Me lo han dicho los astros

Charas Vega

Fragmento

Nos encontrábamos en el bar de la plaza de la Vila, es decir, el bar donde nos habíamos reunido durante los cuatros años de carrera. Mireia sacó el paquete de tabaco, abrió el grinder y no hizo ni ademán de esconderlo. Si no lo había hecho durante la carrera, no iba a hacerlo ahora que ya no teníamos ningún lazo con esa institución que tan poco nos había enseñado.

Todos mis amigos y yo teníamos la misma sensación o, al menos, eso me parecía a mí. Nervios, frustración, miedo, pero muchas ganas de ver qué nos depararía el futuro. Era una sensación agridulce. Al contrario de lo que pensaron la generación de nuestros padres, el futuro que se extendía ante nuestros ojos se definía con una palabra: precariedad.

Yo tenía la posibilidad de continuar mis prácticas no remuneradas en un periódico importante de la ciudad... ocupando un puesto insignificante. Hacía lo que nadie quería hacer y trabajaba más horas que las que fijaba el convenio, pero estaba contenta. Carlota, Diego y Mireia no habían tenido la misma suerte. A fin de cuentas, la realidad es muy diferente de lo que nos han vendido y las posibilidades de que te contraten para unas prácticas son minúsculas, por mucho que los profesores te lo pinten como una oportunidad laboral increíble.

Carlota me agarró del brazo y me repitió de nuevo su frase estrella en su tono habitual: lo suficientemente alto como para que nos escuchara la mesa de atrás, pero sin alcanzar los decibelios necesarios como para que le dijeran que por favor bajara el volumen sin que se molestara.

—Las prácticas son la esclavitud del siglo XXI teñida de rosa. Joder, al menos que lo llamen así —chilló Carlota como frase lapidaria y también como llamada de atención para que yo dejara de una vez el móvil y le hiciera caso.

Compartimos una mirada de complicidad y asentimos. Tampoco sabía qué responder a una afirmación tan contundente y creedme que Carlota no es de esas personas que suelen estar dispuestas a discutir y mucho menos después de haberse bebido cuatro quintos.

Carlota era la única del grupo nacida en Barcelona, de verdad que no es tan fácil encontrar autóctonos. Además, Carlota no solo había nacido en la ciudad, sino que era del barrio de Horta. A los cinco minutos de conocerte ya te había soltado que ser de Horta constituía un aspecto muy importante de su identidad. Había estudiado audiovisuales y se había graduado cum laude en citas de cualquier película de Sofia Coppola y tener el mejor feed de Tumblr en 2014. Las pintas que llevaba esa noche en concreto ya delataban que no acababa de superar la primera mitad de la década de 2010. Vestido de satén azul inspirado en su colección de Pinterest de prom night, medias de rejilla y botas. El pelo teñido de varios colores, resultado de haber ido cambiando de gama cromática desde los catorce. Olivia Rodrigo antes de Olivia Rodrigo, aunque mucho más caótica. Sí, era un poco intensa, pero era nuestra intensa.

En ese momento, rodeada de mis amigos y respirando ese ambiente festivo de despreocupación posjuvenil general, pensé que, en el fondo, mi situación al acabar la carrera no era tan dramática. Carlota y yo íbamos a compartir piso en Barcelona, pero ninguna de las dos tenía ingresos propios. Aunque nos daba mucha vergüenza ser unas mantenidas, era lo que había por el momento. Ella se marcharía de casa de sus padres y yo me largaría de la residencia de estudiantes. La ilusión de vivir en un piso con mi mejor amiga en el centro de la ciudad era lo único que ocupaba mi mente y con eso me sobraba.

—Bueno —intervino Mireia mientras intentaba rular el canuto entre sus dedos—, no sé por qué os quejáis tanto, los únicos que ya tienen trabajo son los que tienen contactos y, bueno, tú. Macho —dijo dirigiéndose a mi persona—, parece que no te das cuenta de la suerte que has tenido.

—Mira, yo no estoy cobrando y tú ya ganas algo de pasta en el cau.

(El cau es algo así como los boy scouts catalanes, pero de hippies).

—Sí, cuidando a niños insoportables.

—Pero si te encantan.

—Bueno, sí, pero no todos los días. Además, quiero hacer algo más con mi vida, no sé, he terminado la carrera por algo. Una no puede llevar la camiseta de «Sóc del cau» toda la vida. Al final, también cansa.

Mireia era la única catalana con todos los apellidos del grupo y se enorgullecía cada segundo. Su historia era la de tantas. Niña bien que al pisar la UAB dejó las joyas de Tous en casa y se hizo rastas. Nos daba bastante rabia a veces, ya que intentaba ocultar sus privilegios mostrándose como la más combativa de los cuatro, pero, más allá de eso, era una buena amiga y con eso nos bastaba.

Algo curioso de Mireia era cómo intentaba ocultar aquel brillo especial que tan solo tiene la gente que ha nacido en una familia rica tras lo que empezó siendo una especie de disfraz y acabó siendo aceptado por todos como parte de su identidad. Llevaba leggins rotos, Vans y una bomber roñosa con varios parches y pins de todo tipo. Cada uno representaba una medalla y los enseñaba como si fueran condecoraciones. Sus favoritos contaban historias, como el pin de Kaotiko, que había conseguido de fiesta a cambio de un par de porros, pero, la verdad, la gran mayoría no esconde historia épica alguna, pues los había comprado en la calle Tallers y poco más.

Se hizo el silencio durante unos segundos. Diego entró en escena y yo di gracias a Dios por la oportunidad de acabar con una conversación cada vez más tensa.

Estaba muy sudado, y tampoco podría decir con certeza que solo llevara alcohol en la sangre. Lucía una camisa abierta de color crema, unos zapatos de vestir —que solo calzó en esta ocasión y en la boda de su prima— y sus ya conocidos pantalones formales «de hetero» o, como Mireia bautizó, «de juventudes del PP». Tenía la piel morena y estaba pasando por su etapa con bigote. Era guapo y lo sabía, y no hace falta decir que todas le tiramos la caña antes de que saliera del armario, pero esa es otra historia.

—¿Vais a estar así de amargás la noche de graduación? —gritó mientras agarraba la lata de Xibeca que tan de forma estratégica Mireia había dejado entre sus piernas.

Diego era la persona con la situación más jodida del grupo, pero también era, sin duda, quien mejor sabía sacarse las castañas del fuego y, sobre todo, quien más sabía disfrutar de una buena fiesta. Él había estudiado Publicidad, procedía de una familia humilde del oeste de Andalucía y, aunque a medida que fue haciendo la carrera fue aumentando su odio hacia el capitalismo, como había aprendido a sobrevivir con lo justo, también era consciente de que uno tenía que entrar en el sistema para sobrevivir.

Yo venía de un ambiente un poco más aburrido. No creáis que era rica, mis abuelos habían abandonado Andalucía para asentarse en Cataluña y nunca nos sobró demasiado. Mi familia tenía un bar. Ahora vivíamos mis padres, mis cuatro abuelos y yo en una casa

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