Los increíbles destructores de récords

Jenny Pearson

Fragmento

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El destornillador más grande del mundo mide 6,32 metros y se hizo en la India.

La idea se me ocurrió en la escuela el último miércoles del curso, justo después de que me mandaran a casa por pegarle un puñetazo en la nariz a Billy Griggs. Por su culpa me perdí los dos últimos días de sexto, aunque también gracias a él terminé en un concurso de talentos de la tele. Allí, en el plató, delante de todo el público, le preguntaría a la estrella del pop Paul Castellini si podría ayudar a mi mamá. Así que, si me preguntaran: «Lucy, ¿te arrepientes del golpetazo que le diste a Billy en las narices?», respondería: «Pues, visto lo visto, seguramente valió la pena.»

Ese día eran nuestras presentaciones de fin de curso. Teníamos que dar una charla sobre un tema que nos entusiasmara. Jack Perkins fue el primero y habló del mejor equipo de fútbol de la historia, lo que obviamente iba a generar polémica. Cuando la señora Hunter consiguió por fin que todo el mundo se callase dando fuertes palmadas, miró a Dylan Fry y le dijo que le tocaba a él. Pero, cuando éste anunció que su charla iba sobre el verdadero mejor equipo de fútbol de la historia, la clase volvió a la carga. La señora Hunter se dejó esta vez de palmadas furiosas y, en su lugar, nos gritó que nos callásemos. Cuando cesó el ruido, dio un profundo suspiro, balbuceó no sé qué de una prejubilación y preguntó a la clase quién quería salir el siguiente. Sandesh, incapaz de contener su entusiasmo, levantó la mano y empezó a agitarla.

La señora Hunter tragó saliva, se reclinó en su silla con ruedas y dijo:

—Vale, sal tú, Sandesh. Supongo que tu charla va sobre…

Con parsimonia y al unísono, toda la clase dijo:

—LOS RÉCORDS GUINNESS.

Y es que a Sandesh le alucinan los récords mundiales. Desde que llegó en quinto, después de mudarse desde el sur de Londres a Milton Keynes, sólo habla de eso.

En su presentación, primero nos contó primero que, en la India, de donde son sus abuelos y donde todavía viven algunos familiares suyos, tienen EL LIBRO LIMCA DE LOS RÉCORDS y es megapopular. Después de contarnos algunas historias sobre cosas gigantes —plantas gigantes, bebés gigantes, personas gigantes—, nos habló de la uña más larga de la historia, la del señor Chillal. La uña de su pulgar medía 197,8 centímetros o, lo que es lo mismo, 6 pies y 5,87 pulgadas. A lo que Jack añadió que ésa era la estatura del mejor portero inglés de todos los tiempos, quienquiera que fuese; la verdad es que yo no estaba prestando mucha atención. Pero, bueno, la cosa es que aquel comentario reavivó la polémica futbolera. Y la señora Hunter, cabreada, empezó a dar palmadas. Otra vez.

Cuando nos tranquilizamos y Jack se había ganado ya su ratito de reflexión —o más bien de castigo— en el recreo, Sandesh nos enseñó una foto de las uñas que batieron el récord mundial. Eran realmente asquerosas, como una especie de chicharrones largos y serpenteantes. Todos hicimos gestos y ruidos de repulsión hasta que la señora Hunter nos dijo que debíamos ser más maduros si queríamos sobrevivir en la escuela de los mayores. En todo caso, felicidades a Sandesh por haberse ganado a la clase.

Después de la charla de Sandesh vino la de Felicity Fairclough, que iba sobre su grupo de música favorito, Las Fanfarronas. Nos habló de sus vidas, sus amoríos y sus quebraderos de cabeza. Aunque en realidad no llegó a hablar mucho, pues la señora Hunter la detuvo porque el contenido, según dijo, era demasiado maduro para nosotros. Resultaba muy complicado entender cuál era el nivel exacto de madurez que la señora Hunter esperaba de nosotros.

Cuando por fin me tocó a mí estaba entusiasmadísima con mi charla sobre las reparaciones de dispositivos electrónicos. No es por presumir de ello ni nada, pero, excepto Sandesh, los demás no eran grandes rivales. Saqué mi cajita de herramientas y le enseñé a la clase cómo arreglar el mando de la videoconsola. Todo el mundo se quedó estupefacto. La profesora Hunter me dijo: «Ha sido muy instructivo, Lucy», y me puso un diez y una pegatina en la que se leía superestrella. Aunque las pegatinas no son para los alumnos de sexto, me gustó. ¿A quién no le gusta ser una superestrella?

Pero luego, en la ronda de preguntas, Billy Griggs levantó su manaza y me espetó:

—Oye, Lucy, si tan buena eres arreglando cosas, ¿por qué no arreglas a tu madre?

Sus palabras se quedaron un instante suspendidas en el ambiente. Mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro y, en un pispás, salí disparada por los aires sobrevolando la primera fila de pupitres. Más tarde, cuando el señor Balls, el director, nos leyó el informe a la tía Sheila y a mí, decía que yo había chillado: «¡¿Y por qué no te arreglo esa sonrisilla con mis furiosos puños?!» Ambos estuvieron de acuerdo en que eso no era «muy propio de Lucy», pero para mis adentros pensé que me hacía sonar bastante peligrosa y apasionada.

En cualquier caso, Billy y yo terminamos por los suelos liados en una pelea salvaje. Él es mucho más grande que yo, pero le planté un puñetazo en toda la nariz. Ambos sentimos el crujido. Nos miramos un instante y ninguno supo qué hacer. Pero, cuando comenzó a brotarle sangre de los agujeros de la nariz, Billy empezó a dar berridos; porque eran literalmente berridos. Me dijo que se la había roto y que iba a demandarme. La señora Hunter me quitó de en medio, cogió unas cuantas toallitas y se las apretó en la nariz a Billy, que tenía la cara hecha trizas.

Nos dijo que nos quedásemos sentados mientras ella lo llevaba a la enfermería. Hice lo que nos pidió y me senté en mi pupitre, y entonces me di cuenta de que me temblaban las manos. Creo que estaba conmocionada porque hasta entonces no le había pegado a nadie; no soy de las de puñetazo fácil. Mientras salía de la clase, Billy me gritó que nos veríamos en los tribunales. Aquello me preocupó, porque no quería que mamá se mosqueara al ver que tenía a una delincuente juvenil por hija. Bastantes cosas le molestaban ya.

Felicity, que se sentaba delante de mí, se giró y me miró con sus enormes ojos y con una sonrisa aún más enorme.

—Madre mía, Lucy. ¡Ha. Sido. Brutal! —me dijo.

Observé fijamente una mancha de tinta que tenía en la camisa y le gruñí: «Deja de sonreír.»

No se percató de que no estaba para nada de buen humor y, haciendo aspavientos con las manos, exclamó:

—¡No puedo! ¡Es que me encanta todo este drama!

No supe qué responder a eso.

Todo el mundo se puso a cuchichear, y aunque yo no quería llorar delante de la clase, mi barbilla no lo tenía tan claro y empezó a temblar.

Como estaba intentando controlar el tembleque de la barbil

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