Hablar de Juanes es narrar parte de la historia de la música en Latinoamérica y el mundo.
Juan ha sabido mezclar sus raíces con el rock y otros géneros musicales de una forma impresionante. La línea melódica de sus guitarras es única, al igual que sus composiciones.
Este conjunto de atributos lo llevan a ser reconocido como uno de los mejores intérpretes y representantes de la actualidad. Esto, aparte de su entrega, solidaridad y amor por la paz y el bienestar de la humanidad.
Juanes posee una cualidad que no falta en los grandes artistas, la necesidad constante de superarse y de ser mejor en todo lo que hace.
Desde mi punto de vista, está cantando y tocando mejor que nunca. Me alegro mucho por este libro, querido Juanes.
¡Celebro tu vida, tus canciones y tu amistad!
JUAN LUIS GUERRA
La música guasca pasada por una guitarra eléctrica con distorsión sonando en el mundo no habría sido posible nunca si Juan Esteban no fuera tal y como es. Transparente y directo.
De “Niño gigante” a “Origen”, de Octavio Mesa a Metallica, y siempre con la mente enfocada y obsesionado en su manera única de ver el mundo a través de sus melodías y sus acordes.
Eso es Juanes. Una mezcla de sonidos que no podrían definirse en un solo género. Su disciplina es su religión, las horas pasan en su estudio comulgando con sus canciones, descifrándolas y recitándolas.
Su estructura es su familia, y es ahí donde se descifra su esencia. Juanes es bondad, amistad, certeza y decisión. No le gustan los halagos, pero en esta celebración le tocó. Su legado es gigante y lo mejor es que lo sigue construyendo día a día. Lleva siempre a Colombia en la cabeza y en el corazón sin importar en dónde esté.
Mi querido Juan Esteban, hoy hay fiesta por su vida, porque ha sido bien vivida y por eso hay que celebrar.
Por muchos años más de música, cariño y buena onda.
De su amigo que lo quiere y lo admira,
FONSECA
1.577.836.800 SEGUNDOS
1.577.836.800 segundos han tenido que pasar para estar escribiendo estas palabras sentado en una silla de otro aeropuerto de otra ciudad que no es la mía. 1.577.836.800 segundos que son en realidad cincuenta años, es decir, casi la mitad de una vida como se diría coloquialmente, solo que en este caso se trata de la mía propia.
Una vida recorrida por caminos de piedras, autopistas, aire y nubes llenos de costales de alegría, tristeza, rabia, amargura, triunfos y derrotas, pero sobre todo de aprendizajes que han sabido a su manera formar mi carácter.
Sentimientos genuinos y recuerdos empolvados o casi olvidados que mi querido Diego Londoño, junto con amigos cercanos y familia han sabido cariñosamente rescatar con poesía, cosa que agradezco tanto. Quizá necesitaría otros 1.577.836.800 segundos por lo menos para poder agradecer, no solo a Diego, quien se puso al hombro tremenda responsabilidad, sino también a todos y cada uno de aquellos que en estas páginas dejaron sus relatos desde sus ojos.
Quiero que sepan que son todos parte de mi vida. Desde esta misma silla de otra ciudad, de otro aeropuerto, les agradezco para siempre.
Definitivamente no hay una mejor manera de celebrar la vida que hacerlo en compañía. A todos mis fans, amigos y familia alrededor del mundo, un GRACIAS en mayúscula y una afirmación: esto sigue.
Los amo.
JUANES
MEMORIAS DE UN SOÑADOR
Justo ahora Juan Esteban Aristizábal Vásquez está en Medellín (Colombia), en su casa, en el lugar que le acelera el corazón, donde tiene sus recuerdos más entrañables, felices, dolorosos, juveniles, y justo donde su sueño empezó a hacerse realidad.
Está bajo el cielo primaveral que lo vio caminar apresurado hacia sus primeras clases musicales con una guitarra que le llegaba hasta las rodillas, y luego, unos años después, ese mismo cielo lo observó correr ansioso con una camiseta de Judas Priest, buscando el teatro donde viviría su primer concierto de rock con una banda que fue influencia y raíz: Kraken.
Está a solo 63 kilómetros de las mismas montañas que recorría con sus hermanos y su padre, repletas de cafetales, ríos y alambrados campesinos en Carolina del Príncipe (Antioquia, Colombia), el pueblo de su familia. Está pisando el pavimento ardiente que fue refugio cuando su motocicleta KZ 900 Custom de color amarillo quemado lo llevó por calles, avenidas, barrios y laderas, persiguiendo una libertad que no sabía dónde se hallaba.
Juan recorre las mismas calles llenas de prenderías, en las que alguna vez encontró la guitarra eléctrica de sus sueños. Está con los suyos, con sus amigos de siempre, los que nunca cambiaron, los de la niñez y adolescencia: Mauricio, Memo, Andrés, David, Puli, Mónica, Esteban, y muchos otros, en esta ciudad de grandes y verdes montañas, con motocicletas a toda velocidad y gente que al hablar arrastra la ese, tanto como su pasado y sus ganas de salir adelante.
Justo ahora, Juan Esteban está sentado, mirando desde un balcón un atardecer rojizo, anaranjado, hermoso, como un maquillaje aplicado a toda prisa. En el restaurante, todo el mundo lo mira, lo señala. Él solo sonríe y se pone de pie cada vez que le piden una fotografía. Nunca hace mala cara, siempre dice que sí. Diez, quince, veinticinco capturas, no importa, siempre sonríe, a todos les habla como si fueran amigos cercanos.
Juan come poco. Ensalada, pasta, salmón y sushi son sus platos recurrentes. Hace deporte, trota y salta lazo varias veces a la semana. Hace ejercicios de calentamiento en su garganta, vaya o no vaya a cantar. No existe un día de su vida en el que la disciplina no atraviese sus hábitos, para la comida, para el deporte, para la familia, para la música. Se levanta temprano, revisa noticias y actualidad del mundo, lee un poco, entra en su guarida de inspiración, su home studio, donde tiene sus instrumentos, sus pedales, amplificadores, un cuadro de Bob Marley, otro de The Beatles, una obra artística de Cristóbal Gaviria, un medidor de humedad que parece un reloj y que en realidad usa para recordarse que el tiempo no existe, la figura de un astronauta y una bandera de Colombia engalanando una de las paredes principales. Se encierra allí a pensar, a estudiar armonía, melodía, fraseos, contrapunto, sigue siendo un alumno de la música, toca la guitarra, tararea y crea universos que para muchos son desconocidos. Nunca se opacan sus ganas de aprender música, poesía y composición. Allí, en su refugio artístico, pasa una jornada de trabajo común y corriente, luego, disfruta de su familia, de los juegos, las tareas, las series y la compañía que le ensancha el corazón.
Queda muy poco tiempo para que Juanes celebre su quincuagésimo aniversario, y ese número, el 50, ha sido un itinerario valioso de pérdidas, coincidencias, aprendizajes. Ha vivido 50 agostos desde el año 72, más de 18.000 días, con minutos, segundos, amaneceres, caídas de sol, tristezas, muchas alegrías y canciones compuestas, coreadas, lloradas, y hasta fallidas. Cumplir 1.577.836.800 segundos, medio siglo, parece que no es tan malo, de hecho es bueno, pues trae consigo la madurez de vivir de las cosas simples y de disfrutar la vida de verdad. Por eso, ahora Juan se encuentra en el lugar en el que siempre quiso estar, con la tranquilidad y el amor de su familia en el bolsillo derecho y con la música y su guitarra en el izquierdo.
Ahora, luego de premios, reconocimientos y aplausos sin idioma, se le puede mirar a los ojos para entender que cada día envejece con la misma elegancia con la que toca la guitarra, con virtuosismo, sin afán, nota a nota, saboreando los acordes menores, mayores y disminuidos, como cuando cantaba frente al espejo escuchando a Prince y Van Halen, como cuando empezó a agarrar la guitarra por primera vez y ni alcanzaba a recorrer todo el diapasón.
Escucha más de lo que habla, oye más de lo que crea y le huye con destreza a la petulancia que dan los flashes y las luces. Le encanta escuchar a la gente, adora entender los diferentes puntos de vista, ideologías, religiones, y hasta pensamientos contrarios, él solo se retira los anteojos de la cara, hace carrizo y escucha con atención, y a veces también pregunta.
A sus casi 1.577.836.800 segundos de vida sigue siendo supersticioso, está atento a las señales que le da la vida, la cotidianidad. Aún le pide la bendición a su mamá, sigue besando el crucifijo cada que algo bueno le pasa, y se le ve con los guantes rojos de boxeo, apretados, firmes, relucientes y listos, pero no para golpear mandíbulas, ni para dar derechazos al pecho o las encías, sino para defender sus sueños con honestidad y valentía, para reafirmar que se puede escuchar a Slayer y a Los Visconti, el tradicional grupo de música de cuerda argentino, y no hay problema alguno.
Hoy Juanes tiene el pelo hasta los hombros; es espeso, liso y castaño. La barba que rodea su boca y mentón se pinta de experiencia con algunas canas brillantes. Conserva la mirada dulce de un niño, con el ojo izquierdo diametralmente más pequeño que el derecho. Sus cejas pobladas enmarcan su cara, le dan carácter y seguridad. Antes, hace años, su ceja izquierda era custodiada por una joya de plata, ahora solo queda la cicatriz escondida tras el pelo. Frunce el ceño para escuchar, para analizar y para ejecutar la guitarra en algún solo repleto de complejidad.
Ese aspecto físico de Juan ha cambiado, como un camaleón, con el paso del tiempo, de las canciones, de los conciertos. Pasó de su niñez en sobrepeso a un estilo wild rock, con pantalones cortos, botas, sin camisa y cabellera lisa que le llegaba hasta la cintura; también lo llevó corto al estilo militar, que dejaba ver un remolino en la mitad de su cabeza, y en otro momento, lució el peinado de Elvis Aaron Presley con cera y estática.
Tiene manos hábiles, activas, y el silencio prudente de un héroe satisfecho. También conserva las marcas de la juventud y adultez, los tatuajes indelebles que construyen su arquitectura, siete tatuajes que son amuleto y ADN: una j, un ojo, un toro, unas flores de todo el brazo que acompañan un tribal juvenil que lleva por muchos años y el rostro detallado de su padre y de su madre en cada antebrazo. Además, como casi siempre, tiene la guitarra en brazos; no es algo exclusivo de los escenarios o estudios de grabación; en casa, oficina o sala de ensayo está a su lado y le brinda una eterna juventud que más de un mortal admira y añora.
Tiene el amor de su familia entera. De su madre, Alicia Vásquez, una mujer que siempre lo espera, en el mismo sofá, con el mismo abrazo y el pelo blanco de la experiencia y el cariño. Tiene también el recuerdo nostálgico y agradecido de Javier Aristizábal, su padre, que ya no está, pero que lleva en su mirada y en el recuerdo de todo lo que trabajó de sol a sol sin descanso para que su familia estuviera bien. De sus hermanos, Jose, Luz Cecilia, Jaime, Mara y Javier, las ramas florecidas y siempre coloridas de ese frondoso árbol familiar que está para las buenas, para las malas y para todas siempre.
Tiene el amor de tres mujeres, su esposa y confidente Karen Cecilia, una luz que lo acompaña con cariño en la oscuridad y en el resplandor del sol, y sus dos hijas, con nombres dedicados a la libertad y a la reina del cielo, Paloma y Luna, y además, el cariño de un aventurero hijo, Dante, que ahora incluso también se atreve a cantar.
Todos le enseñaron a ser un hijo generoso, calmo, un hermano ejemplar y un padre excepcional que deja de ser famoso para ser tan humano como los demás. Se le ve feliz, aunque los momentos felices también serán un poco tristes en cierta medida, por las ausencias de personas importantes, por los abrazos que no volverán, en su mente siempre su padre y su hermana Luz Cecilia.
La guitarra es su refugio, para hablar, para respirar, para soñar despierto. De hecho, desde muy niño, la guitarra era su compañera en el baño, como fuente de inspiración o como compañía, eso solo lo sabrá él, pero ahí estaba siempre. Por eso, cuando Juan no tiene la guitarra en sus manos pierde los poderes, los mismos que lo hacen gigante y extremadamente humano. Y más que una extensión de su cuerpo, la guitarra es el amor que les cambió la vida a él y a todos sus fanáticos.
Juanes hizo lo que muchos hombres intentan y pocos logran: arriesgarlo todo, empezar desde cero, lanzarse al vacío con dolor en el estómago, cerrar los ojos y enfrentar fantasmas, huracanes y tormentas. Hizo lo que muchos hombres intentan y pocos logran, perseguir el sol y no herirse, no quemarse ni ver su universo arder; por el contrario, brillar y lograr un sueño tan difícil de alcanzar como el mismo sol.
¿Qué pasaría si uno decidiera vivir la vida de Juanes? ¿Resistiríamos las entrevistas, los ensayos, la crítica, la impotencia por no poder componer, la soledad, ver pasar la vida a través de ventanillas de avión en un tránsito lento, la radio, la televisión, no tener a qué cantarle, los aeropuertos, los trayectos interminables, las pruebas de sonido, el miedo a los vuelos, ver a los hijos crecer a través de una pantalla, las giras dilatadas, no dormir, el dolor en las manos y yemas de los dedos, no olvidar la habitación de hotel de cada noche, habitación 305 en Roma, 202 en Ciudad de México, 1024 en Montevideo, 456 en Viña del Mar, 578 en París, 2023 en Hamburgo, o la 377 en Berlín? ¿Resistiríamos todo esto sin perder la cabeza? Todo esto, y mucho más, compone el croquis mental y emocional de un músico que parece no estar cansado, sino rejuvenecido con sus propias canciones y sus propios conciertos.
Juan está en Medellín, en su ciudad, en su casa, aunque su verdadera casa es allá donde ocurre el instante mágico y religioso que le ha cambiado la vida en su carrera como artista, el momento en el que afuera todo es ruido blanco, todo es euforia y furia, corazones latiendo, primeras veces, abrazos, besos y magia.
Ese instante mágico es antecedido por su soledad en un cuarto cómodo y tranquilo, repleto de comida y bebida que no serán usadas. Allí estira sus brazos hacia el techo, gira su cabeza de lado a lado, y con su boca, crea un motor de aire en su garganta para calentar su voz. Luego, toma la guitarra, hace escalas pentatónicas en La, Sol, Do, sube y baja, jugueteando por todo el mástil arce de su guitarra Sadowsky de 22 trastes, cuerpo color madera, pickguard blanco y dos humbucker y un micrófono sencillo, que le regaló con cariño Juan Luis Guerra. Eso, mientras sus otras amadas, en silencio, colgadas en su estudio, o en otras manos y otras paredes, esperan celosas su anhelado turno; su adorada Cecilia, su primera Fender Telecaster que donó al Hard Rock Café en Bogotá; la Fender Telecaster con la bandera de Colombia en luminoso confeti amarillo, azul y rojo; la Stratocaster negra con sonido rocanrolero que extraña y que dejó ir en las manos de un fan solo por no apegarse a lo material, y la Fender blanca con el puente más pegado a las cuerdas, sin dejar de hablar de la Gibson Flying V, famosa por su versión de “Seek and Destroy” de Metallica en pleno festival Rock al Parque en Bogotá. Todas las guitarras a la espera, mientras esta, la de color madera quemado, se siente única en los brazos de un soñador.
De repente, llaman a su puerta, es el momento del show; los músicos entran, todo es risas y deseos de hacer buena música, unas palabras, una plegaria, los ojos cerrados mirando a la nada, a la oscuridad, un abrazo, unas manos que ansiosas se juntan, un grito eufórico que se confunde con el bullicio de afuera. Luego, se asegura de llevar en su cuello o en su bolsillo la camándula de plata que le dio su madre, el amuleto sagrado para que todo salga bien. Se cuelga en el cuerpo la misma guitarra, sale corriendo perseguido por las cámaras, oscuridad, gritos, más gritos, luces, nervios, felicidad, euforia, el escenario con toda la gente mirando alrededor, no ver nada, pues no se consigue enfocar a nadie en ese oleaje de felicidad, algo así como estar flotando entre nubes, en movimiento, excitación, palmas y puños arriba.
Luego, algunas luces se encienden, los letreros con corazones y el nombre “Juanes” aparecen por todo lado, mientras la respiración se agota cada vez más. Sus amigos, su familia, su país, hasta el mismo presidente de Colombia, están atentos a que lo que diga y haga lo haga bien, a que no se equivoque, a que el acorde y el solo estén en la escala tonal. Pero nada de eso importa, pues luego de esperar, de la ansiedad y el sudor, suenan las baquetas, la guitarra; sale Juanes aferrado a su guitarra con la mano izquierda; con la derecha, su dedo índice apunta al cielo y luego al público, y por fin, música, su música.
Ahí arriba, en su lugar preferido, Juan nunca está solo, siempre hay muchos cables por todo lado, pedales para las guitarras y el bajo, amplificadores de todos los tamaños, conectores de todos los tipos y cintas verdes y naranjas reflectivas, señalizadores para no caer al vacío en medio de una canción. También corriendo de acá para allá, hay muchos hombres vestidos de negro que están pendientes de todo, de lo bueno y de lo que puede fallar; todo su equipo técnico, roadies, ingenieros, y Jose Pablo, su guitar tech, quien desde hace muchos años cuida sus guitarras, las limpia, las afina, las deja a punto para que todo suene como debe sonar. A un costado del escenario, siempre está Rafa Restrepo, su mánager, su mano derecha e izquierda, sus ojos fuera de lo musical, y Jose Aristizábal, su hermano, su corazón en los negocios y fuera de ellos.
También en algunas ocasiones, Karen, Dante, Luna y Paloma, su familia, están de cerca gozando orgullosos cada una de sus canciones. Lo acompañan sus amigos, los que le han ayudado a ponerles música a sus sueños. Emmanuel Briceño, Juan Pablo Daza , Felipe Navia, Marcelo Novati y Richard Bravo; Daza y Navia con chaquetas color mostaza; Emmanuel, Richard y Marcelo con camisetas blancas, y Juanes de negro, por completo, todos con sus instrumentos aportando para que él brille.
Esos cuatro amigos, esos cuatro músicos y otros tantos que han pasado por este viaje de paracaídas y vueltas, viven al lado de él más tiempo del pensado, se alejan de sus familias, dejan de comer en sus comedores y de dormir en sus almohadas, dejan de hacer su vida privada para hacerla pública y se la juegan toda, hasta el último coro, el último solo, la última nota, para hacer de un concierto un momento que le cambie la vida a la gente.
Felipe, en el bajo, lo mira de reojo y baila sin dar pasos, en una sola baldosa, con el bajo aprisionado en la parte derecha de su cuerpo. Juan Pablo, con su guitarra acústica, salta de un lado a otro y mueve la boca cada vez que ejecuta una melodía. Richard sonríe con las manos calientes de tanto darles a los cueros. Emmanuel no desampara vocalmente a Juan, está siempre ahí para hacerle la segunda o la tercera voz, y Marcelo no se quita los lentes, así sea el fill más complejo de batería.
Juntos crean una energía tan poderosa que espanta todo lo malo, que se convierte en vapor y en ondas sonoras que viajan por el aire, que se inmiscuyen sin permiso en los recovecos delante y detrás del escenario, que van por el suelo asfaltado, por el aire frío y caluroso, que se meten en amplificadores y radios de los productores y técnicos de escenario y seguridad, viajan a toda velocidad, llegan a camerinos, baños, techos, puertas y, de repente, rodean esa banda grandiosa y salen disparados hacia adelante, en una velocidad no calculada, ochenta, noventa o quizá cien kilómetros por hora, retumbando fuerte en el pecho de muchas personas, y es ahí que ocurre el instante mágico que cambia todo para siempre.
Luego de unos minutos ya todo es emoción y risas, no hay miedo, ni ansiedad, sino disfrute; de hecho, muchas cosas se olvidan ahí, en ese espacio de 22 de boca por 19 metros de fondo que enceguece. Ahí en ese lugar todo se olvida, no recuerdas nada por un rato, las luces te encandilaron, el corazón saltó tanto que no quiere recordar; al final solo llegan los abrazos, las felicitaciones y las preguntas de los músicos, técnicos, mánager ¿Te gustó? ¿Estás feliz? ¿Cómodo? Y las respuestas de él solo pueden ser preguntas: ¿Sonó bien allá afuera?¿Te gustó a vos? ¿Estaba feliz la gente?
Ese es su lugar, un territorio sin geografía, su hogar, su ciudad, su familia, su vida, su corazón, su principio, su final, su todo. Sin embargo está acá, en Medellín, y no en Bogotá, ni en Madrid, ni en Los Ángeles o Miami, ni Ciudad de México, Guayaquil, Barcelona, Mónaco, Buenos Aires, o cualquier otra ciudad que siempre lo recibe con brazos abiertos, aplausos y cámaras grabando cada movimiento. Está en Medellín, la misma ciudad de la que se despidió con algunos dólares en el bolsillo luego de vender sus pertenencias, llevando solo una maleta color naranja repleta de discos y algunos libros, y una guitarra para pelear por su sueño de vivir de la música y hacer de su vida una canción.
Por eso esta ciudad es suave como el peligro, pues en ella hay un amor inconmensurable, una fuerza descomunal, tantas oportunidades valiosas, pero también, una carretera tan destapada que en la oscuridad puede ser letal. Esta es Medellín, la ciudad que aún tiene una cicatriz abierta, sangrante, dolorosa, y que de vez en cuando camina por sus calles, en silencio, en complicidad sigilosa para recordarnos que las cicatrices son eso, marcas que nadie borra.
Esta, la ciudad de Juanes, es un hermoso poema con verbos llenos de rabia y analogías repletas de amor, dos tazas de nostalgia por una de alegría, tonos blancos y negros, olor a formol y a flores primaverales, amaneceres con la calma del sol y atardeceres con el terror del sonido de la guerra. Sus calles empinadas construyen el croquis de una ciudad de eternos trabajadores, de manos capaces de levantar el mundo, tirarlo hacia arriba, sacudirlo y volverlo a poner en su lugar. Es una ciudad con aliento trasnochado y sobredosis de dolor, de sueños, pesadillas, amores y odios. Encapsulada entre montañas agrestes, profundas y coloridas. Aquí, en este valle, se cuentan las mejores historias de superación, porque eso ha sido la ciudad, un ave fénix entre carros bomba, muertes a diestra y siniestra, droga, ambulancias sonando sus sirenas a todo volumen y la esperanza de un pueblo que no se dejó asustar.
Sin embargo, Medellín es algo más profundo que el miedo, los estallidos y el horror, y desde esa profundidad delirante y valiente emerge, como las nubes al viento, Juanes, un hombre que nunca termina de aprender y que se convirtió en un símbolo de paz en medio del bullicio y la desesperanza de una ciudad adolorida por la guerra.
El pasado de esta ciudad se vistió de poncho, se cubrió del sol con sombrero y transportó todo tipo de accesorios minúsculos y decisivos en un carriel; sus montañas fueron martilladas por millones de pisadas de mulas fuertes cargadas con café, papa y maíz, y su música fue la celebración, el agradecimiento, el oxígeno que les siguieron a los fuertes días de trabajo en el campo al lado del ferrocarril, con el sonido de una guitarra destemplada y con el sabor fuerte del anís de un aguardiente que hace al corazón saltar de alegría. Además, la ciudad se pintó de modernidad, transformó su realidad en rebeldía y convivió con la estridencia, las crestas de punkeros, el pelo largo de metaleros y el rock como banda sonora que también tuvo el apellido Medellín.
Es una ciudad que de miedo se lanzó al vacío, pero antes de caer al suelo extendió sus alas, sacudió el polvo, la esquizofrenia, la duda de mirar por la ventana o salir a la calle, la incertidumbre, el pavor, y voló tan alto que incluso fue la semilla enraizada para contar la vida de un hombre que es el símbolo y la inspiración de Medellín.
Medellín es suave como el peligro, pero es una ciudad con tanta fuerza, con tanto amor y tantos sueños, que es acá, en medio de estas montañas que tocan el cielo, y ese atardecer, como un maquillaje aplicado a toda prisa, rojizo, anaranjado, hermoso, que ya se esfumó, donde empieza esta historia, la vida de Juanes.
NACIDO ENTRE ACORDES DE VIEJAS CANCIONES
En la casa vivían cinco mujeres, un loro, cuatro guitarras y cinco hombres. Un batallón de diez personas, 24 cuerdas, un loro grosero con espeso plumaje llamado Roberto y las tradiciones antioqueñas de una familia que estaba sentada a las seis de la tarde para la cena, y se iban a dormir temprano luego de rezar el rosario todos juntos, para luego levantarse antes de que el sol asomara. Las mujeres eran Alicia Vásquez, la dueña del hogar, la madre de todos y de cada uno; la señorita Adiela, hermana de Alicia, la templada de la casa; Ana Pérez, la madre adoptiva de la casa desde enero de 1967, la mujer del oficio y la comida deliciosa, la que consentía a cada miembro del hogar con una comida diferente a una hora seleccionada; las dos mujeres restantes, Luz Cecilia y María Victoria, eran las hijas consentidas del hogar invadido por hombres.
El gran trabajador incansable y cabeza del hogar era Javier Aristizábal; le seguían Javier Emilio, el hijo mayor, afiebrado por la música, la guitarra y las canciones viejas; Jose Luis, Jaime, y el menor y consentido del hogar, Juan Esteban.
Donde vivían era una casa amplia, de dos pisos, pintada de blanco con puertas café, ubicada en la calle 57, 45-36, en Medellín, justo al lado izquierdo de una calle representativa llamada Argentina. Una fachada estrecha, normal, con un garaje, ventanas y casas de las mismas dimensiones a lado y lado. Pero al ingresar, la casa se extendía a lo largo y se convertía en el lugar ideal para una familia numerosa y tradicional. Siete habitaciones en el segundo piso, un patio repleto de plantas y flores, una cocina, un cuarto de alacena, un salón para reuniones que casi nunca usaban, una sala con un sofá alargado color amarillo quemado y cuatro sillas, un hermoso y amplio comedor y un gigantesco solar que tenía un gran guayabo de frutos amarillos, y también un árbol más pequeño de guayabitas rojas y deliciosas que no podían comer los hombres, eran exclusivas para las mujeres de la casa.
Allí, muy temprano, cuando aún no salía el sol y ya se escuchaban los primeros cantos de los pájaros, que solo anuncian el momento de pararse de la cama, desayunar y salir a trabajar, empezaba la serenata de don Javier.
Al salir de la ducha helada de las cinco de la mañana, caminaba por los corredores de la casa, con los primeros tragos de aguadepanela caliente, mientras cantaba con un tono grave, muy grave y muy elegante, tratando de afinar, de darle volumen y queriendo que sus hijos y su esposa lo escucharan, rozando con su voz las paredes, las baldosas, las cobijas calienticas y los párpados somnolientos de todos; era un despertador amoroso que todos recuerdan con cariño. Don Javier cantaba varias canciones, entre ellas Pajarillo, pajarillo de Los Cantores del Alba.
“Pajarillo pajarillo, que vuelas por el mundo entero,
llévale esta carta a mi adorada
y dile que por ella muero...”.
También, la inolvidable canción Los náufragos, popularizada por el Dueto de Antaño y compuesta por Los Médicos.
“Señor capitán dejadme salir
A extender las velas, a extender las velas de mi bergantín
El cielo nublado y no quiere abrir
La mar está brava, la mar está brava y hay que partir”.
Esas canciones están grabadas con tinta indeleble en el corazón de todos los que habitaron esta casa de amplios espacios y música permanente. Don Javier, además de gran cantante amateur, era un silbador profesional, agarraba el aire que le rodeaba, ampliaba su gran diafragma, escondía la lengua en la arcada dental inferior, ajustaba los labios como si fuera a dar un beso, sin cerrarlos del todo, y soltaba un hilo de aire que se convertía en tango, bolero, ranchera y música vieja. Amaba silbar esas canciones que lo acompañaron a vivir la vida mientras se afeitaba, caminaba o conducía su carro.
Ese poder para silbar de manera afinada y para simular cualquier canción en tonos y ritmos diferentes lo aprendió cuando solo era un niño en un pueblo del norte de Antioquia llamado Carolina del Príncipe, un pueblo conocido como el Jardín Colonial de América.
Este pueblo, a 482 kilómetros de distancia de Bogotá, alberga altos y espaciosos balcones coloniales coloridos, con helechos que cuelgan hasta las puertas principales, y una generosa plaza que los domingos se convierte en un festín multitudinario de colores, sabores, verduras, carnes, y negocios de gana y pierde con café, oro, ganado y leche. Carolina del Príncipe se constituyó como un asentamiento minero que a su vez recibió a los primeros integrantes de la familia Aristizábal. Antes de don Javier, sus antepasados llegaron a Colombia a diferentes municipios; primero a Marinilla, en 1763, y luego, otros de ellos se dispersaron por el municipio de Santo Domingo, ubicados todos en la región montañosa de Antioquia. Para tratar de entender ese árbol genealógico, podríamos devolvernos bastantes años atrás, al amor que construyeron Lorenzo Aristizábal Roldán y María Francisca Pérez Echeverri, padres de cuatro varones, Marco Antonio, Francisco, Manuel y Abel. Y justo este último, Abel Aristizábal, fue quien quiso aventurarse en otras tierras y llegó a Carolina del Príncipe, construyó su familia, vivió sus días de felicidad y también sus más grandes tristezas, como perder a su esposa, Matilde Sánchez Restrepo, tres días después del parto de su hijo menor, Javier, el 13 de diciembre de 1920.
Pero este pequeño niño que llegaba al mundo, además del amor de su padre Abel, tendría el amor de su tía materna, Merceditas, la hermana de la fallecida Matilde, quien se convirtió en su tía más querida y además en su madre adoptiva.
Merceditas era una poetisa natural; se la pasaba de acá para allá recitando poesías, respondiendo conversaciones en verso y contando historias a quien las quisiera escuchar. Ella era una mujer muy dulce, sensible, con un cuerpo pequeño, menudo, pelo largo, sedoso y canoso, y además, ese cuerpo pequeño tenía cariños permanentes para todos sus sobrinos y para nada más y nada menos que Pedro Justo Berrío González, un abogado y político que de Santa Rosa de Osos caminaba por viejos caminos hasta Carolina del Príncipe para visitarla y pretenderla con lindos detalles y canciones.
Merceditas cuidaba de su sobrino Javier como si fuera su hijo, quizá por ser el menor y por haber perdido a su madre cuando solo tenía tres días de nacido. Ella era muy cariñosa con él, incluso, se la pasaba recitándole poesías todo el tiempo para que él mismo se las aprendiera y las replicara; le decía: “Mijo, aprenda esto, ‘Marcho en la escuela siempre contento, porque comprendo que la instrucción es para el alma rico recuerdo, bello tesoro del corazón…’”. Y él le respondía a ese cariño con más amor, y con un agradecimiento convertido en forma de trabajos en la finca desde bien temprano en la mañana, cuando hacía los oficios, ayudaba en la cosecha de algunos sembrados y ordeñaba las vacas dos veces al día, antes de salir el sol y en la tarde.
Mientras Javier crecía, también lo hacían sus responsabilidades para responder no solo por Merceditas, sino por sus hermanas, las demás mujeres de la casa, Marta, Ana Cruz y Noemí.
A los años se convirtió en el hombre de la casa. En compañía de Marta, su hermana, montó una tienda de abarrotes cerca de la plaza principal, “Tienda de abarrotes Aristizábal Sánchez”, un negocio que se sumaba a tiendas, heladerías, bares y negocios como el Café La Orquídea, el expendio de carnes El Vesubio, el salón Budapest, la fonda El Rancho, la cafetería La Armonía, la papelería Carolina, el bar Los Recuerdos, la droguería San Miguel, el centro social La Vega, la revueltería y carnicería La Antioqueña, entre otros lugares de comercio campesino, todo un abanico de posibilidades para los habitantes del pueblo.
En su tienda, vendía todo tipo de granos y abarrotes al por mayor, de la tierra a la mesa y todo por arrobas, en grandes cantidades. Frijol, lentejas, arroz, azúcar, sal, papas, yuca, leche, maíz. Unos grandes compartimentos hechos de madera custodiaban todo lo que las manos campesinas habían sacado de la tierra unos días antes. Ahora Javier era un hombre de negocios, que madrugaba a surtir, a organizar los productos en la estantería, a buscar movimientos con el ganado y darle a su familia la vida que se merecía.
Ya no era un muchacho y su vida se había convertido en el trabajo. Negociaba acá y allá, vendía una res, cambiaba otra, y poco a poco fue construyendo un patrimonio para buscar la tranquilidad de su familia. Javier se levantaba muy temprano y solo pensaba en ir al pueblo para tomarse un café negro, cargado, abrir su tienda, trabajar y repetir la operación sin cansancio, todos los días de su vida. Vestía con elegancia desde jovencito y casi siempre usaba sombrero tipo bombín. Javier comía lo que le sirvieran, aunque siempre prefirió la comida criolla y no dejaba un grano de arroz en plato propio o en casa ajena.
Nunca en la vida estuvo de vacaciones, nunca descansó, ni un sábado, ni un domingo. Tenía un nivel de compromiso gigante, hasta para ir a misa; no había enfermedad, lluvia o inclemencia que lo detuvieran para ir a escuchar la palabra de Dios en su pueblo. Allí, llegaba con su propio taburete y se sentaba a diario en el mismo lugar, en un costado de la iglesia, como si ese fuera su sitio reservado y nadie más pudiera ocuparlo.
Al mismo tiempo, además de tener su tienda en la plaza del pueblo y la finca familiar en Carolina, llamada La María, también pudo comprar una finca en Porce (Antioquia), en un lugar llamado El Nevado; allí quería asentarse como ganadero y darle otra estabilidad a su familia. Esta finca se llamó La Primavera, y para llegar a ella había que recorrer más de dos horas a lomo de mula; los automóviles aún no tenían acceso a esas agrestes montañas antioqueñas.
En resumen, era un trabajador incansable que paso a paso y a punta de madrugadas y buenos negocios se fue haciendo un camino próspero y honrado en los negocios del campo.
Por estas mismas calles agrietadas y campesinas caminaba una muchachita que daba a todos la mano. Su belleza ahora era un secreto a voces que rondaba entre los más jovencitos del pueblo.
—Sí, esa es Alicia, la hija de Emilio Vásquez, ¿linda esa muchachita, cierto? —decían al verla pasar.
La familia Vásquez tenía su casa a una cuadra de la plaza principal, y Alicia solía irse caminando y paseando de la mano de sus padres y de alguna amiga, mientras el pueblo entero la veía desfilar, entre ellos Javier Aristizábal.
Con tal suerte que Javier conocía muy bien a su mamá y a una de sus tías. En alguna oportunidad, un día de feria en el pueblo, Alicia estaba
