La coincidencia perfecta (Maravillosos desastres 3)

Hollie Deschanel

Fragmento

la_coincidencia_perfecta-2

Capítulo 1

Morgan golpeó el capó del coche, y soltó una exhalación. ¿Cómo se suponía que iba a salir de allí si el motor ni siquiera arrancaba? Por no hablar del depósito, vacío a esas alturas. Y empujar el auto hasta el taller más cercano no era una opción.

Echó un vistazo al edificio donde había pasado los últimos tres años de su vida. Asomada a la ventana, con una expresión de cabreo, su exnovia lo contemplaba sin ablandarse ni un poquito. Nada la haría cambiar de parecer después de haberlo echado de la casa, junto con un par de maletas y con las llaves del Cadillac (que no arrancaba), con la esperanza de no verlo nunca más. Se había cansado: de él, de sus desplantes, de sus vicios. Y entonces se aferraba al contrato del apartamento, que solo estaba a su nombre, para no tener que cederle el sofá o el cuarto de invitados. Simplemente, lo había abandonado a su suerte.

Morgan no la culpaba. Su vida se había torcido en los últimos tiempos, y esto lo había empujado a hacer muchísimas cosas de las que no estaba orgulloso. Judith podía decir lo que quisiera, pero no conocía nada acerca de sus emociones. Él había tratado de explicárselo, de pedirle ayuda, y su exnovia le había lanzado la maleta a la cabeza y le había suplicado que nunca más apareciera por allí. ¿Qué iba a hacer?, ¿convencerla de que cambiaría? Apostaba a que eso nunca pasaría. Los hombres como él jamás cortaban de raíz con la mala vida. Pero entonces lo empujaban a ello. O empezaba una nueva etapa, libre de vicios y peleas, o acabaría en la calle pidiendo limosnas a los transeúntes.

Le pegó una última patada a la rueda de su Cadillac y, tras haber cogido sus maletas, se dirigió hacia la estación de tren. Necesitaba sentarse, meditar y ver qué destino le aguardaba. ¿Seguir en esa ciudad? No, descartado. Morgan debía demasiado dinero, y no tardarían en dar con él para propinarle la paliza de su vida. Largarse bien lejos era su mejor opción. Se detuvo un momento, y echó un vistazo a su móvil. ¿Qué ciudad sería recomendable para alguien como él? Una grande, con buenas ofertas de trabajo y con gente que no supiera quién era él, o a qué se dedicaba, antes de terminar en la calle.

Judith no tardaría en avisar a todos sus conocidos que lo había dejado definitivamente. Su familia se alegraría y la felicitaría por la buena decisión, por no hablar de su jefe. Ese cabrón llevaba meses queriendo tirársela, y aprovecharía la situación para acercarse a ella, ganársela con palmaditas en la espalda. Menos mal que Judith era una mujer inteligente, y no se dejaría engatusar por semejante imbécil. Solo esperaba que fuese feliz a partir de entonces. Lo primordial era su futuro. Un hombre como él no sobreviviría mucho tiempo a la deriva. Tarde o temprano, le darían caza, igual que a un jabalí.

Angustiado ante la idea de pasar un día más allí, abrió el Google Maps, y decidió buscar una ciudad lejana, amplia y con buenas referencias. Apenas cinco minutos más tarde, Boston llamó su atención. Era la ciudad más antigua, pero también la que poseía mayores oportunidades. ¿Por qué no? Igual, allí se solucionaban todos sus problemas con el juego, las apuestas y el alcohol.

Sin pensárselo demasiado, caminó hacia la estación de trenes. Le quedaba el dinero justo para ir a Boston y alquilarse algo, cualquier lugar pequeño y acogedor, hasta que la suerte le sonriera un poco. Los bastardos también se merecían una segunda oportunidad, ¿no?

—Un billete para Boston —le solicitó a la mujer que estaba al otro lado del mostrador.

Ella se le quedó mirando: sus pintas no eran las mejores: la barba de varios días, las mejillas hundidas, los ojos enrojecidos y la ropa sucia. Esa mañana, más que nunca, parecía un puto vagabundo. Un pordiosero que estaba intentando lo imposible. Morgan se sintió avergonzado de sí mismo.

—Aquí tiene. —La mujer le tendió el billete con una mueca.

«Ya lo sé, señora. Yo también me doy asco»: este pensamiento lo acompañó hasta el andén donde se detendría el tren que lo llevaría a su nuevo hogar.

Aquella era la tercera vez que huía de una ciudad para establecerse en otra. Era un nómada, una bala perdida. La típica persona que se establecía en un sitio, creaba el caos y luego huía con tal de no asumir sus consecuencias, con tal de no expiar sus culpas. Sin embargo, pensaba detener ese círculo vicioso de una puta vez, echar raíces de verdad y limpiarse desde dentro hacia fuera, hasta que no quedase ni un pedazo del Morgan antiguo.

El tren se demoró un buen rato en aparecer. Le había tocado uno de los pocos asientos solitarios junto a la ventana. Nada más acomodar sus maletas en la rejilla de arriba, se sentó y se dedicó parte del viaje a buscar un hotel donde quedarse. Por suerte para él, las pensiones aún seguían abiertas, y logró alquilar una habitación para una semana entera a buen precio. Mientras le sirvieran un plato de comida al día, le valía. Del resto se ocupaba él.

Fueron casi cuatro horas de viaje interminable. La gente subía y bajaba. Algunos lo contemplaban de reojo, y otros optaban por ignorarlo. Morgan no le dio importancia. Estaba acostumbrado a recibir atenciones indeseables.

Si tan solo Judith hubiese confiado en él... No, no confiado. En realidad, había hecho lo correcto. Ni ella estaba enamorada de Morgan, ni Morgan la quería ya. La relación que habían mantenido se basaba en sexo, en reproches y en pagar el alquiler juntos... nada más. Tarde o temprano iba a terminar, porque no sabían actuar como dos adultos responsables. Morgan sacudió la cabeza, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Pensar en lo que dejaba atrás no cambiaría nada. Su vida consistía en eso: en huir. ¿Qué más daba si era Boston o Chicago? Probablemente, se cansaría y volvería a recorrerse medio país en tren.

Llegó a Boston a media tarde. Abandonó la estación con tranquilidad y fue andando hasta la pensión donde se quedaría hasta que encontrase algo mejor. El edificio era viejo, de color mostaza, con balcones llenos de flores; había mucha gente congregada en la puerta: turistas de todo tipo que miraban mapas de papel, señalando los monumentos más impresionantes de la ciudad. Morgan se abrió paso entre ellos, y se acercó al mostrador. Un hombre alto, con el pelo cano y con gafas de montura de carey, lo recibió con una sonrisa afable.

—Buenas tardes, señor.

—Tenía una reserva. La hice por internet. —Le mostró el código en la pantalla del móvil. No quería andarse con cortesías. Morgan necesitaba una ducha y dormir doce horas seguidas antes de iniciar su plan de reinserción.

—Un momento. —El hombre tecleó algunas cosas en su ordenador; imprimió una hoja, que le hizo firmar. Luego, cuando se aseguró de que todo estaba correcto, le entregó las llaves—. Cuarta planta.

—Gracias. —Por lo menos, no lo había mirada como si fuese un apestado de la vida. Morgan tenía poca tolerancia a ese tipo de escrutinios. Sí, era una mierda de persona, un adicto al juego y un

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