico y también del temperamento.

A la luz de esto último, tampoco es de extrañar que la enfermera Gerda una vez le trajera de regalo al hippy un tomate del tamaño de una pelota de tenis cultivado con su propio líquido cefalorraquídeo. El hippy se lo comió con orgullo y deleite, y hasta quiso compartir un trozo conmigo, cosa muy propia de él.

Seguro que el hippy es una bellísima persona, justo como uno se imagina a los hippys. Trata a casi todo el mundo de tú, incluyéndome a mí, y le importa poco si le responden de usted. Prescinde de cualquier trato formal propiamente dicho: nada de «señor» o «señora», a lo sumo te llama «compañero».[1] Al médico jefe lo llama «compañero jefe». Las formas no van con él. Incluso con los nombres en sí tiene una relación completamente distinta a la que podemos tener tú y yo: cree que sería mejor nombrarnos en función de los rasgos de carácter más notables, como en Papúa Nueva Guinea, donde a lo largo de la vida vas adoptando nombres distintos, tres o cuatro, incluso más, que pueden ser contradictorios entre sí. Eso dice el hippy. Vivió allí bastante tiempo, y también en Australia, como buscador de diamantes. Luego se dedicó a otras cosas: trabajó en una guardería y en el aeropuerto de Múnich-Riem, donde el año pasado saqueó el equipaje de los Rolling Stones. Todavía guarda un par de gemelos suyos.

Naturalmente, yo no sabía quiénes eran los Rolling Stones.

Ahora sí porque me ha cantado una de sus canciones favoritas. En tiempos, cuando buscaban voces para la catedral de San Pedro después de que los bolcheviques fusilaran a medio coro —sobre todo a los bajos, claro—, lo habrían admitido al instante.

Él no se puede ni imaginar que comparte la habitación con una persona que nació en el imperio de los zares. A mí mismo se me hace extrañísimo.

Cuando, hace algún tiempo, me trasladaron a esta habitación desde la Unidad de Cuidados Intensivos, el hippy me pidió que le pusiera un nombre a partir de mi primera impresión de él y me vino a la memoria una temporada en la que visité varias veces el Museo del Prado para copiar el retrato que Francisco de Goya hizo de la malograda familia real, en la que también eran rubios y raquíticos. Se lo dije.

Y pensó que con «borbones» me refería a distintos tipos de whisky.

Se llama Sebastian Mörle, pero cuando no acerté a ver nada característico en su persona me pidió que lo llamara Basti.

«Yo soy Konstantin Solm», me presenté, y al día siguiente añadí (en un tono de lo más indiferente: un anillo de humo de mi pipa de la paz) que muchos me llaman Koja.

El hippy contestó que para él no tenía nada de Koja, y que Konstantin Solm tampoco iba conmigo.

Clavos oxidados, frío, distancia: eso era yo.

Aunque también una persona maravillosa.

Hay que reconocer que te hace reír con esas frases. Diez veces al día me susurra con su voz curtida en los Alpes del Chiemgau qué persona tan maravillosa soy, y eso que le parezco remilgado y mi forma de hablar le inspira cierto rechazo. Creo que le parece demasiado báltica, demasiado poco común, más apropiada para una habitación individual, donde, por otro lado, lo natural sería que yo no abriera la boca. Quizá por eso me pusieron en una habitación compartida, para que se me suelte un poco la lengua. Podría ser.

Con todo, yo no digo mucho: casi siempre es él quien se explaya. Mi edad no lo echa para atrás a la hora de hablarme, aunque, por desgracia, suele contarme cosas bastante rudimentarias. Soy el confidente de sus escasas preocupaciones. Siempre afectuoso, se refiere a la habitación del hospital como «nuestra choza», y agradece profusamente al universo cualquier sopa de leche fría que le traigan después de alguno de sus ataques. No le da ningún reparo que yo haya ido la guerra, nunca pregunta qué hice allí. En todas las criaturas ve una premonición del advenimiento de la paz mundial, incluso en mí. Desde que sabe que una vez estuve bebiendo champán con David Ben-Gurión (incluso de su copa), comparte mi punto de vista con respecto a la cuestión de Israel en general y de Golda Meir en particular, o al menos respecto a su nombre de pila, «que es realmente especial, mágico». En eso estamos de acuerdo.

No obstante, lamenta mi postura con respecto a la marihuana (un nombre más

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