El dueño de Broadway (Caballeros de los bajos fondos 3)

Marcia Cotlan

Fragmento

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Capítulo 1

Nueva York, 1885

Wilhelmina Van Luden miraba a su alrededor como si nada de lo que estuviera viendo fuera real. Había soñado tanto con aquel momento, que ahora que lo estaba viviendo le parecía un sueño.

—Feliz cumpleaños, Mina. Espero que te guste tu regalo —le susurró su hermano Phillip al oído mientras esperaban a que su padre acabara de saludar al señor Van Der Holm, su socio en el banco.

—¡Gracias! Me encanta —exclamó ella con los ojos chispeantes.

El júbilo que la embargaba era tan notorio que sus tres hermanos, reunidos en torno a ella, no pudieron evitar una sonrisa y un intercambio cómplice de miradas. ¿Cuánto tiempo llevaba rogándoles que la llevaran a la ópera? Siempre había sido una alumna aventajada, tanto en canto como en piano, y su sueño era asistir a todos los grandes acontecimientos musicales de la ciudad, pero hasta ese instante no se habían cumplido sus deseos.

La joven, que no era demasiado alta, parecía aún más diminuta al estar rodeada de los cuatro hombres de su familia: su padre y sus tres hermanos mayores. Sin embargo, la gente se las ingenió para verla a la perfección y al día siguiente no hubo más tema de conversación entre las damas de la alta sociedad neoyorkina que el exquisito abrigo que la señorita Van Luden había lucido, con una tela que recordaba a la de los kimonos japoneses, tan de moda en aquellos tiempos como vestimenta para recibir visitas en casa. La influencia japonesa se había empezado a notar un tiempo atrás con las múltiples Exposiciones Universales en distintas ciudades europeas y también había llegado a América.

Resultaba todo un acontecimiento que la única Van Luden viva —era una familia habituada al nacimiento de varones— se dejara ver en público. Todo Nueva York sabía que aquella chiquilla había crecido enclaustrada entre los altos muros de la inmensa mansión familiar sin que nadie conociera bien el motivo, aunque la explicación más generalizada era que la muerte de la señora Van Luden tras dar a luz a Wilhelmina y, a las pocas semanas, la de la hija mayor del matrimonio habían dejado tan destrozados a su esposo e hijos que sentían pánico de que a la joven pudiera ocurrirle algo y la vigilaban y celaban como halcones.

—Vamos —dijo el anciano señor Van Luden tras acabar de saludar a su socio y a la familia de este.

Mina observó con ojos hambrientos cuanto la rodeaba. Quería asegurarse de no olvidar nada de aquella noche mágica, ni los ruidos de la calle, ni el destello de las joyas de las damas, ni el olor a humo de los fracs de los caballeros que habían fumado antes de entrar en el teatro.

Hacía poco tiempo que la alta sociedad neoyorkina se había decidido a ir a la ópera en el Metropolitan. Al principio se resistieron, pues estaban acostumbrados a la cómoda, aunque anticuada, Academia de la Música y no les parecía de buen gusto abandonar el Upper East Side para adentrarse en pleno Broadway, pues justo allí, en la esquina entre la calle 39 oeste y 40 oeste, se levantaba aquel teatro cuyas puertas se habían abierto por vez primera en octubre de 1880 con una fabulosa representación de Fausto a la que faltaron la mayoría de las grandes familias, entre ellas los Van Luden, que esgrimieron aquella máxima de que «si algo está más allá de la calle Cuarenta, no merece la pena». Es decir: el nuevo teatro estaba demasiado lejos del barrio privilegiado en el que habían nacido y crecido. Pero finalmente, hasta los Van Luden acabaron por ir también al Metropolitan, persuadidos por las maravillas que de su increíble acústica decían familias de incuestionable gusto musical, como los Rubinstein.

Aquella noche, había tanta gente en el hall del teatro que era difícil moverse con cierta elegancia.

—En la Academia de la Música no ocurría esto —se quejó el padre de Wilhelmina—. Allí se entraba de manera civilizada, sin entorpecer a nadie ni que nadie lo entorpeciera a uno. Es por cosas como esta por las que no quiero salir del Upper East Side.

—Acompañaré a Mina a dejar su abrigo —informó Phillip, tratando de no avivar más el enfado del cabeza de familia.

Sus dos hermanos mayores, Georgie y Arthur, hicieron un leve y rápido gesto de asentimiento y volvieron a centrar toda su atención en su padre, tratando de tranquilizarlo.

—Acompáñame, Mina. —Estiró el brazo para que ella pudiera tomarlo—. A ver si conseguimos llegar hasta el guardarropa antes de que se levante el telón.

Fueron sorteando a los asistentes, saludando a algunos de ellos, y cuando al fin llegaron hasta el guardarropa, Phillip la ayudó a quitarse el abrigo y fue él quien habló con las jóvenes encargadas.

Un grupo de unas quince personas entró en aquel momento en el teatro y su movimiento hizo que quienes estaban a su alrededor tuvieran que desplazarse. A Mina ni siquiera le dio tiempo de avisar a su hermano y antes hubiera muerto que levantar la voz para llamarlo. Eso no sería propio de una dama que se precia de serlo. Se dejó arrastrar, sabiendo que en algún momento la gente se detendría y ella podría regresar al lado de Phillip, pero justo en aquel momento una puerta se entreabrió y atisbó lo que supuso que eran las bambalinas con su barullo de cantantes y figurantes preparándose para la función.

Su corazón comenzó a latir con fuerza, miró en dirección a su hermano y pensó que no tenía nada de malo asomar la naricilla para ver cómo era el teatro por dentro. Se deslizó entre la gente con determinación y alcanzó la puerta. La entreabrió un poco. Dentro estaba a oscuras, pero al fondo se veía un pasillo iluminado y creyó distinguir a la soprano que protagonizaría la función de aquella noche. Emocionada, no se conformó con mirar por una rendija. Entró y cerró la puerta, pero no le dio tiempo a dar ni un solo paso. Escuchó una voz ronca y varonil muy cerca de su oído.

—Al fin llegas —murmuró justo antes de besarla.

***

Sus dos únicos amigos lo llamaban Paddy. Para el resto del mundo, era Patrick O’Neill, el Irlandés, aunque de Irlanda no recordaba nada, pues su madre lo había llevado a Londres cuando apenas contaba tres años.

Había llegado a Nueva York varios años atrás buscando un lugar donde empezar de cero. En Inglaterra se había hecho muy rico de una manera poco honrada y le habían hablado de América como el lugar de las oportunidades, pero aunque era una tierra joven, ya tenía su propia estirpe de familias importantes que estaban dispuestas a no hacerle la vida fácil. Y todo porque había tenido la desfachatez, según ellos, de abrir un teatro cerca del Metropolitan. Él, que no era para ellos más que un apestoso irlandés que no debería salir de Lowery, la parte de Broadway donde se hacinaban las clases más humildes.

De entre todas las familias que habían intentado desestabilizar su negocio, los más virulentos eran los Van Luden. Para ellos, que un irlandés de dudosa procedencia poseyera el más lujoso edificio de la zona era una afrenta personal. Cuando bajaban de sus relucientes carruajes, con su aristocrática sangre holandesa corriéndoles por las venas y con intención de entrar en el Metropolitan, lo único en lo que sus ojos se podían fijar era en el teatro que era propiedad de Paddy y que daba cabida a las clases medias gracias a que vendían las localidades más alejadas del escenario a un p

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