El primer siglo de la literatura española

Francisco Rico

Fragmento

libro-1

PRELIMINAR

Cuando se habla de los «orígenes» o, como aquí se hará, del «primer siglo de la literatura española», la palabra que al punto se nos viene a las mientes es jarcha. Bien está. El descubrimiento de las moaxajas árabes y hebreas con jarchas en vulgar andalusí es uno de los momentos estelares en el estudio de las literaturas románicas: darse de pronto, y se diría que por sorpresa, desde nada menos que el siglo XI, con medio centenar de cancioncillas de inequívoco corte popular suponía ver corroborados de un plumazo los principales planteamientos y líneas de investigación de la escuela tradicionalista de Gaston Paris y Menéndez Pidal, cuyo debate con el individualismo de Bédier venía siendo desde finales del Ochocientos el núcleo mismo de la disciplina.

Pero, en rigor, ¿qué nos enseñan las jarchas que no estuviera ya conjeturado y razonado en los presupuestos básicos del tradicionalismo? Tomemos por caso una de las menos problemáticas de lectura:

Si me quereses,

¡ya uomne buono!,

si que quereses,

darás me uno.

Cotejémosla ahora con un villancico del Siglo de Oro exhumado por Margit Frenk:

Si vos quisiésedes,

señora mía,

si vos quisiésedes,

yo bien querría.

No es simplemente que la analogía sea grande: en más de un sentido podemos decir que nos hallamos ante meras variantes de un mismo cantar. En efecto, no es solo que la estructura en abstracto sea idéntica, de modo que el primer verso se repite como tercero: es que en concreto se trata de dos oraciones condicionales encabezadas por si y con el verbo querer en segunda persona. Ni es solo que al arranque siga de inmediato un vocativo: es que además en ambos cantares nos las habemos con un vocativo que se refiere a la persona amada. Ni, en fin, es solo que el último verso contenga la apódosis de la oración: es asimismo que en las dos piececillas nos tropezamos con un pentasílabo, de suerte que en la jarcha vemos anticipado a todo propósito un patrón métrico que suponíamos casi exclusivo de los alrededores del 1600, con la apoteosis de la seguidilla.

Que entre la temprana Edad Media mozárabe y el período de plenitud de la literatura española puede establecerse sin sombra de duda tan impresionante continuidad debe animarnos a remontar hasta épocas igualmente madrugadoras otros textos que hasta el momento se ha renunciado a fechar. Las fuentes antiguas nos han conservado solo los dos primeros versos de una canción que debió ser popularísima:

Rey don Alonso,

rey mi señor…

Pero el folclore moderno, y específicamente una danza abulense recogida por el musicólogo E. M. Torner, añade los dos que los continúan hasta constituir un ágil villancico:

rey de los reyes,

el emperador.

Por si cupiera alguna duda, el célebre Baile del Caballero de Olmedo nos ofrece una contrahechura que calca diáfanamente una forma primitiva del cantar tal como lo presenta la suma de los testimonios antiguos y modernos:

Rey don Alonso,

rey mi señor,

caro te cuesta

el tenerme amor.

Pero, por otra parte, si la aludida danza abulense prosigue diciendo

Los cuatro monteros

del rey don Alonso

los cuatro monteros

mataron a un oso,

el Cortesano de Luis Milán y algún manuscrito renacentista documentan la difusión de estos versos:

Tres monteros

matan al oso;

monteros son

del rey don Alfonso.

Solo la taracea de textos del Siglo de Oro y del siglo XX nos permite, pues, reconstruir el diseño originario del poemilla.

Pero hay más, y para nuestro objeto no menos importante. El maestro Salinas, a quien hizo inmortal fray Luis de León, nos atestigua que el «Rey don Alonso» se cantaba y bailaba, por lo menos en ciertas ocasiones, con la música del «Calvi vi calvi, / calvi arabí», del que a su vez hay ya un eco claro en el Libro de buen amor. Para la melodía, por tanto, nos situamos cuando más tarde al mediar el siglo XIV.

Por otro lado, no obstante, ¿quién puede ser «el emperador» mencionado? Alfonso VI usó «Imperator» después de la toma de Toledo en 1085, pero tal titulación no parece haber pasado de las cancillerías. Asimismo Alfonso X, «Rex Romanorum», tuvo algunas veces la misma veleidad, pero también sin verla cuajar. Como certifica, verbigracia, el Cantar del Cid, al referirse a don Raimundo de Borgoña («Aquest fo padre del bon Emperador…»), solo un rey de nombre Alfonso fue generalmente reconocido como «Emperador» y regularmente denominado como tal: Alfonso VII, a partir de su coronación en mayo de 1135 y hasta su muerte en 1157.

Las distancias no deben producirnos vértigo. Al igual que la jarcha «Si me quereses…» pervivía, con ligeras y explicables mudanzas, en el siglo XVII, el «Rey don Alonso» que únicamente podemos reconstruir combinando fragmentos del XVI y del XX había de correr ya en la primera mitad del siglo XII. Una adecuada criba de los materiales, así, nos permite ir restituyendo al pasado más remoto poemas que no aparecen sino en momentos muy posteriores.

El ejemplo recién esbozado pretende sencillamente apuntar que la literatura española de los orígenes no es una terra tan inevitablemente ignota como con excesiva frecuencia tiende a pensarse: podemos incluso rescatar textos de los siglos XI y XII que se pasean desvergonzados delante de nuestras narices. Claro está que ni los casos por el estilo son tan frecuentes como desearíamos ni cabe esperar más que excepcionalmente descubrimientos tan espectaculares como el de las jarchas. Pero tampoco tenemos que contar solo con la abundancia de los unos o con el azar de los otros.

«Por sus frutos los conoceréis», y, en efecto, la progenie (relativamente) tardía de los géneros y formas del período de orígenes hace posibles importantes atisbos en las dark ages de nuestra literatura. Aquí, como en tantos otros terrenos, el primer paso debe ir en el sentido de no mezclar (como diría Sancho) berzas con capachos. Puesto que he partido de la lírica, permítaseme continuar en ese dominio, pero pasando un momento de la historia a la historiografía.

Porque se me antoja evidente que durante demasiado tiempo el tema de la existencia y carácter de la canción popular en la Romania medieval, y sobre todo el de la realidad folklórica de la canción de mujer, ha venido mezclándose indebidamente con el problema de los orígenes de la poesía trovadoresca.

La idea de la raíz popular de esa poesía tiene sus raíces en el romanticismo, y Margit Frenk las ha señalado luminosamente. Aplicada a la literatura francesa, en especial, contó con ilustres representantes en la crítica del siglo XIX y comienzos del XX: «la poésie populaire [est la] source d'où est jaillie toute poésie», proclamaba Gaston Paris. Pero hubo después contra ellos una violenta reacción; se dijo que la literatura era siempre literatura, esto es, engendro de espíritus letrados, cultos, y que el pueblo era incapaz de crear nada («Le peuple n'a jamais rien créé», E. Piguet). Y de ahí se pasó al extremo contrario, poniendo en la poesía de los trovadores la fuente de la canción folklórica…

A decir verdad, ambas cuestiones deben considerarse primero por separado, y solo en un segundo mom

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