Canon

Federico Reyes Heroles

Fragmento

Canon

I. Tocata

 

1

Julián levantó la copa de espumoso y esperó la mirada de Mariana. Eran las 00:24 del primero de enero de 2000. Unos instantes después, motivada por una presión indescriptible, ella cayó en sus ojos. De inmediato entendió el mensaje.

A las 00:31, mientras sus amigos prolongaban el brindis arrojando humo elegantemente por la boca o bailando, ya ninguno de los dos se encontraba en la celebración. Las palmeras se mecían. El mar notaría la ausencia. Su búsqueda entraría en un periodo crítico.

2

La monotonía destruye todo. Cualquier emoción procesada en la monotonía se pierde en el camino. Pongamos por ejemplo la tristeza. Estamos en el teatro. Una actriz entrada en años encarna a una solterona rodeada de soledad. La trama es desgarradora. Obligada por su padre se ha alejado de su gran amor, el personaje va de abandono en abandono. Su pareja sale de la escena dando un portazo. Uno más, el último. Ella cae envuelta en sollozos. Es el final de la obra. Todos lo sabemos o lo intuimos, deberíamos tener un nudo en la garganta y sin embargo un bostezo nos asalta. Justo en el momento culminante, la peor aburrición nos visita. Tanta tristeza fastidia. Qué mala obra. Simplemente fue demasiado. Se volvió monótona. Pero ¿cuál es la frontera?

Lo mismo ocurre con el humor. Una retahíla de chistes y guasas puede convertirse en un auténtico somnífero. Ni los profesionales del humor más conocidos como Johnny Carson o Leno corren el riesgo de prolongar demasiado su encadenamiento. Incluso para reír con intensidad se necesita un descanso, un cambio. Algo similar ocurre con el ánimo. La monotonía siempre merodea como amenaza. Un acróbata arranca veloz desde una esquina, va envuelto en una extraña malla, lleva el rostro maquillado en blanco, de pronto se arroja sobre sus manos y vuela. El corazón se nos encoge. Es formidable. El primer salto mortal nos corta la respiración. El décimo quinto, igual de riesgoso, pierde gracia, nos empieza a parecer un exceso. Por eso los buenos actos circenses son breves. De nuevo, ¿cuál es el límite? Imaginemos que alguien toma cualquier tecla del piano y la ataca sistemáticamente con un segundo de intervalo. En poco tiempo tendremos ganas de torcerle el cuello. ¡Hasta la palabra monótona es monótona! Nadie se salva. También le ocurre a los conversadores. Hay personas que todo lo platican sin alteración alguna. Lo mismo su primer amor que el entierro de su padre. Sus palabras se convierten en prisiones de las cuales deseamos escapar. Huimos de ellas, de las palabras monótonas y también de las personas monótonas. La monotonía amenaza igual a pobres que a ricos. Hay sin embargo una diferencia central: con dinero se puede sortear mejor algunas de las tragedias que nos acechan y que rompen involuntariamente la monotonía. Aunque, claro, siempre puede haber un tsunami, que a nadie perdona. Sin embargo, al final con dinero se tienen más posibilidades de alejarse de los peligros naturales. Un huracán o una inundación se llevarán primero las casas de los pobres. Ahí está la tragedia de Nueva Orleáns. Es absurdo, pero eso provoca que la prosperidad traiga un nuevo tipo de monotonía. Los pobres padecen más las amenazas naturales. Leemos en el diario, sin cimbrarnos demasiado, que hubo alrededor de 79,000 muertes por un sismo en Irán. Aparecen las imágenes de los cuerpos apilados en camiones. La gran mayoría eran pobres. Quizá por eso quienes están lejos de la pobreza se buscan otros peligros: penetrar las profundidades del mar, arrojarse del cielo, escalar montañas, conducir un bólido. Buscan emociones que destruyan la monotonía.

Pero existe otro tipo de monotonía, la que ayuda a la supervivencia. Un enterrador, por ejemplo, no puede vivir a diario reflexionando sobre la muerte. Los muertos dejan de ser para ellos personas queribles que se han ido. La esencia de las cosas se trastoca. Ven a todos los muertos iguales. ¡Ya no son muertos, sino un objeto! Así de poderosa es la monotonía. Apoyados en la rutina de su trabajo, se vuelven inmunes al dolor humano. En ese caso la monotonía protege insensibilizando. La insensibilidad de ciertos médicos es célebre: “Tiene usted cáncer de páncreas, le quedan cuando más seis meses de vida. Lo siento mucho.” Fin de la historia. Uno escucha. “El siguiente, por favor.” Cierta monotonía nos alivia y otra nos asfixia. Romper la monotonía es uno de los desafíos más antiguos de la humanidad. Construir rutinas también lo es. Quien rompe la monotonía se arriesga, escapa hacia una libertad que añoramos, pero también pierde sus protecciones, re-vive, vuelve a vivir incluso lo que no desea, todo a la vez.

La fiesta es una ruptura de la continuidad. Se trata de un delirio programado, pero delirio al fin. Queremos quebrar con esa repetición que nos agobia. Es cierto que la vida misma nos ofrece esas rupturas, pero por desgracia con frecuencia ellas llegan con dolor. La enfermedad descubre la monótona salud que deseamos. La ausencia de alguien, al sólo imaginarla, en ocasiones nos hace valorar su presencia que, a su vez, se vuelve monótona. Pero nadie desea la enfermedad, la ausencia o incluso la muerte de alguien únicamente por romper con la monotonía. Hay entonces dos formas de quiebre de la monotonía, la voluntaria y la involuntaria. La primera noche del nuevo siglo Mariana y Julián fueron por voluntad a romper la monotonía. Pero no todo en la vida es gobernable.

**

—¿Todo? —preguntó ella.

—Todo —respondió él.

—Ya no es discurso —advirtió ella.

—Lo sé —confirmó él.

**

3

El hall estaba vacío. Todo mundo festejaba frente al mar. Los jóvenes bailaban envueltos en una música ensordecedora y cuadrada. Mariana le dio un primer beso en el elevador y cruzó una pierna por detrás de las suyas. Lo hizo con ese dejo de agresividad que debe llevar toda coquetería. Apretó la nuca de Julián y él se fingió atrapado. Se abrieron las puertas. Mariana caminó por el pasillo contoneándose en su vestido blanco. El escote era muy pronunciado y la espalda iba desnuda. Al caminar una apertura lateral dejaba ver sus firmes piernas casi hasta la cadera. Se detuvo frente a la puerta. Deslizó el tirante para dejar salir un hombro bronceado, maravilloso. Julián conocía y adoraba

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos