En los brazos del destino

Ana I. Martín

Fragmento

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Capítulo 1

—Damas y caballeros, antes de comenzar la sesión, tienen que decidir a qué espíritu invocamos para no interrumpir el flujo de comunicación con el más allá.

El anuncio de la médium, que vestía para la ocasión un kimono amarillo con bordados y un turbante de terciopelo negro, produjo un pequeño revuelo. Los asistentes a la reunión se habían situado en una de las mesas del comedor del hotel, en torno a un candelabro de bronce con una vela encendida.

Bob Hamilton, el millonario norteamericano cuyo grueso busto y papada parecían a punto de hacerle saltar los botones de la camisa, fue el primero en hablar.

—Yo propongo a un personaje histórico, como Julio César o Napoleón.

—¿Y Nelson?

La sugerencia partía del recién retirado del ejército, el coronel William Reeves que, a pesar de su escepticismo, se había unido al evento para acompañar a su esposa.

—Toda esa gente debe ser muy aburrida —dijo la señora Hamilton—. Mejor alguien como Rodolfo Valentino, que este mismo mes se cumple un año de su muerte.

—Buena idea; tengo curiosidad por saber si a los donjuanes les dejan entrar en el paraíso o van derechitos al infierno.

El comentario del escritor norteamericano, que se recostaba hacia atrás en el asiento con una pierna cruzada sobre la rodilla, provocó la estridente risa de la señora Hamilton, que añadió:

—Señor Connor, es usted terrible.

—¿Y a Charles Darwin? —propuso Daphne Reeves.

—¡Oh, sí! Podríamos preguntarle si allá arriba le han confirmado que somos parientes de los monos.

—Señora Hamilton —repuso Connor—, eso puedo confirmárselo yo mismo: somos primos hermanos de los monos y sobrinos de las babosas.

Todos rieron, salvo lady Lowell, que se precipitó en exclamar:

—¡El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios! Lo pone en la Biblia, y las ideas del señor Darwin y lo que usted acaba de decir son blasfemias.

Lady Lowell había acompañado sus palabras con un gesto adusto y una mirada hacia su marido que este pareció ignorar.

—Lord Byron —sugirió Samantha Miller, que estaba sentada a la izquierda de James Medford, el más joven de los asistentes.

—Excelente idea —dijo sir Lowell—. Sería interesante saber si ya no cojea.

—En la otra vida no somos cuerpo sino espíritu —le corrigió su esposa.

—Pues estaría bien invocar a lord Byron y a Valentino, dos grandes amantes adorados por las mujeres. ¿Se aburrirán allá arriba cantando salmos o también podrán…?

—¡Señor Connor! —le reprendió la médium.

Pero fue lady Lowell la más ofendida.

—Ninguno de esos depravados estará en el paraíso de los justos y las almas puras y rectas.

—Entonces, según usted, estarán ardiendo en el caldero de Satán.

Lady Lowell lanzó una mirada furibunda al escritor, que sonreía con un cinismo que no se esforzaba por disimular.

—Esto es intolerable —dijo la dama poniéndose en pie, y se dirigió a su marido—: Theodore, no voy a consentir que en mi presencia se haga burla de las cosas sagradas.

Pero sir Lowell no se movió de su asiento.

—Muy bien, querida, que descanses.

Lady Lowell frunció los labios hasta el extremo de casi hacerlos desaparecer, y con paso firme y altivo, caminó hacia la salida para abandonar la estancia.

—Qué mujer más insufrible, y qué poco sentido del humor —le susurró a James la señora Hamilton, que estaba a su derecha y que de improviso repuso en alto—: El señor Medford no ha hecho ninguna propuesta.

James sintió que todas las miradas confluían en él, y de un modo especial la de Samantha Miller, que le dedicó una ligera sonrisa. Pero a él no se le ocurría nada y la médium, impaciente, interpeló a que se decidieran. Lo que produjo que se repitiera el mismo revuelo hasta que Daphne Reeves propuso que por qué, en lugar de un hombre famoso, no se invocaba a una mujer.

—La reina Victoria, Catalina de Rusia, Cleopatra…

—¡Cleopatra! —exclamó Bob Hamilton.

Por fin hubo consenso.

—Hay que apagar las luces —ordenó la médium.

James se encargó de la tarea de dejar a oscuras el comedor. Una vez cumplida la misión, volvió a su asiento guiado por la llama de la vela. Los rostros, bajo la tenue luz, habían adquirido un aspecto macilento y la señora Hamilton no pudo evitar una risita cuando Connor dijo:

—Menudas caras, vamos a darle un buen susto a la señora Cleopatra.

—Por favor —le recriminó la médium—, le ruego que se abstenga de hacer comentarios.

—Sí, sí, discúlpeme.

—Bien. Y ahora, los caballeros pongan sus manos sobre la mesa.

Todos obedecieron.

—Ahora las señoras colocarán las suyas sobre las de ellos.

—¿Y nosotros, sir Lowell? —preguntó Connor, pues el abandono de lady Lowell había roto la alternancia.

—Usted primero —repuso el caballero, ya que las manos grandes del americano podían aplastar las suyas, tan delgadas y enjutas como el resto de su persona.

Por su parte, James apenas notó el peso de la mano de Samantha Miller, con sus dedos finos de uñas pintadas de rojo; no lucía sortijas, pero sí una ancha pulsera de brillantes. No resultó igual con la de la señora Hamilton; era pesada, y sus dedos regordetes tenían embutidos dos valiosos anillos con engastes de esmeralda y diamantes.

—¡Qué emocionante! —le dijo la mujer, inclinándose hacia su oído.

James Medford sonrió apenas. Acababa de percibir un movimiento sobre su mano izquierda y volvió el rostro hacia Samantha Miller, que era la única a la que la tenue luz de la vela no le daba un aspecto mortecino. El carmín rojo de sus labios, el delineado del maquillaje que espesaba sus pestañas y agrandaba sus ojos azules, así como los rizos de su corta melena que despedían reflejos cobrizos, la favorecían. Y ella estiró las comisuras en una leve sonrisa a la vez que volvía a percibir el movimiento sobre su mano, y cómo sus dedos parecían entrelazarse entre los suyos.

—Vamos a empezar —anunció la médium.

Todos se inclinaron un poco, y el abultado pecho de la señora Hamilton dejó escapar un suspiro de impaciencia ante el que Connor no pudo resistirse y saltó:

—¡Que dé comienzo la función!

La risita de la señora Hamilton y la del coronel William Revees fueron cortadas de inmediato por la mirada inquisitiva de la médium.

—Señor Connor, si vuelve a interrumpir me veré obligada a echarle de la sesión.

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