La máscara moral

Edu Galán

Fragmento

Prólogo. El comercio de la moral

Prólogo

El comercio de la moral

Me recuerdo en 2012, plena resaca del 15M, de paseo por el barrio de Lavapiés de Madrid. Se sabe que en casi toda la memoria que uno puede tener de Madrid brilla el sol. Brillaba el sol, obligado, aunque fuese de noche. Pienso en aquel Lavapiés mezclándolo con el de ahora: un barrio de migrantes, con paredes permanentemente empapeladas, calles estrechas y edificios del siglo XX, la iglesia patólica de Leo Bassi, el Barbieri, el Teatro del Barrio, un supermercado abierto veinticuatro horas, la calle Argumosa —abrumada de terrazas—, la sala Mirador, las tiendas de los paquistaníes, el teatro Valle-Inclán, el restaurante indio donde José Luis Cuerda pidió «algo que no picase», el bar Portomarín, y eso. Entre miles de estímulos, entre toda la ebullición de entonces, estaba eso. Eso, quizá lo único importante que me ocurrió ese día, era una fotocopia de color rosa, en A4, pegada en una farola y con la parte inferior recortada como si fuese un bigote de morsa. En los pelos celulósicos de ese mostacho, un número de teléfono —sí, igual que en los miles de anuncios callejeros de «Clases de inglés», «Me ofrezco para trabajar» o «Veo el futuro y tú no»—. Destacado, en su zona superior, leí «APRENDE A BAILAR TANGO ANTIFASCISTA». Tipografía: una letra algo parecida a la Comic Sans. Debajo, un pequeño «Si te apetece, llama al XXXXXX893». Y en la última línea, a modo de certificación académica, «Rosa XXXXX, titulada en tango por la escuela XXX de Buenos Aires».

Quedé noqueado por la conjunción de términos y por la audacia de la tal Rosa al solo presentarse como experta en tango, ya que aún no se expiden certificados de experto en antifascismo. Sobre todo me sorprendió el modelo de venta de unas clases de danza a través de una moral determinada. Como si la motivación de la transacción radicase no en aprender tango, una habilidad que puedes adquirir en cualquier cuartucho de Rosario, sino en aprender a moverte de un modo antifascista, reservado a unos pocos. No entendí qué tenía que ver el tango —un tipo de baile prefascista, nacido en el siglo XIX— con la lucha antifascista, salvo para descansar de la segunda mediante el primero.

Rememorada una década después, tantas cosas atrás, hoy aquella fotocopia no me hubiese llamado la atención.

En el momento que escribo estas líneas la venta de uno mismo o de su mercancía apoyado en su moral se ha convertido en algo habitual. Hace unos días, el (entonces) ministro de Consumo del (entonces) Gobierno de izquierda, Alberto Garzón, hizo una crítica a las macrogranjas en un digital inglés, The Guardian. Una de las respuestas más celebradas por las dos Españas —una para criticarla, otra para llamar «progres catetos» a la anterior— se condensó en un vídeo colgado por un tuitero con el siguiente texto: «Esto se lo dedico con mucho cariño al ministro Garzón». Al inicio de la grabación —con un millón de reproducciones— un niño de unos seis años —disculpadme, solo sé adivinar la edad de los niños si los corto por la mitad, como los árboles— entraba en plano por nuestra derecha y, como un simiecito controlado por sus padres, izaba una bandera de España con un complejísimo mecanismo: una cuerda y un mástil. Al elevarse, situado estratégicamente debajo de esa enorme enseña, aparecía... ¡un jamón! Y en ese instante llegaban los fotogramas más escalofriantes: la cámara se deslizaba hacia aún mayor derecha, y allí estaban. Allí estaban otros miembros de la familia del imberbe, colocados en posición de saludo militar, niños delante —vestidos de internado suizo— y adultos detrás —vestidos de supervivientes de internado suizo—, firmes como vara de maestro mientras sonaba a todo trapo —perdonad la reiteración— el himno de España.

¿Cuándo los valores morales de estas personas —y su grupo social— se asociaron tan fuertemente a la bandera? ¿Cuándo se facilitó su exhibición hasta niveles impúdicos? Y, lo más importante, ¿cuándo lo anterior se asoció al consumo de jamón? ¿Qué proceso hemos vivido para que la pata de un cerdo se convierta en el reflejo de una moral ante la cual infantes y mayores deben cuadrarse con tal de oponerse a otra moral que baila tango antifascista?

Para comenzar he escogido, pensaréis, dos ejemplos extremos, pero es objetivo de este libro (de)mostrar cómo y por qué el comercio de la moral —es decir, su manufactura, su exhibición y el posterior refuerzo social o dinerario— va mucho más allá de estas anécdotas y emponzoña nuestras relaciones personales. A lo largo de un recorrido por diversos campos, este ensayo tratará de evidenciar que vivimos bombardeados por la ostentación moral —unas veces, lluvia fina, y otras, chuzos de punta— y que el influencer —junto con el emprendedor, la figura que resume nuestro tiempo, aspiración laboral de millones y millones de personas en nuestro mundo— vive instalado en su comercio. Como advertía el cómico político Bill Maher a las generaciones más jóvenes —esas que le llaman «señoro» o «boomer» por haber nacido en los cincuenta— en un segmento titulado con acierto «Ok, zoomer», sus principales referentes no mejoran en lo moral a los que idolatraba su quinta durante el descoque pop y reaganista de los ochenta norteamericanos. Razonaba Maher: a finales de 2021 los catorce millones de seguidores de Greta Thunberg en Instagram son una nimiedad al lado de los doscientos setenta y siete millones de la influencer Kim Kardashian. No bastan para sentirse superiores.

Residimos en una época que traslada cualquier detalle al plano moral. El agua mineral ya no sirve para beber: no solo te hidrata, sino que su ingesta se puede correlacionar con una buena conducta si viene embotellada en cartón en lugar de plástico. Los maratones y las carreras por el cáncer se han multiplicado: tu esfuerzo individual no solo te vale a ti, ayuda a los enfermos a través de la visibilización y la donación. Gracias a un anuncio protagonizado —sorpresa— por la influencer Kendall Jenner —y que posteriormente la compañía retiró ante las protestas—, atiborrarte de Pepsi se puede asociar al movimiento #BlackLivesMatter.[1] En el vídeo la susodicha famosa emerge de una protesta con una lata de Pepsi en la mano hacia una fila de policías muy serios y muy blancos. Una mujer con velo le toma fotos. Parsimoniosa, Jenner entrega la bebida a un agente y, de pronto, este cambia su gesto adusto. Bebe del refresco: es decir, el madero sorbe de la moral de Jenner y de Pepsi, ya parásito del #BlackLivesMatter, mientras los actores manifestantes lo celebran con gran —y mal pagada, pues son extras— alegría. En uno de los últimos planos el policía vuelve la cabeza, sonríe cómplice a un compañero y vocaliza: «Wow». Wow. Entona «Wow», una expresión muy estadounidense y de aires perrunos, uno no sabe si por chupar Pepsi o por chupar algo —aunque solo sea la moral— de Jenner.

En España se puede comprobar este viraje publicitario a la moral en la evolución de los anuncios navideños. A finales del siglo XX estas fiestas invern

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