Violet y London (Las flores del oeste 1)

Daniela Gesqui

Fragmento

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1

Violet

Me sudan las manos, y mucho.

Es la tercera carrera en la que compito oficialmente y la última de mi vida, ya que hemos acordado con mi equipo que no continuaré en el circuito.

Aunque estamos en el siglo xxi, los organizadores de las competiciones de automovilismo siempre se muestran reticentes a ver que las mujeres, a la hora de conducir, somos iguales a los hombres.

También suelen ser recelosos a que podemos montar caballos, domar toros y juntar estiércol con una pala, y seguir siendo mujeres con un par de ovarios, senos y caderas prominentes, tal como yo.

Bueno, si pensamos en mi hermana Magnolia, toda mi justificación se va al demonio porque ella es el epítome de la sofisticación femenina, con su cuerpo elegante, magro y delicado.

Sin embargo, hoy se trata de mí.

He entrenado para llegar a este lugar y lo he conseguido por mis propios méritos.

Desde que soy niña sueño con la rabiosa adrenalina de montarme en un coche a toda velocidad y aferrarme al volante con fuerza en cada curva que tomo.

Mis manos callosas distan de tener la manicura que hace mi amiga Amy Fletcher en el salón de las hermanas Leighton, y mi ropa no luce recién salida de las pasarelas de Milán. Soy ruda, áspera y rebelde.

Mi madre y mi hermana Dahlia, la mayor de nosotras, no se cansan de decírmelo.

«Deberías comprarte un vestido», «deberías usar tacones», «deberías ir al salón y arreglar ese cabello»...

Puro blablablá.

Muchos deberías que no quiero ni intento obedecer. No me representan.

Me encanta el modo en que mis ondas castañas con reflejos cobrizos se trenzan sin necesidad de un lazo que las una; adoro las franelas a cuadros y las botas llaneras desgastadas y polvorientas tras una jornada de trabajo sucio tanto como enfundarme en estos trajes de corredor, calurosos y nada femeninos.

Amo no ser como la mayoría de las mujeres porque, simplemente, soy yo misma: una joven de veintisiete años que ama el aire libre, el sol furioso de Texas y arriar ganado, proteger animales y sumergirse en las pistas de competición esperando por su gloriosa oportunidad de triunfo.

Mamá me llamó bendición cuando se enteró de que estaba embarazada de mí; para mí, en cambio, fue la primera muestra de rebeldía de mi parte, apareciendo cuando nadie lo creía posible, puesto que ninguno de mis padres estaba listo para recibir a un cuarto niño.

—¿Estás lista, número siete? —George, el mecánico de la escudería para la que participo, no me dice Violet o señorita Westside, sino que me llama por el número que lleva mi coche. El sujeto nunca estuvo de acuerdo con mi incorporación y su hostilidad no me fue indiferente.

Sin embargo, Randy, el dueño, es un buen tipo y ecuánime a la hora de pensar en los refuerzos de su grupo.

—Obviamente, chico. —Le bato mis pestañas antes de colocarme el casco, no con ánimos de coquetear (lo cual odio y no es mi estilo), sino con la emoción de estar en un sitio que he anhelado por mucho tiempo.

En las pruebas de clasificación me ha ido muy bien, pero no soy de los primeros en salir; hoy, compito contra mí misma y se lo he dejado saber a Randy.

Beso la medalla en forma de corazón que mi nana Edith me dio antes de morir y me persigno mirando al cielo. Sé que ella estará protegiéndome.

Inspiro profundo y miro hacia la pista: desde aquí se escucha el rugido de la gente, la emoción de los espectadores por ver destreza, acción y, también, a atractivos corredores y modelos con monos ajustadísimos de lycra.

Es archiconocido que aquí no solo se exhiben carrocerías y motores. No, aquí también hay chicas que desfilan entre los pilotos y colegas que no están para nada mal.

Soy conocida por varios de ellos; algunos, incluso, cuando buscan un sitio donde beber lejos de la algarabía del centro de Texas o de San Antonio, conducen hasta el bar en el centro de Silvertown, cuyo propietario es mi amigo Leo Foster.

—Hey, Violet, conseguiste estar en la grilla. —La voz arrastrada del idiota de Jamie John Gordon se cuela en mi oído a poco de la largada. Ha intentado ligar conmigo desde que tengo uso de razón; yo, en cambio, lo he rechazado porque no me interesan los jugadores de la primera hora que usan a las mujeres como mercancía intercambiable.

—Hola, J. J., de hecho, siempre consigo lo que me propongo. —Me siento ganadora, a pesar de que las rodillas me tiemblan como gelatina.

—¿Y cuándo te propondrás decirme que sí, cielo? —Me guiña el ojo, mientras juguetea con la goma de mascar en su boca, pasándola de lado a lado asquerosamente. Es un hombre hermoso, pero tan hueco como una tubería.

Ignoro su comentario y me alisto en el traje de piloto.

La adrenalina me corre por el cuerpo. Recibo las últimas indicaciones del instructor del equipo y juro dar lo mejor de mí.

Subo a mi Ford Mustang VI azul y blanco no sin antes darle una palmadita en el capó. Entro al vehículo, avanzo hasta mi puesto de largada y espero.

«Vamos, Violet, tú puedes», me repito entre dientes y, cuando la bandera verde se agita, me siento eufórica.

Generalmente, los hombres menosprecian a una mujer que conduce un automóvil común. Imaginen cuántas de nosotras hemos quedado en el olvido en un circuito de NASCAR por el tonto machismo.

Apenas largamos, me aferro al volante intentando despegarme del pelotón; la velocidad es extrema y el traqueteo del automóvil es enloquecedor.

Voy a un ritmo constante según lo planeado, pero a mitad de la carrera un inesperado incidente tiene a un conductor atravesando la pista y a otros dos chocando de lleno contra el paredón.

—¡No veo nada! ¡No se ve nada! —Alerto a grito vivo por el intercomunicador.

No, no soy Tom Cruise en Days of Thunders, pero nada me gustaría más que subir al podio como él cuando termina la película.

O con él. O debajo de él.

«Ñam, ñam».

Me focalizo en la humareda, en los restos de plástico que vuelan por doquier y en el deslizamiento de los coches sobre el pavimento. Una llanta vuela por el aire, pero no me intimida.

Paso el accidente acelerando a tope, esquivo el desastre que ha quedado por detrás e intuyo que probablemente detengan la carrera por un buen rato.

«Mierda», protesta Jason a mi oído y enseguida me indican que debo regresar a boxes hasta que limpien la pista.

—¡Bien, Violet, bien hecho! —Choco los cinco con Jason al bajar de mi Mustang.

—¿Hay algún herido? —pregunto inquieta.

—El helicóptero ha cargado a dos de

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