La escandalosa aventura de lady Ruth (Las hermanas Keeling 1)

Bethany Bells

Fragmento

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Prólogo

Navidad de 1827

¡Qué frío hacía! Y qué lugar espantoso...

Por lo menos ya no nevaba, aunque el suelo, cubierto de nieve, estaba muy resbaladizo. Tully rodeó como pudo un charco que estaba casi congelado y avanzó más rápido, intentando no perder de vista la figura lejana de lady Ruthie. Iba a varios metros por delante, envuelta en el burdo mantón marrón con el que había salido sigilosamente por la puerta trasera de Gysforth House. Si no se equivocaba, era de Lily, la ayudante de la señora Collins, la cocinera.

Al principio, cuando decidió seguirla para ver a dónde demonios iba, no lograba entenderlo, pero ahora sí. La muy majadera debía pensar que, embozada de ese modo, podía pasar por cualquier mujer de Whitechapel, una prostituta, incluso. ¡Qué ilusa! Como si alguien así hubiese podido permitirse el redingote que sobresalía por abajo, hecho de pieles y del mejor terciopelo, o el elegante vestido gris que llevaba, de la lana más fina. O los botines, fabricados por el mejor zapatero de Londres, para el caso.

¡Hasta la falda, que dibujaba una perfecta forma de A gracias a las enaguas que había almidonado la mismísima Tully con todo esmero, la delataba! No podía disimularlo de ningún modo: aunque se empeñase en no formar parte del mundo hipócrita y despiadado de la mejor sociedad de Londres, lady Ruth Keeling era una de las damas más elegantes de toda la ciudad.

No en vano era una de las hermanas del poderoso duque de Gysforth.

«Pese a sus eternas manchas de tinta», sonrió Tully para sí, y eso que odiaba tener que limpiarlas. Lana, algodón, terciopelo, seda... Incluso en las pieles. ¡Y qué podía decir de los guantes! Nada, ni uno se salvaba. ¿Quién se sentaba en cualquier momento, de cualquier modo, a escribir novelas románticas? Lady Ruthie, claro.

—¿Dónde demonios irá...? —susurró Tully.

Vio el aliento que escapaba de entre sus labios, como una neblina. Con la puesta de sol, estaba bajando más todavía la temperatura. De hecho, sospechaba que no tardaría en volver a nevar. Habitualmente, no era algo que le disgustase, al contrario, le encantaban las fiestas navideñas, con adornos, sus velas, sus muñecos y sus bolas de nieve, con su frío y sus carámbanos. Siempre disfrutaba de esas fechas.

Pero estaba claro que a los callejones de Whitechapel no llegaba la Navidad, solo el invierno.

Y lady Ruthie seguía caminando por ellos, entre el gris y la mugre. ¿Hacia dónde? ¿Por qué había salido, después de decir que no iba a la fiesta con sus hermanas porque se encontraba mal? ¿Se estaría viendo con alguien? A ratos, eso sospechaba Tully, pero resultaba casi increíble. Lady Ruthie no era como ella, o como la mayoría de las mujeres. Milady no pensaba en el amor, excepto como tema de novela.

Palabras, más o menos bonitas, mejor o peor encadenadas, eso eran para ella los latidos de un corazón enamorado.

Sin embargo, para Tully... ¡Lo que hubiera dado ella por experimentar algo tan grande como lo que decían que era el amor, el amor verdadero, ese que todo lo podía, que todo lo arrasaba! Existía, lo sabía, lo había visto en la boda de lord Gysforth y lady Bethany, o en la de su amigo lord Rutshore y lady Harriet.

El amor verdadero estaba más allá del amor, era algo que no podría romperse, jamás. Cuando una pareja que se amaba de ese modo se miraba a los ojos, daba la impresión de que, para ellos, el mundo se detenía por completo y el tiempo contaba de otra forma.

Su tía Janet lo llamaba «el instante mágico». Recordó muchas noches de Navidad como esa, sentadas las dos frente al fuego, en la pequeña casita de Aldgate. Poco para comer, menos para vestir, pero abrigadas por una auténtica montaña de cariño...

—Háblame del amor verdadero —le había pedido la pequeña Tully. Y tía Janet juraba que lo había vivido con un prometido que murió muy joven y muy lejos, en la India. Por eso nunca dejó el luto y nunca quiso iniciar relaciones con ningún otro, pese a haber tenido muchos admiradores.

—El instante mágico es algo irrepetible. Ocurre de pronto y se siente, Tully, se siente aquí —había dicho, llevándose una mano al pecho—. El corazón parece bailar, más ligero, y el mundo se detiene y... —había buscado la palabra adecuada— brilla.

Tully había abierto mucho los ojos, admirada.

—¿Brilla? ¿Cómo?

—Lo verás, llegado el momento. Cuando elijas un hombre con el que compartir tu vida, no te conformes con menos. El amor verdadero llegará y lo hará cuando menos lo esperes, en el lugar más insospechado.

¡Querida tía Janet! Lo había dicho convencida, pero pasaba el tiempo y no parecía que algo así fuera a ocurrir. Tully había cumplido ya los veinticinco años y el amor seguía esquivándola por completo. No estaba sola por falta de oportunidades, al contrario: la habían cortejado en varias ocasiones, incluso un médico de Covent Garden que no podía ser mejor partido, pero nada.

El mundo no se había detenido ni había bailado el corazón en su pecho. El tiempo había seguido pasando, sin magia y sin brillo, haciendo que se sintiera cada vez más mayor y más sola... Y era una mujer independiente, con un buen empleo. Sin amor, no quería compromisos.

Tully agitó la cabeza. ¿A qué darle vueltas a lo que, estaba claro, no tenía solución? No todo el mundo llegaba a conocer el amor, del mismo modo que gente como su tía Janet lo perdía apenas lo había encontrado. El mundo era terrible y oscuro, como esas callejuelas de Whitechapel.

Mejor dejar aquel tema imposible y centrarse en lo que estaba haciendo, o terminaría despistándose. Ya apenas quedaba luz y cada vez resultaba más difícil seguir a lady Ruthie en la distancia, de modo que, cuando vio que se metía por una bifurcación a la izquierda, aprovechó para correr y acortar distancias.

Al llegar a la esquina se inclinó poco a poco, para mirar y valorar la situación y... no vio a milady.

Era un callejón ciego, cerrado a pocos metros por la parte trasera de otro edificio. Había un buen montón de cajas amontonadas, y basuras por todas partes. A un lado, vio un cartel: «One-Eyed Alley».

Vaya sitio. Solo había una puerta desvencijada, a la que se llegaba por una escalera lateral, tan llena de musgo y humedades como el resto del edificio. ¿Habría entrado allí milady? A saber... Estaba lo bastante loca como para cometer semejante barbaridad.

Tully empezó a subir, con cautela. Hablando de locas... ¿Por qué se metía ella en semejantes barullos? Si milady quería jugar a los misterios, hubiese debido dejarlo estar, o decírselo a lord Gysforth, sin más. Su hermano mayor era el único que sabía cómo controlarla. Pero odiaba la idea de ser desleal con lady Ruthie. Ella siempre había sido amable con ella, cariñosa incluso, y...

—¿Puedo ayudarla en algo?

La voz le provocó tal so

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