El soldado de porcelana

Mathias Malzieu

Fragmento

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Prólogo

En casa me fascinaban dos objetos. Ambos venían de Lorraine. El primero era un barómetro de madera en el que había tallada una doble cigüeña sobre un nido gigante, con vistas a las casitas de un típico pueblo del este de Francia. Hasta finales de los años ochenta, mi padre estuvo prediciendo el tiempo con solo darle unos golpecitos a la esfera de cristal. Todavía puedo oír el ruidito que hacía. Era un sonido nocturno, el último antes de darnos las buenas noches. Incluso cuando Francia perdía contra Alemania al fútbol, mi padre toqueteaba la esfera. El tintineo de sus uñas sobre el cristal terminaba con un «¡Ah! ¡Buen tiempo!», o un «¡Ay, ay, ay, qué lata… ¡Mañana va a llover!».

Yo era demasiado pequeño para ver lo que había escrito en la esfera, así que pensaba que mi papá era un mágico-meteorólogo.

No muy lejos, en la cocina había un cofrecito de madera apenas más grande que una caja de zapatos. En la etiqueta ponía: «Recuerdos».

De allí mi padre sacaba un montón de cosas que, cuando yo era un niño, me parecían mágicas. Era como el bolso de Mary Poppins; había rollos de película súper-8, un barco pesquero azul y dorado, diapositivas de cuando él era más pequeño que yo, durante la guerra.

Y un álbum de fotos. Élise, su madre. Su tío Émile, su tía Louise y su abuela. También estaba él posando orgulloso con la bici de Émile en 1945, así como su padre haciendo gala de la Cruz de Guerra y la Legión de Honor.

Al final del álbum de fotos había un sobre. Dos cartas de su madre. A veces las abría. Lo hacía en silencio, y entonces parecía perderse en un laberinto de recuerdos del que no salía hasta haberlas guardado de nuevo.

Una noche le pregunté de qué se trataba. Y me leyó una. Aquella carta, escrita unos días antes de la muerte de su ma­dre, me conmovió. Me atraía y al mismo tiempo me helaba la sangre. Aquella carta era la prueba de que, antes del ac­cidente de amor tal vez evitable, allí estaba ella, ocupándo­se de la fiebre de quien entonces se llamaba Mainou. Mi padre.

Luego estaba la máquina de escribir. Una Mercedes Prima negra brillante, sobre su base de madera.

Mi padre viajaba mucho y siempre traía buenas historias que contaba con devoción y picardía.

Hasta cuando estuvo preso un mes en Arabia Saudita, yo quería ser como él. Había hecho escala en Anchorage, Alaska, se las había visto con los japoneses, nos había traído a un australiano que sonreía todo el tiempo, incluso mientras comía, a un corso supertierno que caía más a menudo que Pierre Richard en la película La Chèvre, a un israelí con nombre de desfiladero alpino, Izoar, y también a una inglesa peinada como unas patatas chips.

Pero la más grande de sus historias comenzaba cuando cruzó la línea de demarcación escondido en un carro de heno.

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Montpellier, villa Yvette, la Pompignane, 4 de junio de 1944

Esta noche has muerto. Sin embargo el sol ha salido igual. Mireille no lo ha visto, y yo nunca veré a Mireille.

Papá no se ha tomado el tiempo de llorar. Hay que llenar dos maletas y dos ataúdes. La ropa que tú doblaste, con ese olor a ti. El perfume de un fantasma. El recuerdo de tus pasos en una escalera. Cruje, esa escalera.

Yo no. Yo imito a papá. Él cierra las maletas y los ataúdes frunciendo el ceño. Sus ojos se pierden a lo lejos, pero lo hace rápido y bien. Mis ojos se pierden a lo lejos, y a lo lejos no veo más que la nada.

«Pobre pequeño Mainou, ya no vas a tener mamá». Es lo último que me has dicho cuando estabas acostada en la cama. Yo lloraba sin parar. Entonces me detuve. A partir de ahora, he decidido que nunca volveré a llorar.

La maleta invisible es la más pesada. Los fantasmas de la mujer de su vida, su Lisette, como él te llamaba, y de una casi hija, encogidos como un ovillo en la maleta de papá, los de una madre y de una casi hermana en la mía.

Papá me está ajustando la corbata de aprendiz de adulto. Se esmera exactamente como antes, solo que emplea más tiempo en hacerlo. Los ojos le hacen un falso contacto, los párpados se le guiñan. «¡Parpadean! —me dirías tú—. ¡No se guiñan sino que parpadean, Mainou!». Luego sonreirías.

—Tienes que entender que ahora mismo no puedo ocuparme de ti —me dice papá.

A mí me gustaría saber cuánto dura un «ahoramismo», pero no digo nada.

—Mi deber es volver al combate. ¿Lo sabes?

Yo lo sé mucho mejor que bien, así que asiento ligeramente con la cabeza.

—Vas a tener que cruzar la línea de demarcación que separa la zona libre y la zona ocupada, así tu abuela podrá recogerte. Es una nueva frontera que, si eres francés, no se puede cruzar. Jeanne, una prima de mamá, tiene un terreno que está situado a ambos lados de esa frontera prohibida; ella te ayudará a cruzarla. Deberás esconderte en un carro de heno. Una vez lo hayas hecho, estarás en zona ocupada. Pase lo que pase, no hables ni te muevas. ¿Lo has entendido?

—Sí, sí…

—Tu abuela te cuidará muy bien, es una mujer de una gran bondad… Tu tío Émile es un hombre asombroso, tu tía Louise es un poco… bueno, ya lo verás.

Papá me acaba de ajustar la corbata. El mejor nudo de corbata de la historia de los nudos de corbata. No puedo casi respirar.

—Y… le darás esta caja a tu abuela —me dice mientras me mete en la maleta un cofrecito de madera—. Era de tu madre… le tenía mucho cariño. Te la confío. Dásela en cuanto llegues y sobre todo, pase lo que pase, no la abras. ¿Entiendes, pequeño?

Asiento de nuevo con la cabeza, haciéndome el valiente que todo lo entiende. En realidad, mi corazón le está pegando fuego a mi cerebro.

—¿Mainou? —insiste papá con esa mirada suya de antes de las catástrofes.

—Claro, claro —vuelvo a decir, con la garganta tomada por una angina de preguntas.

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En el tren que se aleja, el 4 de junio de 1944

Una voz dice que el tren arranca, pero es Montpellier quien retrocede. Nosotros no nos movemos. Pensamos. Las palabras no sirven de nada, así que no las usamos.

Papá me cubre el hombro izquierdo con su mano enorme. Los pasajeros adormilados tienen un aire exactamente como los muertos. Todo parece tan lejano… Viajamos con una caja, dos maletas llenas de fantasmas y la imposibilidad de curar la angina de preguntas. Si el ahoramismo dura mucho tiempo, ¿papá volverá de vez en cuando? ¿Qué hay en esa caja? ¿Por qué no puedo abrirla? Y la muerte

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