Manual del ciudadano contemporáneo

Ikram Antaki

Fragmento

Título

INTRODUCCIÓN

Comprender es un triste oficio. Expresarse libremente es un oficio con riesgos. San Agustín decía: “Quien reviste la lucidez, reviste la tristeza”. Yo di mis primeros pasos en un país en guerra, esto lo vuelve a uno vigilante. Pero la experiencia de la madurez la hice aquí, en México; con ella descubrí que algunos sólo creen en la cultura de la relación de fuerza. A ello agregamos, en estos últimos años, la estética de la ultranza que rige las relaciones entre los mexicanos.

Los romanos distinguían dos formas de barbarie: una barbarie dura, la ferocitas, encarnada por los pueblos destructores; y una blanda, la vanitas, que es la barbarie de la debilidad, de la decadencia, de la inconsistencia. Los mexicanos no hemos vivido suficientemente las palabras que utilizamos; muchos se dejan regir por un viejo resentimiento; la fascinación y la ira del pequeño frente al grande. La gente más peligrosa es aquella que rehace la historia, que desempolva los ritos para renovarlos, que puebla la historia con los muertos. No estoy segura de que las ideas y los ideales guíen al mundo, el azar o las circunstancias son agentes mucho más poderosos; aun la gripe puede ser un agente poderoso: en enero de 1789, debido a la enfermedad de un diputado monárquico, fue declarada la República francesa, por mayoría de votos de los republicanos.

Hoy, el paisaje mundial presenta una sola gran potencia. Podemos odiarla, pero también podemos sumar a nuestro rechazo la seguridad de que sólo unos Estados fuertes pueden impedir que se desaten comunitarismos e irredentismos destructores.

Para vivir juntos necesitamos principios políticos más o menos compartidos: esto se logró bajo la figura del Estado-nación. La eficacia de los Estados nacionales ha perdido hoy su visibilidad, por causa de la mundialización, y los fenómenos de retracción identitaria se multiplican como reacción contra ésta. El Estado moderno se define a partir de la presencia de una administración, así que no ataquemos tanto a las burocracias: no hay Estado sin burocracia. Luego viene el llamado “monopolio de la violencia legítima”.

¿Cómo funciona un Estado? ¿Cómo funcionan sus ciudadanos? Cuando hablamos de estos asuntos sería útil imponer, como una obligación evidente, el principio de precaución. ¿A qué nivel se rompió la cadena de las responsabilidades en nuestro país? Tenemos que recordar elementos de la historia propia y ajena. En la época de los dogos de Venecia, ningún palo podía ser desplazado de la laguna sin la aprobación del magistrado de las aguas, bajo pena de un impuesto de cien ducados de oro o diez años de galera. Este poder exorbitante hacía del responsable de la laguna el número dos de la Serenísima, con los riesgos y peligros que esto significaba. Cuando los dogos anunciaban a los venecianos la nominación de un nuevo magistrado de las aguas, les daban el consejo siguiente: “Páguenle bien, pero si se equivoca, cuélguenlo”. La autoridad no es coerción, la civilización no es orden moral, una obligación que nos imponemos a nosotros mismos no es una violación de nuestro honor. Aquí tenemos dos conceptos complementarios, a la vez que contradictorios: la democracia puede pagarse el lujo de olvidarse del pasado, es una creación consensual ex nihilo, pero la república no puede privarse de su propia historia.

El siglo XX no inventó ideas nuevas, retomó enteramente las del siglo XIX: el comunismo, el liberalismo, el socialismo, todos los grandes temas nacieron del choque de las revoluciones inglesa, americana y francesa; nos referimos a ellas aun cuando no vienen al caso. La humanidad debe reaprender a heredar. Pero, ¿cómo heredamos? No sólo acumulamos; el cerebro es un órgano de inhibición, de ahí su dignidad.

La existencia de partidos políticos y de elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia. Hay países que poseen una importante población campesina que no puede adoptar ni aplicar una democracia de estilo occidental avanzado. Hoy, el principio democrático se está desencadenando hasta querer regentearlo todo. En la democracia, el pueblo no siempre tiene la razón, pero tampoco se puede tener la razón sólo contra el pueblo. El arte de argumentar se adquiere, es la mejor escuela de la democracia. Nuestro problema es que no argumentamos, estamos parados en los suburbios de la inteligencia. Frente a la indigencia del pensamiento en nuestro país, sólo presentamos desnudez y miseria. ¿Acaso la lógica es conciliable con la política? Quizá no hay hombres de Estado entre nosotros, quizá sólo hay pequeñas personas con pequeños cálculos a su altura, actores que no logran salir de sus papeles secundarios. Se acabó el Estado-padre, sólo quedan Estados-madres que no amenazan a nadie, sino que seducen y amamantan; un sistema de matriarcado en política, ejercido por hombres que se comportan como nanas, que han sido escogidos por sus capacidades lecheras, sus pechos simbólicos. La nana es la figura central del sistema mexicano. Nuestro paisaje nacional está poblado de Ofelias, parece no haber un solo Hamlet. Tampoco basta con nombrar las causas de un problema para que éste se resuelva; no basta con decir que la violencia encuentra su fuente en las injusticias sociales para que disminuya. Necesitamos que los culpables sean castigados, que el Estado dé prueba de su autoridad, pero, ¿de qué autoridad estamos hablando?, ¿de aquella que arresta, juzga y pone en la cárcel?, o ¿de aquella que enseña, educa y transmite un saber? Tuvimos una revolución: todas las revoluciones son funcionales, quieren reemplazar un equipo por otro, un orden por otro, pero la descendencia sólo ha dado enanos a partir de unos padres gigantes.

Este libro no sólo es un telescopio, es también un retrovisor. No debemos detestar ser considerados como dinosaurios, la especie es bastante rara como para ser respetada y protegida. Entre nosotros hay un peligro grave: la gente está buscando un déspota. La determinación del déspota inspira más seguridad que la libertad de los ciudadanos. El populismo habla a la parte visceral del pueblo, no inventa, parte de cosas reales. Frente a esto, sólo tenemos el discurso para asimilar el desastre. Todas las tristezas son soportables si hacemos de ellas un relato, pero ¿cómo construir un mito a partir de la indiferencia que destruye una esperanza, o a partir de un suspiro que desprecia y que desalienta un sueño? El tiempo no es propicio para el liberalismo integral. El liberalismo fue, en su origen, una idea de izquierda, una idea progresista defendida por David Hume y, ante todo, por Adam Smith, en Inglaterra; en Francia fue defendida por Montesquieu y por la mayoría de los enciclopedistas y fisiócratas. Toda sociedad capitalista funciona regularmente gracias a sectores sociales que no están animados por el espíritu de ganancia. Cuando el funcionario, el soldado, el magistrado, el cura, el artista, el sabio, son dominados por el espíritu de ganancia, la sociedad se colapsa y toda forma de economía se ve amenazada. Smith decía: “En el espíritu comercial, las inteligencias se encogen, la elevación del espíritu

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