Ese príncipe que fui

Jordi Soler

Fragmento

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El capitán don Juan de Grau, barón de Toloríu, desembarcó en Veracruz en 1519. Antes había pasado dos años en Cuba tratando de hacer fortuna. Llamado por las historias de oro a raudales que se contaban entonces, había dejado su castillo y sus posesiones en el Pirineo español y, como era rico y pertenecía a la nobleza, había logrado insertarse fácilmente en el círculo de los capitanes que empezaban a vislumbrar la conquista.

Juan de Grau no había cruzado el mar por la ambición de expandir el imperio español que movía a los capitanes, él estaba ahí llamado exclusivamente por el oro. Es importante establecerlo desde ahora para que después puedan entenderse su manera de actuar, su desapego a la soldadesca y a la escaramuza, su parasitario desempeño y su desdichada huida. No quiero decir con esto que a los soldados no les interesara el oro, diré mejor que para ellos el oro era el complemento de la gloria, el botín de guerra, eran hombres de «sangre en el ojo», como apuntaría Bernal Díaz del Castillo.

Cuando el capitán Cortés se embarcó rumbo al continente, Juan de Grau, decepcionado por no dar con ese oro a raudales, partió con él. No voy a contar aquí las calamidades de aquel viaje que terminó en la Villa Rica de la Vera Cruz, ni el esfuerzo, desmesurado y hoy francamente inconcebible, que tuvieron que desplegar Cortés y sus soldados para llegar a la Ciudad de México, frente al emperador Moctezuma II. No voy a hacerlo porque ya está escrito, porque esa historia lleva siglos siendo la versión definitiva, y porque yo aquí estoy intentando contar la historia del barón don Juan de Grau, una historia nunca antes contada cuyos tentáculos llegan hasta el siglo XXI.

Da vértigo pensar que cada movimiento que hacía el barón de Grau en aquella aventura, en 1519, estaba ya conectado con lo que pasaría en Barcelona en los años sesenta del siglo XX, y en México ya entrado este milenio. Pero no adelantemos vísperas.

He dicho que no voy a contar aquí las calamidades de aquel viaje; sin embargo, tengo que detenerme brevemente en «los papas», esos ocho personajes que salen al encuentro de los soldados españoles como consigna, con todo detalle, Díaz del Castillo. La imagen brutal de los papas acompañaría al barón de Grau el resto de su vida, y, además de quitarle el sueño, le orillaría a sobredimensionar, en el futuro, ciertos acontecimientos. Los papas vestían una especie de sotana, llevaban el cabello muy largo, algunos hasta la cintura y otros todavía más abajo. Tenían los pies llenos de sangre seca, de sangre en costras, de sangre que llevaba días apelmazada, y también tenían tajos en las orejas, y olían a azufre y a carne muerta. Eran célibes y todos descendían de familias nobles. La imagen de aquellos papas asaltaría al barón de Grau en España, en sus propios dominios, cada vez que las circunstancias lo obligaran a tratar con el curandero, el hechicero al que llevaría en su séquito Xipaguazin, su futura mujer.

Todos se quedaron asombrados cuando pudieron distinguir, a lo lejos, en el centro del valle, la gran Tenochtitlan, esa extraña ciudad construida en una laguna, articulada con edificios de rara geometría y canales por donde corría el agua y transitaban las barcas, y un sistema de puentes que servían para entrar a la ciudad, o para levantarlos y aislarse y protegerse de los pueblos hostiles. A medida que se acercaban, los españoles comenzaron a ver pulular aves y fieras exóticas, y frutas y flores de un colorido inverosímil, y a percibir olores, perfumes, fragancias que hacían resoplar a los caballos. «Ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas, como veíamos», anotó Díaz del Castillo desde el asombro, desde el azoro, y más adelante escribió unas retahílas, unas ráfagas de los productos que se vendían en el mercado, que yo transcribo como quien da unas cuantas pinceladas para fijar el color, la textura, el espectro de los ornamentos y de lo que viste y come un pueblo:

«Oro y plata y piedras ricas y plumas y mantas y cosas labradas.»

«Y ropa basta y algodón y cosas de hilo torcido y cacahuateros que vendían cacao.»

«Y los que vendían mantas de henequén y sogas y cotaras, que son los zapatos que calzan y hacen del mismo árbol, y raíces muy dulces cocidas y otras rebusterías.»

«Y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y de venados y de otras alimañas, tejones y gatos monteses.»

«Gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones y perrillos.»

A los soldados españoles les impresionó sobre todo, según registra otro cronista (el de la princesa Xipaguazin), «la suntuosidad del emperador Moctezuma y lo distinta que era la gente en esa parte del mundo». No queda claro de dónde sacó el cronista de Xipaguazin esta idea, pues él ni vio entrar a los españoles a la ciudad, ni tuvo contacto con ellos hasta semanas más tarde. Probablemente se trata de algo que él concluyó, tiempo después, en Toloríu, cuando tuvo oportunidad de experimentar la extranjería, esa tensión permanente del que es distinto en la tierra del otro. Tampoco queda claro o, más bien, nada se sabe de lo que hizo don Juan de Grau en la corte del emperador azteca, ni se sabe exactamente qué jerarquía tenía en el organigrama del ejército de Cortés, ni tampoco se sabe de qué forma entró en contacto con la princesa Xipaguazin, que debía ser una niña que correteaba por los jardines de palacio, y que un día se topó con ese monstruo, con esa criatura desmesuradamente alta que era mitad hombre y mitad esa bestia que muy pronto identificaría como caballo, un animal separado de ese hombre al que muy pronto identificaría como su hombre.

La princesa Xipaguazin no jugaba sola en los jardines cuando la vio por primera vez el barón de Toloríu; el emperador Moctezuma tuvo diecinueve hijos con diversas mujeres y esto generaba un considerable microcosmos doméstico. La princesa debe haber estado con sus hermanas cuando la descubrió el barón, o con ese hermano suyo que acabó yéndose a Europa con ella, y además debía estar escrupulosamente vigilada, protegida y escoltada por su madre, por su preceptora, por su ayuda de cámara y por algún oficial del emperador. No queda claro cómo, en estas condiciones, el barón don Juan de Grau, que era un hombre ya mayor, pudo entrar en contacto con esa niña, y mucho menos cómo consiguió que la relación prosperara y que ella accediera a irse con él a sus lejanas posesiones en España. Lo más seguro es que ahí operara la relación de fuerzas que se había establecido entre conquistadores y conquistados en los dominios del emperador Moctezuma; que la niña no hubiera accedido a irse con don Juan de Grau, y que su padre el emperador tampoco hubiera dado su permiso, ni su beneplácito, ni su visto bueno, o quizá sí, y efectivamente había cedido a su hija, la princesa, como un gesto de buena voluntad, como un rasgo de su condición de emperador, es decir de político, o sea de un hombre habituado a tomar decisiones sin tocarse el corazón. Aunque también puede ser que, por esa misma relación de fuerzas

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