Un tipo con suerte

Siro López

Fragmento

Prólogo, por Ibai Llanos

Prólogo

Conozco a Siro López desde hace unos catorce años, coincidiendo con su época de Punto pelota, allá por 2008. Por supuesto, él no me conocía, pues yo no era más que un niño.

Lo veía desde casa y pensaba que era un showman y un personaje televisivo muy madridista. Sin embargo, en otros momentos demostró ser un gran periodista, de esos que se notaba que tenían muy buena información, de primera mano.

Más tarde, ya en pleno 2018, tuve la oportunidad de conocerlo por fin en persona. Fue gracias al programa de baloncesto Colgados del aro, un canal de YouTube donde se habla de actualidad (y de otras cosas) del mundo de la canasta. Él era (y sigue siendo) uno de sus colaboradores habituales. Un día fui a hacer una entrevista y a jugar a un juego con ellos y, gracias a esa invitación que me hicieron Iturriaga, Daimiel y compañía, pude desvirtualizar a ese periodista al que tantas veces había visto al otro lado de la pantalla.

En aquel momento Siro todavía no tenía ni la más remota idea de mi mundo, de dónde venía ni a qué me dedicaba. Por aquel entonces él tendría ya sus sesenta y dos años bien puestos, y todo esto le quedaba muy lejos, le sonaba a chino.

Desde el minuto uno nos caímos muy bien. A pesar de la diferencia de edad (Siro me saca casi cuarenta años), creo que conectamos a las mil maravillas y sentimos un feeling especial. Tenemos mucho en común: los dos somos muy madridistas, grandes aficionados al deporte y, además, nuestras personalidades son muy parejas. Total, que encajamos.

Ahí plantamos una semillita.

La dejamos crecer.

Y llegó la pandemia del COVID-19.

El virus lo cambió absolutamente todo. Todo. Siro decidió empezar —aunque no termino de entender muy bien por qué— una nueva vida en Twitch. Por si hay algún despistado, es una plataforma de transmisión en directo que utilizamos para charlar con la gente, jugar a videojuegos u organizar eventos de todo tipo. Él se lanzó a este mundo y empezó a hacer las cosas de otra manera, alejándose un poco del periodismo tradicional, al que, a pesar de todo, sigue muy ligado.

Y esto, claro, nos hizo conectar más que nunca. Siro empezó a hacer streamings conmigo, y hemos colaborado juntos en muchos eventos y en multitud de acciones, lo que lo convierte en unas de las personalidades más especiales de nuestro país. Con sus casi setenta años, es una persona conectada, como es lógico, a la España más antigua y al periodismo más clásico, pero a la vez podemos encontrarlo en las redes sociales más actuales: Siro utiliza Instagram, escribe en Twitter, sube vídeos a TikTok, stremea en Twitch y hace acciones publicitarias con diferentes marcas.

A su edad, muchos están ya jubilados o en la rampa de salida para jubilarse, mientras que Siro es todo lo contrario. Acaba de empezar una nueva vida en la que probablemente está conociendo a más gente que nunca, en la que probablemente está recibiendo más cariño que nunca y en la que probablemente está ganando más dinero que nunca, aunque seguro que ha conseguido mucho dinero en toda su vida. Muy curioso, ¿verdad? Un señor de sesenta y siete años en el mejor momento de su vida tanto laboral como personal. Tócate los cojones.

Creo que lo que la gente puede esperar de este libro es un compendio de las memorias, historias, anécdotas y vivencias de, como he dicho, no solo uno de los grandes periodistas deportivos de nuestra historia, sino de una de las grandes personalidades españolas. En serio.

Siro ha vivido los inicios del mundo del baloncesto, se ha visto muy ligado a periodistas como Andrés Montes y también a jugadores de aquellos años ochenta, auténticas estrellas del mundo del deporte. Ha vivido un montón de locuras y experiencias al meterse en fiestas con jugadores de fútbol. Son historias que nadie se atreve a contar, chanchullos y peripecias de presidentes de clubes, directivos del mundo del fútbol de los años duros de nuestra Españita. Y Siro, por otro lado, también ha vivido la televisión pura y dura, con sus peleas con Josep Pedrerol, ha sido uno de los mandamases de una cadena autonómica tan importante como TeleMadrid, y se ha pateado programas que ven millones de personas. Ha vivido lo que es comentar un gran evento de baloncesto en la actualidad y sufrir todo el hate que te puede caer por narrarlo como tú consideres y que recibas palos de todos lados.

No termino de saber cómo definir a Siro. Paraos a pensarlo: ha pasado de salir de fiesta con Maradona, Bibi Andersen o Pajares y Esteso a estar en la gala de los Premios Esland con ElRubius, TheGrefg y AuronPlay. Es que es la hostia, macho. Lo que aquí os vais a encontrar es una de las historias de vida más peculiares, singulares y especiales que se pueden leer sobre un español. Así, en general.

Pero es que, además, Siro López tiene una gran historia de superación que contar. Es verdad que siempre hacemos muchas bromas y mucho meme con él, pero lo que tiene detrás es brutal. Empezó siendo una persona muy exitosa en el mundo del periodismo deportivo que, por diferentes razones, incluso tuvo problemas económicos, dejó de irle bien a nivel laboral. A sus sesenta y siete años, ha sabido reponerse de todo eso, comenzar de nuevo y estar mejor que nunca. Siro nos demuestra que nunca hay que rendirse y que la edad no es excusa para adaptarte a los nuevos medios, a la nueva sociedad, a las nuevas tecnologías y a todo lo que hoy se nos pide o se nos exige. No solo ha avanzado en todo esto, sino también en su pensamiento, desmarcándose de esa generación que se ha quedado anclada en el pasado respecto a sus opiniones en determinados temas. Siro, por su parte, todo lo comprende y lo reflexiona muchísimo, y ha sabido adaptarse a este nuevo mundo que nos rodea, con sus nuevas maneras y sus nuevos métodos, que es muy complicado de sobrellevar.

Siro nos demuestra que no hay edad para aprender.

Siro nos enseña que no hay edad para dejar de hacer las cosas que te gustan.

Se pueden tener sesenta y siete años y no hacer nada, no te digo que no, pero es maravilloso llegar a esa edad y querer seguir aprendiendo y mejorando.

Por último, y no menos importante, estamos hablando de una persona absolutamente fantástica y sorprendente.

Siro López tiene un corazón enorme. Es muy pasional, para lo bueno y para lo malo, lo que le lleva a meter la pata de vez en cuando, y también en eso nos parecemos. Pero su fondo es maravilloso y eso es lo que importa. Él reconoce sus errores cuando corresponde. No le importa pedir perdón porque, cuando lo hace, es de verdad, de corazón. Siempre está dispuesto a ayudar y a intentar que todo el mundo, en cualquier círculo social, se lo pase bien y se sienta arropado.

Disfrutad de este gran libro.

Es el libro de una gran persona.

Una persona con sesenta y siete años de vida y cincuenta de labor profesional.

Emprended este viaje apasionante de la mano de este comunicador que empieza con José María García y acaba con Ibai Llanos, pero siempre con un micrófono delante.

IBAI LLANOS

Si esperas encontrar aquí la historia de un tipo especial, ya puedes dejar de leer. Solo soy un privilegiado, un tipo con suerte que un día, perdido en una aldea, soñó con ser periodista y viajar por el mundo.

Y lo consiguió, pero pasó mucho por el camino…

Primera parte. Infancia

PRIMERA PARTE

Infancia

Cuando mis padres me trajeron al mundo

Cuando mis padres me trajeron al mundo

Mi padre, Luis, tiene ya noventa años. Siempre ha currado mucho y ha sido un echado para delante. A los diecinueve años ya tenía claro que, en Galicia, su futuro era muy reducido y oscuro.

—Me voy a Asturias. ¡Yo solo! —soltó un día después de que alguien le dijera que en la mina se ganaba bastante dinero.

Mi padre era, y sigue siendo, guapo y mocero. Me contaba mi madre que tenía fama de tener tres novias a la vez. Un dandi, el Julio Iglesias del norte. Echando números, la verdad es que creo que se casó con mi madre de penalti. Porque, a ver, pasaron por la vicaría en noviembre y yo nací en marzo. Así que blanco y en botella: cuando se dieron cuenta de que yo ya estaba en las entrañas de mi madre, decidieron arreglar las cosas con Dios.

Aparte de trabajar en la mina, también hacía de acomodador en un cine, pues todo ingreso era bien recibido. Además, de ese modo se sentía más cerca del mundo de la cultura.

A mi madre, sin embargo, le costaba más demostrar cariño. Creo que en esto he salido a ella. Mi padre es muy llorón, como yo, un tío muy sensible; a la mínima estamos al borde de la lágrima. Adoraba a mi madre, estaba loco por ella. En cuanto se casó con ella a los veintitrés años, ya no necesitó más, y vivió por y para ella toda su vida.

Mis padres se conocieron en Galicia, supongo que en una fiesta patronal, pero él ya vivía en Asturias. Antes de que ella se quedase embarazada vivieron a caballo entre ambas comunidades, pero una vez mi padre y mi madre hicieron cositas y empecé a gestarme, mi padre tuvo que regresar a Galicia. Y allí nos quedamos hasta que yo cumplí el primer año.

Siempre se preocuparon de darme lo mejor, de que yo pudiese tener más de lo que ellos consiguieron. Mi padre es muy buena gente, un tipo encantador, y esto es lo que más me enorgullece de él, que la gente con la que se ha ido cruzando en la vida lo ha querido siempre muchísimo. Es un tipo muy legal, de los que no quedan, que continúa manteniendo los amigos de toda la vida. Siempre ha sido un ídolo para mí, el verdadero, porque los del fútbol ya sabemos que son de barro y caducan, pero mi padre siempre está y siempre estará. Casi todos los niños son más de su madre, pero yo siempre he sido más de mi padre. Mi madre tenía devoción por mí y yo por ella, eso sí, que conste. Además, ambos siempre me apoyaron en mis decisiones, incluida la de ser periodista. Me educaron muy bien y me dieron las herramientas para ir creciendo como persona, pero a la vez me ofrecieron autonomía e independencia para que no fuera un inútil. Les estoy muy agradecido por ello.

En cuanto a la política, mi madre votaba lo que votase mi padre. Y claro, al ser de clase obrera, trabajando en la mina y tal, obviamente tendían a la izquierda. El sindicato minero era muy fuerte en este país. Yo no tenía conciencia política, la verdad. Ignoraba todo aquello: o me venía grande o no lo entendía. Lo único que recuerdo es a las mujeres del pueblo de Asturias esperando a los mineros heridos o fallecidos. Aquello me impactaba mucho. Sonaba una sirena para avisar del accidente, de que había pasado algo. De hecho, mi padre, cuando fue caballista en la mina (donde las mulas arrastraban los vagones de carbón), un día sufrió un percance y acabó ingresado en un hospital de Oviedo. Menos mal que quedó en un susto.

La relación que he mantenido con mi padre nunca ha sido como la que tenemos ahora con nuestros hijos. La vida ha cambiado mucho, y las familias, el trato personal entre padres e hijos, no tiene nada que ver, era otro mundo. Él era muy cariñoso y jugaba conmigo, pero no disponía de tiempo para más. Siempre ha sido muy niñero, pero por motivos laborales conmigo jugó menos que con sus nietos, trabajaba en la SEAT y en una fábrica de zinc en Barcelona. Dedicaba al trabajo más horas que un reloj, pero gracias a eso pudo ir construyendo un pequeño patrimonio que ahora disfrutan él, sus nietos y, por la parte que nos toca, Julita y el que suscribe.

Cuando, aunque no lo creáis, era niño

Cuando, aunque no lo creáis, era niño

Aunque nací en Galicia y me siento gallego por los cuatro costados, mis primeros recuerdos se relacionan con pasear por el pueblín asturiano de Cerredo en el que viví durante un tiempo, de la mano de mi padre, cogiendo de los arbustos arándanos frescos y un pelín ácidos. Esta podría ser la primera imagen de mi infancia que me viene a la cabeza. En mi memoria quedó ese particular sabor. Aún hoy me encantan, y cada vez que los como, me transportan unas cuantas décadas atrás.

Soy hijo único. A pesar de las carencias que había en casa, mis padres siempre hicieron todo lo posible por concederme casi todos los caprichos. Me recuerdo como un niño muy feliz, siempre alegre, aunque hasta que no cogía confianza me mostraba bastante tímido. Os vais a reír, pero dicen que era muy guapo, un muñequito. Todos me adoraban. Os he dicho que no os riais, cabrones, que os estoy viendo.

No era nada cobardica. De hecho, era bastante lanzado y, como es natural, en ocasiones eso me hizo llevarme hostias por todos lados. Me gustaba jugar a indios y vaqueros con ballestas de paraguas y también a los clásicos juegos de los niños de la época: el escondite, correr y pillar, canicas y, cómo no, los Juegos Reunidos Geyper.

Louseiro, lugar al que íbamos un mes cada verano desde que mis padres, cuando yo apenas tenía un año, decidieron ir a trabajar a Asturias, era la típica aldea gallega de viviendas diseminadas. Habría unas treinta o cuarenta casitas, no más. No teníamos luz, y de noche nos teníamos que alumbrar con candiles. Tampoco había váteres, así que nuestras necesidades las hacíamos en el campo. Íbamos literalmente a cagar al monte y nos limpiábamos con lo que pillábamos. No se preparaba la comida en una cocina al uso, ni siquiera de leña, hasta que pasaron unos años. Lo hacíamos en la lareira: encendíamos el fuego en la cocina y colgábamos los potes en un gancho para que les llegara el calor. Y era así tanto para nosotros como para los animales, sobre todo para los cerdos, que no vivían mucho peor que nosotros. Todo el que haya vivido alejado de las ciudades en aquellos años seguro que tiene historias similares, porque fue la realidad de España durante décadas. El progreso fue paulatino, y en las aldeas aún más.

Me viene a la cabeza una historia de cuando tenía algo más de cuatro años, un verano en el que regresábamos a la aldea de Louseiro de vacaciones. Un día me fui con mi prima Carmiña, que tenía algo más de dos, porque quería enseñarme algo que le había llamado la atención. Empezamos a caminar sin mirar atrás. Anduvimos y anduvimos hasta que perdimos la noción de dónde estábamos. No diré que pasamos miedo, pero estuvimos un buen rato desaparecidos. Nos buscaron durante tres horas y, cuando por fin nos encontraron, mi padre me zurró la badana como si no hubiera un mañana. Me dio de tal manera que se supone que con ello tenía que haber aprendido la lección. Pero no. Seguro que ya me vais conociendo y, claro, no escarmenté. Meses después, de regreso ya a Asturias, cuando me regalaron un rifle de juguete para Reyes, me volví a ir a la aventura con mis amigos por los montes que rodean el pueblo minero de Cerredo, y se volvió a repetir la historia, aunque con otra protagonista, ya que fue mi madre la que me calentó el lomo a base de zapatillazos.

Me gustaba bajar las escaleras del edificio en el que vivía deslizándome por el pasamanos, lo típico de un chaval que no veía el peligro por ningún lado.

El peligro, en todo caso, era yo.

Un día, en una de estas, creyéndome que lo tenía todo bajo control, me caí de cabeza del tercero al segundo. Me metí un guarrazo de campeonato. Pero sabiendo que si se lo contaba a mis padres me iba a llevar azotes por partida doble, me callé como un campeón para que no me metieran la bronca. Durante años sufrí un fuerte dolor en la cabeza, como una especie de calambre. Supongo que algo me quedaría de aquel golpe. Nunca me vio un médico, porque no dije nada, pero a saber, quizá tuve un traumatismo craneoencefálico de esos, yo qué sé…, ¡y de aquellos polvos, estos lodos!

El agua la sacábamos de los pozos con balde, cuerda y polea. Mi abuela me bañaba en un barreño porque, por supuesto, no había ducha. Se te quedaba impregnado el olor de los orinales y terminabas por vivir acostumbrándote a él. Las habitaciones de las casas estaban en el primer piso y, abajo, teníamos el establo, que en gallego lo llamamos «las cortes».

Mi prima Carmiña y yo nos despertábamos de noche y no nos gustaba usar el orinal, así que buscábamos un hueco hecho para ello y hacíamos pis desde arriba. Estábamos siempre liando alguna. Todo era muy rural, como era, en general, la España de los sesenta, y Galicia más, que siempre estuvo dejada de la mano de Dios. Un ejemplo es que las autopistas no llegaron hasta los años noventa. De hecho, tengo un recuerdo del trayecto que había que hacer desde Cerredo, que estaba pegado a León. Desde allí veíamos trenes de carbón con asientos de madera, y de esa estación teníamos que ir a Sarria, la villa importante, haciendo varios trasbordos. Pero luego no quedaba más remedio que caminar hasta la aldea.

Me encantaba acompañar a mi abuelo Manuel a sacar a las vacas a pastar, lo que se llamaba «guardar las vacas». Pasábamos horas juntos. Con cañas de maíz, millo en gallego, él me solía fabricar flautas. Tenía un transistor de los primeros que salieron a pilas. Era enorme, y mi afición por la radio creo que viene de esa época, porque siempre lo llevaba encima. Escuchábamos el programa De España para los españoles, donde la gente que había emigrado fuera del país pedía canciones para dedicar a los familiares que se habían quedado. De hecho, en una correspondencia que mantuve con mis padres me contaron que me habían dedicado una canción por mi cumpleaños a través de ese programa de radio. Qué pena no poder acceder a aquel documento.

Cuando cumplí los siete años mis padres se fueron a vivir a París, aconsejados por Antonio, un paisano que regentaba una sastrería en Caboalles y que tenía la referencia de su hermano Jesús, que se había ido a la capital francesa en busca de un mejor porvenir. Yo me quedé medio año en la aldea con mis abuelos y mis tíos. Lo que podría haber sido un drama tengo que reconocer que no solo no lo fue, sino que me lo pasé cojonudamente bien.

De primeras, la idea de mis padres era que me fuese con ellos a Francia, pero al final decidieron que me quedase en la aldea con los abuelos hasta que se situaran y encontraran un lugar apropiado para los tres.

Más o menos en aquella época se pusieron de moda los cineclubes en la España rural de los años sesenta, que en el fondo consistían en ir una vez por semana a la escuela a ver el programa o la película que estuvieran emitiendo en Televisión Española en ese momento. Viéndolo con perspectiva, era un poco de «opio para el pueblo» que nos daba la Dictadura en pequeñas dosis.

En el meollo del franquismo nos daban leche en polvo para que los niños estuviéramos algo mejor alimentados, ya ves tú.

Como todos los críos de aquellos años, debíamos arrimar el hombro con las labores correspondientes, en mi caso el mundo rural, las vacas y el campo, por lo que cada día me tocaba ir con mis abuelos y mis tíos, Maruja y Manolo, a vigilar a los animales para que no se nos escaparan. Un día tuve un accidente: una azada que casi me cuesta un ojo, pero al final solo me dejó una marca en el entrecejo que impide que olvide esa historia. Jugábamos en el pajar, bebía leche a morro de las ubres de las vacas… En fin, estaba completamente asalvajado.

En aquella Galicia rural había dos días al año muy especiales: la matanza y el día de la malla. ¡Eran casi una fiesta! Nos reuníamos casi toda la aldea para ayudarnos en lo que hiciera falta. La malla consistía en golpear el cereal para separar el grano de la paja. Allí se cultivaba el centeno, con el que se hacía el pan negro. Lo de comer pan de trigo era una auténtica fiesta. En nuestro caso, y en el de la mayoría, el pan blanco solo lo veíamos cuando había feria y mi abuelo o mi tío Manolo iban a vender un animal y nos traían un poco a casa. En la aldea solo había una casa con un horno y era para todo el pueblo. Se iban poniendo de acuerdo para ver cuándo se horneaba el pan, que se hacía cada quincena. Ese día aprovechábamos para preparar la famosa empanada gallega.

Para un niño de siete años, la matanza no era algo agradable de presenciar. Ver cómo un animal se desangraba y escuchar esos gritos tan particulares cuando le clavaban el cuchillo en el cuello es una imagen que aún me traumatiza, sobre todo porque, además, eran animales que habíamos visto crecer desde chiquititos e incluso habíamos jugado con ellos. Para un niño era difícil asimilar que ese animal iba a ser sacrificado.

En definitiva, era el típico niño de una aldea gallega, con las particularidades que conlleva. Pasé de ser un niño de pueblo que solo tenía que preocuparse de ir al colegio y jugar, a mudarme a una aldea de la Galicia más profunda y a adquirir obligaciones, compaginar los estudios con el trabajo en el campo y ayudar a mi familia en lo necesario.

Cuando perdí la virginidad a los cinco años

Cuando perdí la virginidad a los cinco años

Mis recuerdos de esa aventura, de ese affaire, son bastante difusos. No me acuerdo siquiera de la edad exacta. Si buceo en la memoria, y haciendo unos cálculos basados en todo lo que llevo a mis espaldas, podría afirmar que tendría entre cinco y seis años.

No tengo tampoco claro cómo empezó la historia, cuál fue el origen ni qué me llevó a vivir aquello a tan temprana edad. Era un niño que todavía no sabía hacer la O con un canuto y mi bagaje sobre el asunto, en el que luego me doctoré cada 31 de diciembre —fecha señalada en el campo de mis devaneos sexuales—, era nulo. Nada había despertado en mí que tuviera que ver con el sexo más allá de algunas más que probables e incontrolables erecciones matutinas.

Sí sé que no me apetecía, no sentía ningún tipo de atracción hacia ella ni hacia el sexo en general, tema que desconocía —y del que aún hoy solo sé lo justo—. Si lo hacía era dejándome llevar por la corriente, fiándome de una chica que, según me han comentado mis padres, rondaría entonces los catorce o quince años.

Yo vivía con mis progenitores en un tercer piso y ella era de las que nos oían con amargura cuando jugaba con las canicas o arrastrábamos muebles. Ella vivía con su abuela, y no sé por qué, no sé si era huérfana, si sus padres la abandonaron o si las circunstancias de la vida la habían llevado a vivir con la yaya.

La situación terminó por volverse una rutina, a pesar de que yo lo hacía sin ganas. Se llamaba Blanca, Blanquita, como la conocíamos en el barrio. Me amenazaba con contárselo todo a mis padres si me negaba o si salía huyendo con el cuento, de lo que empecé a deducir que aquello no estaba bien, que era de aquellas cosas que no se le podían contar a papá ni a mamá. No termino de recordar en cuántos episodios de ese estilo me vi envuelto con mi vecina, ni evoco con claridad el principio y el final, pero sí sé que debió de acabar cuando hice la comunión. Me puse en paz con Dios, mis padres se fueron a Francia y yo me quedé en la aldea.

Lo que tengo más claro que el agua es que, a pesar de que a veces lo he comentado sin darle demasiada importancia, sí hubo algún tipo de penetración y a todos los efectos se puede considerar que fue mi pérdida de virginidad. Si pienso en el diminuto tamaño de mi miembro por entonces, no termino de creerme que ella quisiera repetir una y otra vez. Es cien por cien seguro, y en mi mente quedan nítidos los recuerdos, que mi vecina Blanquita me afilaba el lápiz. Quizá fue mi primer contacto con el mundo del periodismo escrito. O escroto.

¡Ah! ¡De lo que me acabo de acordar mientras escribía esto! Blanca casi provoca que me muera. No del gusto, no, no me refiero a eso. Mi vecina casi cometió homicidio involuntario conmigo cuando yo tenía apenas tres añitos, antes de la historia anterior. De esto sí que no tengo ni la más mínima noción, y si no me lo hubieran contado mis padres habría pasado a la papelera de reciclaje y nunca se habría incorporado a mis recuerdos.

El caso es que un día hizo torrijas de vino y azúcar, y me dio a probar, como era costumbre en ella. Y me emborrachó. No tenía mala intención, o eso quiero pensar, pero me pegué tal atracón de aquellos endiablados panecillos que me puse como una cuba. Tanto es así que los médicos les dijeron a mis padres que, si no hubiera vomitado, seguramente me habría quedado pajarito delante del plato de torrijas, y se podría haber conmemorado la muerte de Cristo con la mía. Pero claro, entonces no estaría escribiendo esto. Así que podemos afirmar que con esa mujer perdí la virginidad y me pillé mi primer pedo, ¡y ambas historias no están relacionadas!

Sesenta años después analizo la historia sabiendo todo lo que sé y habiendo evolucionado el mundo todo lo que lo ha hecho respecto a los temas de abusos, acosos y agresiones sexuales, y podríamos afirmar que en aquella época fui una víctima. Pero ni fui consciente, ni le di importancia, ni me generó un trauma, ni aquello tuvo trascendencia en mi comportamiento y desarrollo como ser humano. O eso quiero creer. ¿Que ahora lo reflexiono desde la distancia y se me hiela la sangre al pensar que le hubieran hecho algo así a uno de mis hijos? Por supuesto. Quiero creer que ella, en el fondo, también era una niña, que para ella fue una especie de juego y que no tenía malas intenciones, más allá de una mera exploración del sexo contrario. No me ha quedado una imagen negativa. Bueno, ni negativa ni positiva, porque no recuerdo siquiera cómo era físicamente. No sé si era rubia, morena, alta o rellenita. Solo sé que mi vida quedó ligada a la suya a través de esta turbia anécdota.

Cuando empecé a ir a la escuela

Cuando empecé a ir a la escuela

Empecé la escuela con seis años, y parece que se me daba bastante bien. De hecho, el maestro, que se llamaba José Varela Peteiro, se ofreció a mis padres para encargarse de mis estudios si ellos no podían, porque creía que iba a poder estudiar una carrera y llegar a algo. Todo un visionario.

—Abuelo, yo de mayor voy a ser ingeniero —le decía con mucha ilusión a mi abuelo Manuel.

—Ingeniero, sí… ¡ingeniero das moscas vas a ser! —me contestaba él, que no terminó de ser capaz de imaginar dónde podía llegar.

Seguramente, con don José Varela fuimos menos agradecidos de lo que merecía, pero en este párrafo queda mi humilde homenaje.

La verdad es que tardé en aprender a leer porque en esa época, por lo menos donde yo vivía, el colegio no lo empezabas hasta los seis años. Antes estabas con mamá, dándole la lata y haciendo trastadas a la que se descuidaba.

Leer, por tanto, no leía; pero escuchaba la radio. Como podréis imaginar, televisión no había aún. La primera que hubo en el pueblo la compraron los panaderos, y mi recuerdo se circunscribe, a nivel de imagen, a la antigua carta de ajuste.

Pero teníamos radio en casa.

Imagino que concienciado por el ambiente reivindicativo que siempre ha tenido la minería asturiana, a mi padre le gustaba escuchar una emisora clandestina que se llamaba Radio Pirenaica (muchos años después descubrí que la había creado el Partido Comunista de España). Mamá y yo escuchábamos cosas más ligeritas, la verdad: alguna que otra radionovela, el programa solidario de los jueves Ustedes son formidables y lo que esperaba con la misma ilusión que la llegada de los Reyes Magos, un serial infantil que se llamaba Matilde, Perico y Periquín.

Desde pequeño quise ser periodista, lo tuve clarísimo, aunque durante unos años sentí la llamada del Señor y me dio por decir que quería ser cura. De hecho, hasta tal punto llegó el asunto que me fabricaba un púlpito con lo que pillara, ponía a mi prima de monaguilla y yo, en mi papel de cura, recitaba una misa inventada. Aquello tenía que ser un cuadro.

Después, por estudios, me mandaron a Lugo a vivir con el matrimonio compuesto por Celsa y Faustino. Y sucedió al revés que la anterior vez que me tuve que separar de mis padres: allí nunca me adapté. Ella era muy poco cariñosa conmigo y yo, imaginaos, lejos de mis padres, necesitaba ese cariño que ellos no me daban. Acabaron buscándome un hostal al que me fui a vivir; se llamaba La Fonda de Niza. Allí sí fui feliz, más que nada porque con los hijos del matrimonio que regentaba la fonda éramos como hermanos. Como cliente —suena fatal decirlo así pensando que era un niño de nueve años— tenía derecho a disfrutar de habitación propia desde el primer momento, pero pedí compartir cuarto con dos de los hijos de los dueños de la pensión, los que por edad estaban más cercanos a mí. Trastadas hicimos todas las que se nos ocurrieron, desde las típicas batallas de almohadas hasta las escapadas para jugar al escondite y al fútbol, con las consiguientes broncas cuando volvíamos después de que alguien nos hubiera tenido que ir a buscar.

Como pensión que era, allí pernoctaba gente de toda clase y condición. Una vez llegaron los integrantes de un circo —imagino que los que no tenían sitio en las caravanas— y eso nos permitió, por lo menos a mí, conocer ese mundo. Todo lo que guardo de ese año son buenos recuerdos. Me sabe mal no acordarme del nombre de todos los miembros de la familia, pues fueron mis padres y mis hermanos durante esos doce meses. Sé que el padre se llamaba Jesús, igual que uno de los hijos, que con catorce o quince años estaba en el seminario menor estudiando para cura; la mayor, Marisa, estudiaba magisterio; y mis compinches de habitación, uno era José Luis y el otro, un año mayor que yo, no sé si se llamaba Alberto.

Al margen de los partidos de fútbol de los que hablaré en otro capítulo, una de las rutinas era ir al cine todos los sábados y domingos. Quo vadis?, La caída del Imperio romano, etcétera forman parte de mi memoria cinéfila de esos años en los que la visita a los cines Paz o Gran Teatro era poco menos que obligada. También lo pasé bien en el cole. Ingresé en los maristas, y es curioso que los únicos nombres que ha retenido mi cabeza tengan que ver con el fútbol de mis amores: uno Cobos, del que pensaba que era el que mejor jugaba; y el otro el cura, el hermano José, que nos daba todas las clases y que de v

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