Todos nuestros ayeres

Natalia Ginzburg

Fragmento

cap-2

Primera parte

cap-3

1

El retrato de la madre estaba colgado en el comedor: una señora sentada con sombrero de plumas y una cara larga y cansada con gesto de susto. Siempre había tenido mala salud, le daban mareos y palpitaciones, y cuatro hijos habían sido demasiados para ella. Murió poco después de que naciera Anna.

Anna, Giustino y la señora Maria iban al cementerio algunos domingos. Concettina no, porque ella nunca salía de casa los domingos, eran días que detestaba. Se ponía el vestido más feo que pudiera encontrar y se quedaba encerrada en su cuarto zurciendo medias. En cuanto a Ippolito, tenía que hacerle compañía al padre. En el cementerio, la señora Maria rezaba, pero los chicos no, porque el padre siempre decía que rezar es una estupidez, que Dios a lo mejor existe pero no hace falta rezarle, es Dios y ya sabe por sí mismo cómo anda todo.

Cuando aún no había muerto la madre, la señora Maria no estaba con ellos sino con la abuela, la madre del padre, y viajaban juntas. En las maletas de la señora Maria quedaban pegados cromos de los hoteles donde habían estado, y en un armario guardaba un vestido con botones en forma de abetos pequeñitos, comprado en el Tirol. La abuela tenía el vicio de viajar y nunca había podido quitárselo, en eso se había fundido todo el dinero, porque le gustaba ir a hoteles elegantes. La señora Maria contaba que en los últimos años se había vuelto muy mala, porque no aguantaba haberse quedado sin dinero, y no se explicaba cómo había podido ocurrir. De vez en cuando se le olvidaba y le entraba el capricho de comprarse un sombrero, y la señora Maria tenía que llevársela a rastras del escaparate mientras ella pisoteaba el paraguas y mordisqueaba rabiosa el velito de su sombrero. Ahora estaba enterrada en Niza, donde murió, donde tanto se había divertido de joven cuando era guapa y desenvuelta y aún conservaba su fortuna.

La señora Maria era feliz cuando podía presumir del dinero que había tenido la abuela y soltar el cuento de los viajes que habían hecho juntas. La señora Maria era muy pequeñita, tanto que cuando se sentaba no llegaba con los pies al suelo. Por eso cuando se sentaba solía taparse con una manta, porque no le gustaba que se vieran sus pies colgando. La manta era la del coche de caballos, una que se ponían sobre las rodillas ella y la abuela veinte años antes, cuando paseaban por la ciudad en coche de caballos. La señora Maria se daba un poco de colorete en las mejillas, y no le gustaba nada que la viesen recién levantada cuando todavía no se había puesto el colorete, por eso se escabullía al baño callandito y se sobresaltaba y enfadaba mucho cuando alguien la paraba en el pasillo para preguntarle algo. En el cuarto de baño se entretenía mucho y los demás acababan aporreando la puerta. Ella se ponía a dar voces y a decir que estaba harta de vivir en una casa donde no la respetaba nadie, y que se acabó, que iba a hacer las maletas inmediatamente y a marcharse a Génova a casa de su hermana. En dos o tres ocasiones había llegado a sacar las maletas de debajo del armario y había empezado a meter sus zapatos en bolsitas de tela. Había que dejarla, hacer como si no pasara nada, y ella sola al cabo de un rato volvía a sacar los zapatos. Por otra parte, todos sabían que aquella hermana de Génova no quería tenerla en su casa.

La señora Maria salía del baño vestida de punta en blanco y con el sombrero puesto, y se precipitaba a la calle con un recogedor en busca de estiércol para abonar los rosales, a pasos furtivos y apresurados procurando que no la viera nadie. Luego se iba a hacer la compra con su bolsa de red, y era capaz de cruzarse la ciudad en media hora con aquellos piececitos veloces calzados con chinelas de pompón. Todas las mañanas huroneaba por la ciudad de acá para allá para ver dónde los precios eran más convenientes y volvía a casa cansadísima. Siempre llegaba de mal humor después de hacer la compra y la tomaba con Concettina, que seguía en bata. Decía que nunca se le habría ocurrido, cuando iba sentada junto a la abuela en coche de caballos con las rodillas bien abrigadas y la gente saludándolas al pasar, que se vería trotando por la ciudad con aquella bolsa de red. Concettina se peinaba poquito a poco delante del espejo y luego acercaba la cara y se exploraba las pecas una por una, se miraba los dientes y las encías, sacaba la lengua y se la miraba también. Se peinaba con un moño recogido en la nuca y flequillo rizado; la señora Maria decía que aquel flequillo sobre la frente le daba aire de cocotte. Ella abría de par en par el armario y le llevaba tiempo decidir qué quería ponerse. Mientras tanto la señora Maria aireaba las camas y sacudía las alfombras con un pañuelo en la cabeza y las mangas arremangadas sobre los brazos escuálidos y viejos, pero se metía a toda prisa si veía asomada al balcón a la señora de la casa de enfrente, porque no le gustaba que la viera con aquel pañuelo sacudiendo alfombras, ella que había entrado en la casa como señorita de compañía, y ahora hay que ver las tareas que le tocaba desempeñar.

La señora de la casa de enfrente también llevaba flequillo, pero de peluquería, rizado y colocado con gracia; cuando se asomaba al balcón por las mañanas con aquellas batitas claras y ligeras parecía más joven que Concettina, decía la señora Maria, a pesar de saberse de buena tinta que tenía cuarenta y cinco años.

Había días que Concettina no era capaz de encontrar nada que ponerse, se probaba faldas y camisetas, cinturones y collares de flores y nada le gustaba. Entonces se echaba a llorar y se quejaba a gritos de lo desgraciada que era, sin un solo vestido bonito y encima con tan mal tipo. La señora Maria cerraba la ventana para que no la oyeran desde la casa de enfrente. «No tienes mal tipo —le decía—, solo eres un poco recia de caderas y algo plana de pecho. Como tu abuela, ella también tenía poco pecho». Entonces Concettina se tiraba a medio vestir en la cama deshecha y soltaba entre gritos y sollozos todas sus penas, los exámenes pendientes, los líos con sus novios.

Concettina tenía muchos novios. Siempre estaba cambiando. Había uno que se pasaba las horas muertas delante de la verja, tenía la cara cuadrada y larga y en vez de camisa se le veía una bufanda abrochada con un imperdible. Se llamaba Danilo. Concettina decía que ya habían terminado hacía mucho, pero él todavía no lo había aceptado y se paseaba arriba y abajo delante de la puerta con las manos a la espalda y la boina calada hasta las cejas. La señora Maria tenía miedo de que se metiese en casa en cualquier momento para armarle una gresca a Concettina, y entraba donde el padre a quejarse de todos los embrollos que se traía Concettina con aquellos novios suyos, y lo ar

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