PRÓLOGO
LA MUERTE DEL MACABEO
(1867)
A las once de la noche, Su Majestad, Maximiliano I de México, pensó que Benito Juárez se ensañaría con su cadáver. Al Indio no le había bastado posponer su fusilamiento y hacerlo vivir en varias ocasiones la certeza de su muerte: la carta que escribió con letra firme para disponer el embalsamamiento y el traslado de su cuerpo a Austria no tuvo ningún efecto. Juárez era vengativo. Cuando Mariano Escobedo llegó a visitarlo en su celda, sólo le respondió con evasivas y se conformó con pedirle que le regalara su fotografía. Maximiliano tomó una pluma y garabateó una dedicatoria apresurada para el militar que lo había derrotado: “Al señor general en jefe, Querétaro, 18 de 1867”. Al emperador le urgía que Escobedo lo dejara solo y no anotó la fecha completa: el mes de junio nunca figuró en sus últimas líneas.
Mientras Su Majestad acompañaba al general a la puerta de la celda, sólo alcanzó a pensar que la saña que se desataría contra su cadáver no era tan grave: Carlota ya había perdido la razón, von Magnus se quedaría esperando su cuerpo y su alma —junto con la de Miguel Miramón y la de Tomás Mejía— conocería la luz celestial. Aunque el arzobispo Pelagio lo odiaba por sus coqueteos con el liberalismo, él estaba seguro de que Dios le concedería la gloria eterna: en unas cuantas horas moriría por intentar hacer el bien. Él, como buen Habsburgo, afrontaría la derrota hasta sus últimas consecuencias.
Al llegar a la puerta de la celda, Escobedo intentó abrazarlo, pero se fue sutilmente rechazado y cabizbajo. Maximiliano lo miró mientras se adentraba en el corredor. “Quién iba a pensar que él, siendo tan poquita cosa, terminaría ganando dos guerras. Sin la ayuda de los yanquis, Escobedo y Juárez estarían muertos desde hace años”, pensó mientras esperaba que la puerta se cerrara con un voluminoso candado. El hombre que lo cuidaba no apresuró ninguno de sus movimientos. El Habsburgo sólo lo observaba. “Tiene razón, qué prisa corre. No quiero huir y ya nadie está dispuesto a rescatarme: los que no están muertos son prisioneros y los que escaparon de las rejas andan a salto de mata.”
Antes de regresar al lecho, intentó conversar con su carcelero:
—Qué lástima que me despertaron, hacía mucho tiempo que no dormía tan bien.
El carcelero no le respondió. Nadie quiere hablar con los que están a punto de morir: ellos pueden ver las desgracias del futuro y sus palabras, pronunciadas desde un lugar muy cercano al más allá, sólo pueden convocar horrores.
Poco tiempo después de que Escobedo abandonara el lugar, los ruidos despertaron a los sentenciados. Maximiliano, Miramón y Mejía pensaron lo peor: la muerte —por alguna razón siniestra— se había adelantado y no podrían confesarse ni recibir el viático. Los generales no tenían miedo a las balas: los años de guerra les marcaron el cuerpo en varias ocasiones, el único que nunca las había probado era Su Majestad. El pánico tenía otra causa: Juárez no sólo estaba dispuesto a terminar con sus vidas, también anhelaba condenar sus almas para toda la eternidad.
Sin embargo, las celdas se abrieron para que los confesores permanecieran con ellos durante una brevísima hora. El padre Soria estaría con Maxiliano, Figueroa con Mejía y Pedro Ladrón de Guevara con Miguel Miramón, el general que siguió hasta las últimas consecuencias el ejemplo de Matatías Macabeo y se levantó en armas contra el gobierno que pretendía conducir a los mexicanos a la herejía y el paganismo.
Los generales tenían poco que confesar: no había culpa por los muertos en batalla, ellos habían entregado sus vidas para proteger a la patria de los liberales y los yanquis, para mantener viva la única religión verdadera. Los enemigos murieron en una guerra justa y sus almas se helaban en el más profundo círculo del Infierno. Miramón y Mejía sólo hablaron de pecados veniales, el más grave era el de Miguel. No hacía mucho tiempo que él le había prometido a Concha Lombardo, su esposa casi inmaculada, que todo saldría bien. Miramón mintió, con toda intención violó uno de los mandamientos de la ley divina.
Dos cosas sanaban su alma: la lectura de Kempis y las últimas cartas que alcanzó a escribirle a Concha. En los pliegos sucios, el general derrotado le reveló que la muerte estaba a punto de alcanzarlo y le abrió su alma para mostrarle su único pesar: “son las ocho de la noche; todas las puertas están cerradas, menos las del Cielo. Estoy resignado y sólo por ti siento dejar este mundo”. En el fondo, él siempre creyó que no podría cumplir la promesa que le hizo tras la derrota del ejército imperial y la caída de Querétaro en manos de los juaristas. Ya nada podría salir bien, el pelotón era el único desenlace posible. Su esposa, a pesar del ánimo fingido, también lo sabía.
Quizás, el único que tenía que decir algo era Maximiliano: en aquellos momentos Dios juzgaba si las correrías en Cuernavaca y sus encuentros con la princesa Salm Salm fueron habladurías o si merecían su perdón. Pero esos, sin duda alguna, eran asuntos del emperador.
A las cinco de la mañana, los reos y sus confesores se reunieron para escuchar la santa misa. Al terminar la ceremonia, los carceleros les preguntaron si querían desayunar: los condenados aceptaron y las viandas llegaron a sus calabozos: un jarro de café, media botella de vino a punto de convertirse en vinagre, un poco de pollo con la grasa cuajada y un trozo de pan. Antes de entrar a su celda, Maximiliano —que durante todo el encierro había vestido una chaqueta de paño claro— le preguntó a Miramón qué ropa se pondría para el fusilamiento.
—No lo sé, es la primera vez que esto me pasa —le respondió el general mientras esperaba a que le abrieran la puerta de su calabozo.
El emperador no contestó y se conformó con la levita que un queretano le prestó para esa ocasión. “No hay razón para morir como un lépero”, pensó mientras se quitaba la chaqueta de paño ajada por el cautiverio.
Mientras esto sucedía en la celda de Su Majestad, Miramón sólo pudo recordar una línea de Kempis: “Vanidad es desear una vida larga, y no procurar que sea buena”. Cuando la voz de La imitaci