Un mundo extraño

Isabel Güell

Fragmento

Séptimo día de confinamiento. Aún semanas por delante de optimismo respecto a una pronta contención del virus, con el consiguiente regreso a la normalidad. Excepcional momento vivido con sorprendente resignación y energía. Podremos llegar al borde de la ruina, pero antes toca reprogramar el día con las nuevas tecnologías como absorbente y eficaz flotador; entre clases online de gimnasia, yoga y recetas de cocina novedosas, impactan en nuestras mentes imágenes de féretros enfilados que abarrotan pabellones de hielo reconvertidos en improvisadas morgues. Ante la incertidumbre o la tormenta, el cerebro está preparado para caminar por el filo de la navaja con la serenidad y la valentía de los héroes, como he podido admirar en tantas ocasiones gracias al privilegio que supone el ejercicio de la medicina.

Mientras me organizo para devolver las llamadas y responder correos electrónicos a los pacientes que han contactado conmigo a través de la centralita, trasladada al domicilio de la secretaria de mi departamento de Neurología y Psiquiatría, reflexiono sobre lo útil que me ha resultado adentrarme año tras año en el estudio de los avances en el campo de las neurociencias. Secretos desvelados de enorme trascendencia y que, sin embargo, apenas han modificado el devenir de mis decisiones y mis días; conocimientos sobre el funcionamiento del cerebro que no me hacen reaccionar con más sabiduría ante una discusión acalorada, ni siquiera me permiten retener más fácilmente la información nueva a pesar de haber profundizado en los mecanismos implicados en la capacidad de aprendizaje y la memoria con especial dedicación.

¿Quiénes somos? Circuitos neuronales en permanente intercomunicación como engranaje del ser: voz y conciencia, emociones y sentimientos, la química del amor, cerebros únicos y universales; almas trascendentales asomándose a un precipicio indescifrable. Entendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea probablemente no modificará nuestra vida, si bien nos aportará luz e intensidad en el camino. Analizarnos y reflexionar: cada paciente neurológico es un pozo de conocimiento en el que indagar para seguir avanzando. Pasión por el estudio, pero, más allá de resolver un problema de salud determinado, la empatía entre el médico y su paciente resulta esencial; en el caso del matrimonio al que me dispongo a llamar, conexión plena.

La cuarta llamada en siete días. Hasta tres cambios en la medicación pautada. Tres conversaciones en busca del equilibrio perdido. El marido de la paciente, disculpándose y preguntándome por mi salud y la de mi entorno, sentía molestarme, pero se encontraba en una situación límite. Su mujer, estable y tranquila hasta el inicio del confinamiento, había comenzado a despertarse a media noche y su inquietud iba en aumento: del insomnio a un estado alarmante de agitación. Cinco años acudiendo periódicamente a mi consulta y, en cada ocasión, la alegría recíproca al vernos; confianza y empatía consolidada con el tiempo y un curso evolutivo en especial agradecido, ya que la demencia degenerativa tipo enfermedad de Alzheimer de la mujer progresaba de un modo tan lento que parecía mantenerse estacionada. Año tras año, hasta las últimas revisiones en las que ya quedaba en evidencia un declive acusado en sus funciones superiores, reflejado en llamativos fallos de sus actividades cotidianas, que el marido conducía con admirable maestría: cariño, paciencia, instinto y sabiduría para que su mujer continuara sintiéndose partícipe e incluso responsable de su propia vida. Nietos con nombres cambiados, repeticiones constantes de lo dicho y de inmediato olvidado, desorientación espacial incluso entre las habitaciones de su casa y problemas crecientes para expresarse, aunque aún se la entendía bastante bien o, al menos, el marido lo captaba al vuelo y lo transcribía de un modo tan poco invasivo que apenas se notaba su intervención. A pesar del marcado deterioro, a base de conservar sus rutinas —sus paseos, sus tiendas habituales...—, en todo momento acompañada, la sensación que continuaba transmitiéndome era de que su vida seguía hacia delante de un modo gratificante tanto para ella como para su entorno; su marido se sentía satisfecho al verla tranquila, sin dolores, asistiendo contenta dos veces por semana a un taller de memoria en un lugar cercano a su domicilio. Envidiable placidez; ya le gustaría a la gran mayoría de las personas sentirse tan en armonía, envuelta en cariño y naturalidad por parte de una pareja que te arropa sin agobios. En cuanto a mí, en cada visita, además de alegrarme al verles, apenas precisaba un breve intercambio de frases para constatar que su enfermedad seguía su lento y progresivo declive sin grandes cambios: la conversación de la paciente, un ángel sin recelos, cada vez menos fluida y con frases más cortas, la sonrisa como recurso, su marido a su lado interviniendo lo justo; una auténtica delicia visitarla y comprobar que toleraba bien la medicación pautada por mi parte: un fármaco que eleva los niveles en el cerebro del principal neurotransmisor empleado por los entramados neuronales implicados en la memoria: la acetilcolina, sustancia química que ni cura ni detiene el proceso degenerativo, si bien en los ensayos clínicos realizados hace ya bastantes años se constató su eficacia al evidenciarse un enlentecimiento significativo en la evolución del cuadro clínico, como si lo suavizara. Y aunque en ocasiones resultaba de dudosa eficacia, al menos, en este caso, parecía cumplir su objetivo.

En tiempos de disgustos, grata sorpresa oír el tono de voz de un hombre tan discreto y correcto que, si había optado por llamarme una cuarta vez, era de suponer que se debía a la ineficacia del último de mis consejos. Pero no, tan solo desea comentarme que su mujer al fin había dormido de un tirón toda la noche, quizá demasiado; no obstante, mucho mejor así, tardará en olvidar lo sucedido. Una subida mínima en la dosis pautada había resultado un éxito. Además de transmitirle mi satisfacción, me reservo para mis adentros un suspiro de alivio ante los escasos recursos farmacológicos que me quedaban en la recámara para tratar de contener el descontrol mental de mi paciente. Tras un abrazo de satisfacción telefónico, paso a explicarle que la dosis del fármaco neuroléptico prescrito continúa siendo baja, si bien, a su edad, cuanto más baja, mucho mejor. En caso de que de día la encuentre somnolienta o cualquier otro problema, le reitero que me vuelva a llamar. «No me molesta en absoluto, usted puede llamarme cuando quiera. Confío en que se mantenga la eficacia de la medicación; no obstante, en cuanto reabra la consulta les avisaremos, ya que este tipo de fármacos requieren controlarse e intentar disminuir la dosis en la medida de lo posible. Recuerdos a su mujer y cuídense mucho».

El insomnio y la desorientación con delirio y agitación en las personas de edad avanzada es un problema muy complicado de controlar que ocurre con bastante frecuencia; ojalá fuera de dificultad equivalente al insomnio del adulto medio, ya de por sí bastante desesperante. Pero resulta que, en personas de edad avanzada, los sedantes, ansiolíticos o hipnóticos habituales para inducir o mantener el sueño no solo suelen ser ineficaces, sino que a menud

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