¡Nadie hace el amor con un ladrón! (Santana's club 3)

S. F. Tale

Fragmento

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Capítulo 1

En la actualidad

El cielo grisáceo de la tarde iluminaba las calles con su luz mortecina, que no restaba encanto a Nueva York ni tampoco impedía que el trajín de gente se acumulase en las aceras.

En el interior de un taxi, Robert, más conocido como Winters, apodo con el que lo habían bautizado en el orfanato donde se había criado, se frotaba las manos en las perneras de seda de su pantalón con tal ímpetu que iba a desgastar la tela. Los nervios lo mataban por dentro, ¡estaba a punto de darle un infarto!

A lo largo de sus treinta y nueve años, aprendió a decir adiós a aquello que su profesión jamás le permitiría conseguir, una familia, ya que vivir en los límites del bien y el mal era muy peligroso. Pero nunca había experimentado nada similar a lo acontecido no hacía más de media hora.

«Señor taxista, cuanto menos aceleras, más nervioso me pongo», avisó para sus adentros a la vez que bajaba la ventanilla para asomar la nariz y así respirar aire, ya que se estaba intoxicando con el olor a pino que llenaba cada rincón del cubículo.

—Tome, quédese con el cambio. Conozco los gastos que tiene un taxista en esta ciudad.

Sin mirar atrás y sin permitirle hablar al hombre, bajó del vehículo de un salto hacia la mansión de su adorada Audrey. Llamó tres veces con desesperación. ¿Por qué todo el mundo se ralentizaba cuando más se necesitaba? Al final, una criada le abrió.

—Buenas tardes...

—¿Está Matt?

La interrumpió, no estaba para formalismos de los ricos.

—Sí.

Eso fue suficiente para que entrase a la carrera y subiera las escaleras que lo separaban de su gran amigo. La puerta de su apartamento estaba cerrada, señal de que no estaba solo; de hecho, se oían risas. Aun así, la aporreó.

—¡Matt, Matt, abre la puerta! —Casi le suplicó—. ¡Matt, Matt, Matt!

Siguió aporreando hasta que, de repente, abrió.

—¡Hola!

Su amigo le sonrió como siempre, aunque su expresión cambió al fruncir el ceño como muestra de preocupación.

—Matt, alguien quiere matarme.

Se metió dentro sin esperar a que le diese permiso. Había mucha confianza entre ellos. Por unos segundos se quedó parado al ver a la multitud.

—¡¿Qué?! —exclamó Alex, la novia de su amigo.

—¡Hola, Alex!

La saludó. No la miraba, sino a las ocho personas que lo acompañaban. De esas caras solo le resultaban conocidas tres. La de Federico Santana, por razones obvias: ¡todo el mundo sabía quién era! La siguiente era la chica de melena morena, delgada, de constitución atlética, a la que le había hecho unos carnés de identidades falsas y una dirección postal. ¿Sería el grupo al que había ayudado Matt meses atrás? Por último, Daniel Collado, el agente de seguros al que no le perdonaba que hubiese declarado en contra de Matt en el juicio que lo había llevado a la cárcel.

—¿Qué es eso de que quieren matarte?

Matt se acercó a él.

—¿Por qué no me sorprende? —musitó Dany.

—Pregunta el asegurador compinche de los trajeados. —Así denominaba a los agentes del FBI—. No estoy para sarcasmos.

—Tranquilo. —Matt lo tomó del hombro—. Aquí estás a salvo.

—¡Casi me liquidan! —Winters se acercó a la mesa y cogió la botella de vino para servirse la única copa vacía que había. Pero terminó bebiendo a morro—. No es la primera vez, lo sé, pero estoy muy asustado.

Bebió de nuevo.

—Respira —le pidió un hombre moreno, alto, al que no conocía.

Miró a su amigo, quien le presentó uno a uno de los allí congregados, y añadió, para que no hubiera lugar a dudas, que podía confiar en cada uno de ellos, incluido Dany.

—Siéntate —le ofreció Kiki, una chica bajita de media melena negra. Le hizo caso cual niño pequeño—. Es lo mejor si te despertaron con semejante amenaza.

—Estaba despierto, te lo aseguro —confirmó.

Agitó la cabeza por la conclusión que había sacado, pero al mirarse lo comprendió. Su atuendo no era el apropiado para esas horas del día: un batín de seda con los cuellos en granate y un pijama del mismo tejido, en conjunto con las zapatillas de terciopelo con las letras RT bordadas en lo que parecían hilos de oro.

—Wins. —Matt se sentó en el otro extremo de la mesa—. Cuéntanos desde el principio lo que ha pasado.

Pegó otro trago a la botella antes de comenzar su relato.

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Capítulo 2

Varios días antes

—La subasta comienza en sesenta y cinco dólares. Ahí dan sesenta y cinco. He oído setenta —apremiaba, a toda velocidad, el vendedor de Hester´s Storage para que los presentes pujasen por ese nuevo trastero.

—Rob, ¿no pujas por este? —le preguntó Audrey por lo bajo; ella era la única que no lo llamaba Winters, sino que se dirigía a él por su verdadero nombre, Robert.

—No es el adecuado —respondió sin mover los labios, como un ventrílocuo.

—Pero hay muchas cajas que ponen «Frágil» y están cerradas con cintas aislantes, pueden contener muchos secretos.

Lo animaba a pujar.

—Las cajas al revés tienen las flechas apuntando hacia abajo. Lo que para muchos «frágil» puede significar algo extraordinario a mí me hace desconfiar, al menos en esa posición, porque cabe la duda de que haya deudas, fraudes o saber qué chanchullos.

Agitó la cabeza alejando aquellos términos.

—Hester´s es conocida por subastar los mejores.

—Lo sé, pero lo que cuenta es el interior y muchas veces no es valioso.

Audrey, aunque no lo pareciese, era su gancho para aumentar los precios de los trasteros. No era la primera vez que lo hacían. Ella se lo pasaba bien y, cuando él se decidía por uno, gracias a los comentarios de Audrey, sus competidores, en el mejor de los casos, ya no tenían mucho dinero para pujar.

Así fue como dio con el que lo convenció de verdad. En los pocos segundos que tuvo para ojear en su interior, comprobó que justo enfrente, entre dos ventanas que estaban cubiertas por unas cortinas raídas, había una antigua camilla que parecía procedente de la época de la guerra. A la izquierda, la pared estaba llena de estanterías, con un enorm

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