Laura y Julio

Juan José Millás

Fragmento

libro-1

 

Esa vivienda en la que ahora suena el teléfono tiene dos habitaciones y un salón. El salón da a una calle estrecha del centro y cuenta con dos ambientes: el de la izquierda, muy próximo a la barra de la cocina americana, para comer, y el de la derecha, nucleado en torno al televisor, para estar. Las ventanas de las habitaciones se asoman, formando un ángulo recto, a un patio interior al que las cuerdas de tender la ropa proporcionan un aire orgánico, como si el patio fuera la garganta a través de la que el edificio respira. El baño, sin ventana, está adosado a una de las habitaciones. La otra se usa como cuarto de trabajo, aunque si Laura y Julio fueran padres sería la habitación del hijo.

Laura y Julio suelen dejar que el teléfono suene cuatro veces y siempre lo coge Laura, cuyo rostro, en esta ocasión, y tras escuchar lo que le dicen desde el otro lado, adquiere la rigidez de una máscara por cuyo agujero inferior —la boca— apenas es capaz de pronunciar dos o tres monosílabos antes de colgar. Luego, hablando más para sí misma que para su marido, dice que un coche acaba de atropellar a Manuel.

—Antes de perder el conocimiento —añade— le han preguntado a quién debían avisar y ha dado nuestro teléfono.

La noticia del accidente divide la tarde del sábado en dos partes con la limpieza con la que un bisturí separa la carne. Por la expresión de su mujer, Julio calcula que una vez que resuelvan las cuestiones de orden práctico tendrán que enfrentarse a un desamparo excesivo, por lo que, al objeto de retrasar ese instante, propone varias cosas inútiles que ella ni siquiera escucha. Pasados unos minutos, cuando Laura regresa a su cuerpo como el pájaro regresa a la jaula tras haberse golpeado contra las paredes, se dan cuenta de que no tienen la llave del piso de Manuel (aunque él sí dispone de la de ellos), lo que les imposibilita entrar en él para buscar el teléfono o la dirección de un pariente en el que delegar la ejecución de los trámites. Y del dolor. Es entonces cuando Julio cae en la cuenta de que han mantenido una familiaridad sorprendente con una persona de la que lo ignoran casi todo. El problema es que su matrimonio, sin ese individuo, resulta ya incompleto. La atmósfera destemplada y húmeda de la tarde penetra en el piso y roza, como un suspiro fúnebre, el ánimo de la pareja. Por la televisión, encendida aunque muda, pasan el anuncio de un perfume que inaugura la campaña de Navidad.

—Parece que nos hemos quedado viudos —ironiza Julio para desdramatizar la situación, aunque solo logra tensarla, pues Laura, tras reprocharle que dé a Manuel por muerto, se echa a llorar.

Ese Manuel que acaba de sufrir un accidente se había instalado en el piso contiguo al de ellos hacía ahora dos años. Aunque los tres tenían la misma edad, el matrimonio lo tomó bajo su tutela, o a eso jugaron. Se habían conocido un día que Julio tuvo que llamar a su puerta para advertirle de que había aparecido en su casa una mancha de humedad.

—Creo que procede de tu cocina —añadió.

Manuel le franqueó el paso y tras revisar juntos los bajos de la pila detectaron una pequeña fuga de agua que Julio, muy dotado para el bricolaje, arregló en dos minutos. Después, invitó a Manuel a tomar un café en su casa y le presentó a Laura. El encuentro terminó con el ofrecimiento protocolario de ayudarse mutuamente en lo que fuera menester.

Apenas unos días más tarde, al regresar del rodaje de una película de cuyos decorados era responsable, Julio encontró al vecino dentro de su propio salón, charlando animadamente con Laura. Había pasado a pedir una taza de aceite y se había quedado a cenar. Julio celebró para sí que la relación progresara, pues su mujer y él se habían aislado insensiblemente del mundo desde que se casaran.

Aquella noche, Manuel llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa blanca y una chaqueta negra. Aunque la camisa no era deportiva, y en opinión de Julio habría exigido el complemento de la corbata, le quedaba bien por la apariencia aleatoria que aportaba al conjunto. Manuel siempre daba la impresión de haberse quitado unos minutos antes la corbata, aunque jamás lo verían con ella. Con su modo de vestir, de moverse o de hablar daba a entender que venía de algún lugar más elevado, aunque había sido capaz de ponerse a la altura de aquel otro en el que acababa de caer.

Al poco de que Julio se incorporara a la mesa, Manuel contempló con un punto de malicia a la pareja y afirmó que parecían hermanos.

—Parecéis hermanos.

Pero al comprobar que recibían sus palabras con desconcierto, como si no supieran si se trataba de un halago o una crítica, añadió con naturalidad que estaba a favor del incesto y que todo amor era, en el fondo, incestuoso.

—Nos enamoramos de lo que nos resulta familiar. No me miréis así. Si yo hubiera tenido una hermana, la habría seducido o me habría dejado seducir por ella.

En cualquier caso, solía envolver sus afirmaciones más extravagantes en un registro irónico que hacía dudar al interlocutor de que hablara en serio.

Manuel era delgado y flexible a la manera de un alambre de acero. Su cabeza tenía algo de bombilla sujeta a un extremo de ese alambre, pues era grande y estaba siempre iluminada con una luz que procedía de un pensamiento tan delicado como el de la resistencia de una lámpara. A veces daba la impresión de que la resistencia, tras vibrar sutilmente, se fundía. Pero solo entraba en reposo para resplandecer luego con más intensidad.

Tras la cena, habían pasado a la zona del salón donde se encontraba el tresillo. Julio recordaba a Manuel con la copa de vino en la mano (un vino que había traído de su casa) diciendo «tenéis tresillo» con una mezcla de asombro divertido y lástima que le hirió. Julio era decorador y no ignoraba que el tresillo resultaba convencional, pero se trataba de la convención adecuada para amueblar ese espacio. Más adelante, cada vez que Manuel se presentaba en el piso de la pareja para tomar una copa o para ver una película en su compañía y se acomodaba en un extremo del sofá, como el feto dentro del útero, Julio estuvo a punto de recordarle aquella ironía acerca del tresillo, pero jamás lo hizo.

Continuaron hablando del incesto. Manuel aseguró que a veces, en la vida, se encuentran cosas nuevas, pero siempre como efecto secundario de buscar las antiguas.

—¿A qué vamos a Marte? A ver si hay agua, ya ves tú qué novedad, el agua. Y exploramos el universo para averiguar si hay vida, es decir, para ver si hay más de lo mismo. Los hombres, lo sepan o no, se casan con sus madres y las mujeres con sus padres porque esos son sus modelos. Si la gente supiera con quién folla en realidad cuando folla con su pareja, se quedaría espantada.

—¿Y tú?, ¿con quién follas tú? —había preguntado Laura ruborizándose enseguida.

—Yo no tengo modelo porque no tengo madre.

Tras los postres, Julio ofreció a Manuel un whisky que el invitado rechazó aduciendo que no tomaba bebidas destiladas, solo vino. Tampoco tomaba bebidas carbónicas porque, aunque no lo expresó de ese modo, daba la impresión de que le parecían groseras.

Dos años después de aquella escena, Julio no había logrado averiguar qué tenían de malo las bebidas destiladas, ni las carbónicas. A él, el vino le producía acidez y dolor de cabeza. Solo bebía

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