PRÓLOGO
Podría ser el inicio de una opereta del siglo XIX o una película de Ernst Lubitsch: un vanidoso diletante de cómodo pasar económico, afecto al ocio, las fiestas y el buen vivir, hereda una abultada fortuna y con ella decide cumplir todas las fantasías que acumuló desde su adolescencia, las de ser un artista reconocido, un galerista influyente, una celebridad cuyo nombre sea sinónimo de glamour y de lujos.
Como el hombre tiene dinero, y el mundo es como es, sus deseos se convertirán en realidad. Pero como la historia tiene lugar en la Argentina de los años noventa y está protagonizada por un individuo ostensiblemente gay, el argumento de farsa alegre no tardará mucho en tornarse dramático. “En este mundo hay solo dos tragedias”, escribió Oscar Wilde. “Una es no conseguir lo que deseas. La otra, conseguirlo.”
Nacido en 1942 en la ciudad checa de Liberec durante la ocupación nazi y porteño de adopción desde los 7 años, Federico Klemm cultivó durante aquellos años de gloria, a la par de su trabajo como artista, mecenas y divulgador de las artes, un perfil mediático omnipresente basado en la saturación de las pantallas y la cercanía con los ricos y famosos, que tuvo como inevitable resultado no solo el haberse convertido en una celebridad fulminante, sino en un emblema.
Eran habituales sus apariciones en el programa de Mirtha Legrand —a quien retrató en un cuadro que la conductora ostentó durante varios años en sus almuerzos televisivos—, las participaciones en sketches con Marcelo Tinelli y Antonio Gasalla, además de sus fastuosas fiestas de cumpleaños, en las que nunca faltaban las cámaras de televisión ni los personajes de la alta sociedad. Era millonario, exitoso y popular. La suerte le sonreía. Al país parecía que también.
Todo esto llevó a que Klemm —quien había participado de los experimentos vanguardísticos del Di Tella, había financiado muestras históricas de Andy Warhol y Robert Mapplethorpe en el país y era conocido hacía años en círculos artísticos como un dandy operístico e ilustrado, incluso en épocas particularmente peligrosas para exhibir hábitos estrafalarios— se convirtiera de manera accidental en un ícono del menemismo con su opulencia para pocos en lugar de gozar de una merecida reputación como un pionero del arte queer en la Argentina, en tanto productor de obra artística y de una vida queer vivida “artísticamente”.
Ese equívoco sobre su figura no había sido universal. Fueron muchos, en especial artistas y freaks del pop, quienes correctamente habían decodificado a Federico como uno de ellos, un fanático de la extravagancia en todas sus formas, que solo por cuestiones del destino ocupaba un tipo de centralidad por lo general reservada a personas más iguales a las demás, más discretas, menos extrañas.
Los Illya Kuryaki and the Valderramas, una de las bandas más exitosas y originales del reinado de MTV latino, se identificaron con su barroquismo trash y lo convocaron para el video de su canción “Jaguar House”, que en 1996 no paró de “rotar” en toda la región, mientras que la banda de pop electrónico Altocamet, que contaba con Gustavo Cerati como padrino artístico, quiso replicar el touch warholiano del disco debut de The Velvet Underground y le pidió a Klemm que se encargara de la portada de su álbum.
Pero esos reconocimientos poco importaron. Las lecturas simplistas —y homófobas, en algunos casos— redujeron a un personaje larger-than-life como Klemm a paradigma de un modelo político-cultural del que había que pasar página, tal como los propios argentinos lo hicieron al elegir como presidentes a Fernando de la Rúa en 1999 y a Néstor Kirchner en 2003
El debate “Arte rosa light y arte Rosa Luxemburgo”, realizado en el Malba poco después de la muerte de Federico, era representativo de esa búsqueda de coordenadas posmenemistas y las nuevas demandas sociales tras la brutal crisis económica de 2001 en la Argentina. El proyecto Klemm, con su internacionalismo con cambio a favor y su énfasis en la grandilocuencia personal, ya no era solo mal visto. Era una rémora de un pasado oscuro.
El tiempo, sin embargo, puso las cosas en su lugar, o al menos las matizó. Como bien dice la curadora Jimena Ferreiro en este libro, en los últimos años una nueva camada de artistas y de especialistas ha señalado a Klemm como un pope del arte mostra que hoy excita a los más modernos. El abuso que alguna vez sufrió, en televisión y en la calle, es finalmente entendido como un engranaje más de la homofobia de Estado que regía, sin demasiadas voces en contra, apenas unos años atrás.
Para contar su historia, hablé con más de 120 personas, entre amigos, amantes, conocidos, artistas, expertos y críticos de Federico, y sus testimonios son los que aquí se presentan, condensados y editados por cuestiones de claridad. Algunos entrevistados pidieron hablar de manera anónima y, para respetar sus deseos, sus nombres reales fueron cambiados. Las entrevistas se realizaron a lo largo de los dos últimos años y a través de todos los medios posibles: Zoom, conversaciones telefónicas, intercambios por WhatsApp, email, redes sociales. También devoré las numerosas entrevistas que concedió y las crónicas periodísticas que lo tenían como protagonista, revisé los catálogos de sus muestras y vi todos los episodios disponibles de su programa de arte El Banquete Telemático.
Fue un proceso largo, gratificante por momentos —cada vez que tenía que rever un capítulo de El Banquete Telemático en YouTube, por ejemplo— y frustrante en otros —pedirle a la gente que recordara eventos sucedidos hace cincuenta años con el mayor detalle posible tiene eso— y, como no podía ser de otra forma, telemático. Esto último, por supuesto, no por una intencionalidad conceptual de mi parte, sino por la aparición del COVID-19 —comencé a trabajar en el libro en mayo de 2020— y por la propia distancia física de la mayoría de los entrevistados, al residir en la Ciudad de México.
Agradezco a todos los que se tomaron el tiempo de compartir conmigo sus vivencias y recuerdos de Federico, en especial a sus guardianes Valeria Fiterman y Fernando Ezpeleta, actuales directores de la Fundación Klemm, y Cintia Mezza, gestora de la colección, quienes se pusieron a disposición desde el día uno, sabiendo nada de mí, salvo mi interés por la figura de Federico. También quiero destacar la predisposición de amigos y ex colaboradores, como Silvina Benguria, Alfredo Brisco y Alejandro Correa, entre muchos otros, por siempre responder con afabilidad y honestidad mis preguntas. Los apoyos de mis colegas Hinde Pomeraniec, Claudia Peiró y José Manuel Núñez, y en especial de mi editor Genaro Press, ya sea dando consejos puntuales, leyendo atentamente versiones iniciales, colaborando para llevar el proyecto a la recta final o simplemente brindando apoyo moral también fueron invaluables para que este libro existiera. A Iván también gracias, por todo, como siempre.
A veinte años de su muerte, Federico Klemm está más vivo que nunca. Como sumo pontífice queer de la juventud LGBT+, como objeto de retrospectivas que rescatan el homoerotismo maximalista en sus obras, como precedente de la visibilidad gay actual, y hasta como meme en las redes sociales. Al final, todo lo que tenía que hacer Federico para ser apreciado era dejar que pasara el tiempo.
Como si hubiera estado escrito en su destino, su pieza musical favorita, el aria del torero de Carmen, que Federico cantaba donde podía, ya se lo había hecho saber: “Ahora es tu turno. El amor te espera”.
ANTES DE EMPEZAR
SILVINA BENGURIA (amiga y artista): Yo lo conocí a Federico en una época genial, de gloria, que no es aquella por la que todo el mundo lo recuerda, la época de la tele, de la exposición total. Te hablo de mucho tiempo antes. Eran años en los que te llamabas y decías: “¿Vamos a salir a ver qué pasa?”. Y salías y te divertías en serio, te matabas de risa y conocías a la gente más extraña posible. Me acuerdo de un día que fuimos a comer con mi marido de ese momento y con Federico y un chico que él llevó. Un chico muy bonito, perfectamente vestido, y que apenas habló en toda la noche. Federico no le dio mucha bola. Al poco tiempo me llamó, dos o tres días después de esta comida, y me dijo: “Mirá, no te impresiones, pero, al chico con el que fuimos a comer, Robledo Puch lo acaba de matar con un soplete”. Esas eran las cosas que podían pasarte cuando estabas con Federico.
ROBERTO ECHEN (curador): La lectura más obvia siempre es la de los años noventa, el menemismo, el kitsch. Pero su proyecto no solo artístico, sino también de vida, era mucho más interesante, mucho más corrosivo. ¿Cuánta gente invita a una fiesta a lo más selecto de Buenos Aires para encerrarlos toda la noche a la merced de dos leones? No podés no ver el humor exquisito en una acción así y, sin embargo, la gente en esa época no lo vio. Dedicó toda su fortuna a la divulgación del arte incluso después de su muerte, pero igual solo lo consideraron un rico excéntrico.
FERNANDO EZPELETA (amigo y director de la Fundación Klemm): Cuando Federico estaba internado ya en sus días finales, una agencia de publicidad me llamó porque quería hacer un comercial con él. Me explicaron que tenían medido que era una de las diez caras en la Argentina que paraban el zapping televisivo. Les agradecí el ofrecimiento, pero les comenté cuál era la situación, y el comercial, obviamente, nunca se llegó a hacer, pero siempre pensé que a Federico le hubiese encantado saber eso. Porque él siempre fue una estrella, incluso antes de serlo. Enmudecían los teatros cuando entraba. Y era que Federico, cuando joven, había sido muy bello. Y cuando dejó de ser joven y bello, fue muy rico.
ANA MARTÍNEZ QUIJANO (crítica de arte): Federico había sido una figura conocida durante décadas en ciertos ámbitos selectos, principalmente por su gusto por organizar fiestas en sus casas y por ser un personaje estrafalario. Pero los años noventa iban a ser los de la fantasía en la Argentina, es lógico que saliera de las sombras y se transformara en uno de sus emblemas.
SHEILA CREMASCHI (productora de eventos): Siempre había querido ser un artista famoso. No había hecho casi nada durante cincuenta años y después, una vez que fue millonario, tuvo los medios para hacer realidad esa idea que siempre tuvo de él. Quería cantar, hacer cine, arte, tener un programa, todo. Le dije que tenía que hablar con los hermanos Correa, a quienes yo conocía de cuando manejaba el Café Mozart, y que sabía que hacían las cosas bien. El Klemm que la gente conoce empezó ahí.
ALEJANDRO CORREA (productor y gestor cultural): Vino a vernos a nuestra consultora, te estoy hablando de principios de los años noventa. Su intención era que le hiciéramos la prensa de su primera muestra. Él ya había ido a otras agencias, incluso a una de las más importantes de esa época, pero nadie quería tomarlo. El consenso fue que Federico era un diletante y no convenía vincularse con él.
JUAN PABLO CORREA (productor y gestor cultural): Nosotros ya habíamos hecho trabajos para Ruth Benzacar y Jorge Glusberg, y todo lo que era arte y under se nos daba bien, así que nuestros clientes generalmente iban por ahí. Julio Suaya, un consultor muy importante que en los años noventa manejaba Telefónica, nos llamó para decirnos que había un tipo que iba a hacer una muestra en la galería Centoira, pero que él no podía agarrarlo, y nos preguntó si nos interesaba. La sensación era que a Federico en aquel momento no había manera de “laburarlo”. Realmente se encontraba en una situación muy mala. Estaba deprimido después de años de orbitar en muchos lados sin demasiada suerte. Su único diferencial como artista en ese entonces era que cantaba. Si iba a una fiesta, se ponía a cantar un aria.
ALEJANDRO CORREA: Además de Glusberg y Ruth Benzacar, habíamos trabajado también con un centro cultural muy importante en esa época, el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI), y con varios artistas, así que de entrada nos pareció interesantísimo hacerlo con Klemm. A principios de los años ochenta, yo había tenido un bar punk, así que esa duda sobre si un artista es genial o un desastre me parecía algo atractivo. Pero las agencias grandes no querían tocarlo porque les parecía bizarro.
JUAN PABLO CORREA: Hicimos la prensa de esa primera muestra, que se llamó “El cuerpo de un simulacro”, y resultó un gran fracaso. Mucha gente mayor, nadie excitante o relevante como veías por ejemplo en las inauguraciones en Benzacar o en el Museo de Arte Moderno. Gente sórdida, alguna vieja gloria del cine nacional y los típicos colgados en los cócteles de inauguración. Y nada más. Pero fue el comienzo de nuestra relación laboral y la semilla para el programa de tele.
ALBERTO PASSOLINI (amigo y artista): Fui a esa primera muestra. Yo arrastraba siempre a mis amigos a las inauguraciones de Centoira, con el gancho de que servían mucho alcohol. Y Federico no decepcionó aquella noche: hubo champagne y whisky que salía prácticamente de las canillas. Recuerdo que, además de los cuadros que expuso, su amiga Mildred Burton hizo uno de sus números y él se despachó con una performance. Fue algo muy curioso, porque Federico estaba con su ropa “normal” —en la medida en que su vestimenta podía serlo— hablando con los invitados y de repente se fue y reapareció vestido con un calzoncillo largo, una camisa blanca con un prendedor de Tiffany y envuelto en lo que parecía un cubrecama en matelassé rojo. Se puso a hacer el final de Rigoletto. En su mayoría, la reacción de la gente fue reírse de lo q