{

Querubines en el infierno

F.G. Haghenbeck

Fragmento

Querubines en el infierno

Prólogo

Salerno, Italia. Septiembre de 1943

No quiero morir hoy. No hoy ni mañana. ¡Chale, ese! Nel wachearme con el hocico en la arena desangrándome, mala leche. Estoy lejos de mi casa, de la home. Plis, virgencita morena, que no me descuente un nazi, rogaba en murmullo el joven soldado de tez cobriza. El muchacho se aferraba a su rifle de modo que fuera el último indicio de su cordura. Las olas congeladas emergían de la proa abofeteando su rostro y haciendo que el frío galopara por sus huesos devolviéndolo a su realidad.

El estampido de los cañones rugía con eco, rebotando por las colinas hasta Roma, a trescientos kilómetros de esa playa. Cuando una de las salvas explotaba, el mar se volvía un puchero hirviendo. La lumbre a todo lo que daba, tatemando al que osara navegar. Los buques aliados parecían grandes cacerolas puestas al fogón donde terminarían achicharrados. Un chispazo que cegaba primero. Luego, el trueno mecánico de la salva llevándose las vidas de los que trataban de alcanzar tierra. Entre las explosiones, los solados bajaban de los anfibios. Corriendo entre las olas para desaparecer ante el estallido de fuego, agua y arena. En tan sólo un par de horas, el litoral estaba decorado con pedazos de restos humanos, lo que quedaba de la infantería norteamericana. Las baterías de obuses alemanes se encargaban de ese trabajo. Otro tanto hacían las bombas que caían del cielo. Regalos de los aviones jabos o Jäger-Bomber, que volaban rascando el suelo. Limpiando el terreno de visitas no deseadas. Dejando, tras su paso, fuego y sangre entre agua salada. Europa estaba en llamas.

Eran las primeras horas del 9 de septiembre. Había un brillo gris que perfilaba la vista. Comenzaba el primer gran golpe de los aliados contra el ejército nazi. Las armadas inglesa y americana lograron robarles territorio a sus enemigos en el norte de África. Desde ahí entraban al corazón de la guerra por el sur de Italia. Después de la liberación de la isla de Sicilia, los generales aliados decidieron adentrarse en el frente por Salerno en una operación conjunta entre varias naciones. En esa costa se probaría su capacidad para ver si eran lo suficientemente buenos para detener la sombra roja de la suástica que cubría Europa.

Debido a la presencia de la artillería en tierra y las minas en el agua que bloqueaban las costas del golfo de Salerno, los grandes navíos tuvieron que anclar a doce millas de la playa, dejando un camino largo y mortífero a los vehículos anfibios que transportaban las tropas. Acercarse a tierra era una misión mortal. No tenían respaldo armado desde los buques para apoyar el desembarco. Por ello, literalmente, estaban mandado al matadero a cualquiera que se atreviera a tocar la arena blanca. No parecía una casualidad que casi todos fueran mexas, oakies o japos gringos. Norteamericanos de segunda clase, carne de cañón perfecta.

Al norte, una compañía de infantería inglesa descendió de su barca hacia las dunas de la playa. De lleno, cayó una salva dedicada para ellos. Traía el recordatorio de quien iba ganando en esa guerra. Lo hizo con precisión germana, como si la mano de un ogro los borrara de golpe. No quedó nada. Sólo un par de botas flotando y su hilo de sangre perdiéndose entre las olas.

—¡Shit, ese! Órale pues, ¿wachaste lo que les pasó a los entacuchados gabachos, bato? Ni calcos les dejaron. ¡Qué pinche agüite, ese! —murmuraron al asustado chico que asía su rifle. Levantó su mirada para ver quién le hablaba. Estaba sentado a su lado. No era mayor que él, un joven que apenas alcanzó la mayoría de edad. Parecía uno más de la línea de soldados en el vehículo anfibio que transportaba a su compañía, la E del 141.º Regimiento de Infantería, 36.ª División del Ejército de los Estados Unidos de América. Sin embargo, no llevaba el casco reglamentario. Tampoco el traje olivo. Mucho menos el fusil M1 Garand. No se trataba de un combatiente más. Era todo lo contrario. Una explosión de color en el mejor estilo pachuco. Con luengo tacuche, saco largo hasta las rodillas color vino y camisa lisa negra. Llevándola como le gustaba, abierta al pecho y atravesada por los resortes amarillos. Pantalón amplio, arriba del ombligo. Mismo tono del saco. Con tanta tela que se podía levantar una tienda. Zapatos brillantes, a dos tonos. Calcos listos para ponerse chancla al ritmo de las songas de Cab Calloway o Lalo Guerrero. Y, desde luego, el sombrero negro con una pluma que cualquier pavo real envidiaría. No era de sorprenderse que su primo estuviera tan bien presentado. Siempre aparecía impecable con su vestimenta, argumentando que ser pachuco era un honor y portar el zoot suit un símbolo de revolución.

A Juan “Moody” Alvarado se le podían poner en duda sus gustos, pero no así su elección para vestirlos en los momentos correctos. Lo que el chico de la infantería, Lou “Dumbo” Moreno, no podía creer es que viniera a molestarlo con sus desplantes de orgullo pachuco en ese momento. A punto de ser acribillado por una descarga alemana, en pleno desembarco en Salerno.

—¿Qué pues nuez, ese? ¿A poco bien zacatón con este borlo, bato? —cuestionó Moody Alvarado levantando el sombrero. Mostró su rostro infantil, que trataba de esconder detrás de un bigotito delgado cual pincelada sobre su labio. Era de semblante afilado, con grandes ojos que resaltaban sobre su piel canela. Un rostro alegre, toda una sonrisa de mazorca.

—Lárgate… —susurró Dumbo Moreno con dientes apretados. Bajó su mirada al piso, a perderse en sus botas militares. Evitando cruzarla con el jocoso traje de su primo.

—¡Teiquirisi, bato! ¡Aliviánese, mi pachucote! Venga pues, no se me agüite gacho, que parece crudelio porque se puso buti high. Mejor póngase águila con un pitazo de aquella —cantó Moody Alvarado bajando su voz, aparentando no desear ser escuchado por el resto de la compañía. Sin embargo, el resto seguía sentado en silencio, cual grupo condenado a la silla eléctrica. Todos de piel morena, todos mexicanos. Peleando por un país que no era suyo, pero con la ilusión de que lo fuera—. ¿Ready para echar bala en esta marketa, Dumbo?

El pachuco rebuscó en una de las bolsas de su amplio pantalón. Encontró un cigarrito hecho a mano. Se lo llevó a la boca y lo afiló con la lengua. Extrajo también un encendedor dorado con el grabado de una caricatura: un gato en traje zoot suit, no muy distinto al que él portaba. Prendió el churro de mariguana. Dejó que el humo llenara sus pulmones. Un olor picoso de yerba quemada inundó el anfibio.

—¿Un grifo, pues? ¡Zacatito pal conejo, mi Dumbo! Wáchese que esta yesca ta rebuena. Vamos a ponernos bien tirili, ese —susurró cual niño haciendo travesura. Extendió el cigarrillo a Dumbo Moreno, quien lo tomó con miedo y lo hizo girar entre sus dedos. Al ver que su superior, el sargento Manuel S. González, no le daba importancia, dio una fumada. Se relajó, dejando escapar un poco del terror que se aferraba a él con las uñas extendidas cual gato frente al baño semanal. El consumo de cannabis era frecuente en las filas militares. La podían conseguir con facilidad en África del norte.

—Gracias, Moody. Lo necesitaba —comentó Dumbo tratando de relajarse. La neblina del humo expulsado se quedó frente a ellos, cargando el ambiente en una alucinación fatalista.

—¡Órale, mano! A ponerse bien zafado para fletarte esto, pues —bromeó el pachuco—. Nel, sabe, no te wacheo tan paliducho, ese. Desde los madrazos en Los Angelinos que no andas tan agüitado. ¿Remember ese desmadre? Mal borlo, ¿no?

—Estoy muriendo de miedo. ¿Qué esperabas? —debatió Dumbo dándole otro chupete a su cigarrillo.

—¡Un moment, plis! Que no se esponje, ese. Si ya silbamos que no te late rolarla en estos lares de la guerra, mi Dumbo. Más rayado hubieras workeado dibujando tus monos. ¿Pus qué, no es lo que te late, chocolate? —le echó en cara Moody. Su primo le devolvió la mirada con odio. Dos pistolas dispuestas a tronarlo.

—Tú sabes que mi jefe… —comenzó a explicar. Recapituló sus sueños perdidos por una decisión paternal y la desfavorable determinación de visitar a los primos en Los Ángeles antes de enlistarse. Todo le vino a la mente, sintiendo que el destino estaba carcajeándose de él. No había necesidad de explicárselo a Moody. Conocía bien su historia y las razones del porqué estaba a punto de desembarcar—. ¡Tú lo sabes todo! No molestes.

—¡Calmantes montes, ese! Yo no voy ni vengo, bato. Aquí estoy para echarle la mano, ese. Nel que se sulfure ni se agüite, pues. Mejor póngase bien tirili, que los cuetes están alalva —trató de calmarlo.

Dumbo Moreno suspiró. No valía la pena discutir con su primo. Era terco y siempre terminaba haciendo lo que quería. Se limitó a alzar los hombros moviendo su mochila y haciendo resonar los trastes metálicos que cargaba.

—Nadie te pidió ayuda —se limitó a escupir con malestar, mirando el cigarrito que se consumía entre sus dedos.

—¡Sherap, ese! Pues naranjas, que no se me agüite. Que necesita ayuda, ese. Un chingo de help. ¡Pus venga! Qué andabas rezando, carnalito —continuó molestando, levantando su ceja derecha hasta crear un arco perfecto en su rostro.

—Sí, a la Virgen de Guadalupe —admitió Dumbo Moreno.

Una explosión reventó a pocos metros de su vehículo, levantando una tromba de agua que mojó a todos los soldados. Cuando el ruido se fue opacando, el pachuco exclamó:

—¡Uuuupalé! ¡Órales, mano! Pus nel, no soy tan populacho como la lady. Mi jefecita chula le rezaba, pero yo no ser cliente. Mire, bato, tú bien águila. Me tienes a mí merito, tu cousin. Me ves mosquita muerta, pero naranjas. Apechugarse, que yo estoy here —señaló el pachuco al frente. Dumbo notó que su transporte anfibio estaba acercándose a la playa.

A lo lejos, en tierra, se advertían tanques y cañones enemigos descargando su ira contra los aliados. Los carros de asalto estaban ocultos entre las rocas. Un regalo imprevisto para los soldados que desembarcaban.

—Dumbo, pélale corriendo en zigzag. Eso me lo choreaba el chulo Sal. En curvita no te atinan, pues. Y otra cosa, mariposa: no te dejes matar. Tu carnala Elsie me capa las canicas si te regresan patas por delante. ¡Ahí te wacho, ese!

—¿Me puede rolar un toque, señor? —le dijeron a Dumbo Moreno. Fue en la línea contigua. Uno de sus compañeros, sentado frente a él, le pedía su cigarro con la mano extendida. Recordaba su nombre, era Ceferino Blanco. Casi un niño que había mentido sobre su edad para enrolarse en el ejército norteamericano. Rozaba los dieciséis, tratando de aparentar veinte. No lo lograba. Había nacido en Linares, Nuevo León. Su familia se mudó a Austin para trabajar en un campo de cultivo de papas. Vio que el ejército le daba más beneficios que ser emigrante piscando verduras. No lo culpaba por su decisión, todos los de la compañía E pensaban que estar en medio de esa guerra era la mejor decisión de sus vidas.

—¿Qué? —apenas logró balbucear Dumbo Moreno, agitando su cabeza para limpiarse sus ideas. El chico señaló su cigarro, que se malgastaba en la mano. Lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Un toque de yesca, señor.

—Sí, Ceferino —respondió entregándoselo, mientras guardaba el encendedor dorado en su bolsillo—. Rólalo, para que agarren valor.

La compañía E del 141.º Regimiento de Infantería era un grupo compuesto por mexicanos o descendientes de mexicanos. “Los frijoleros” les llamaban, junto a otros apodos: pachucos, morenos o café con leche. Entre ellos hablaban español, cantaban corridos de la Revolución y se ponían motes graciosos para echarse carrilla. Formaban, parte de la Guardia Nacional de Texas, los T-Patchers. Elegidos entre las armadas para comenzar la invasión a Italia. Les llamaron héroes de la libertad, pero sólo eran un grupo de jóvenes emigrantes asustados. Con la entrega de las bombas japonesas en Pearl Harbor, todo cambió en los Estados Unidos de América. Y a sus filas llegaron todos los ciudadanos, los que buscaban un pedazo de libertad. Pero también quienes buscaban la nacionalidad.

El líder de la compañía se levantó, agarrándose con firmeza para que el bamboleo del transporte no lo derribara. Era el sargento Manuel S. González, un antiguo trabajador de una cementera de Fort Davis, Texas.

—¡A ver, chamacos! ¡Estamos llegando! —gritó el sargento a los horrorizados muchachos, que se pegaban unos a otros para tratar de mantener el calor—. Despliéguense en la playa y barran el terreno. Tendremos resistencia al frente. Debemos dejar limpio para el desembarque de camiones y tanques. ¡No dejen un solo soldado enemigo allá afuera! ¿Entendido, cabrones?

Movieron las cabezas afirmando. El terror les había comido la lengua. Las detonaciones cada vez eran más ensordecedoras, acercándoseles para tragárselos en un bocado.

—¿Usted tiene miedo? —cuestionó Ceferino a Dumbo. Era una buena pregunta. Lou Moreno afirmó con la cabeza. No, no era machín. Tenía miedo, y mucho. No obstante, sabía que no podía regresar a Los Ángeles. Prefería tomar valor y enfrentar lo desconocido que retornar a lo conocido en Estados Unidos. La puerta del transporte anfibio se abrió de golpe, dejando entrar una ola que salpicó a los más aventajados de la línea. El sargento González alzó su pistola al aire agitando la mano para que sus hombres partieran. Las balas de las ametralladoras caían a modo de gotas de lluvia, levantando chapoteos mortales.

Los soldados de la compañía E emprendieron el asalto hundiéndose en el mar Mediterráneo hasta la cintura. Con sus rifles levantados, para que el agua salada no hiciera mella en ellos. El avance fue lento, ya que las olas italianas insistieron en retornarlos a su barco. Pronto, los proyectiles de las ametralladoras comenzaron a aniquilar a la infantería. Uno de los soldados fue atravesado por una bala. Entró por su cachete izquierdo hasta el casco, que lo hizo volar como premio en tiro al blanco. Cayó de espaldas al agua, hundiéndose de golpe con el equipo que portaba. Cuando Dumbo Moreno saltó al agua, pudo contar al menos diez cuerpos flotando. Todos rodeados de una mancha carmesí que se diluía en el mar. En su mente continuó sus rezos a la Virgen, recordándole que no deseaba morir ese día.

Tal como le indicó Moody, se fue impulsando entre la marea en zigzag. Sentía que las metrallas le rozaban al escuchar su silbido a un respiro. Giró su rostro hacia atrás, donde ya no podría regresar. Encontró las múltiples siluetas de los navíos de combate flotando entre la marejada, esperando escupir sus contenidos de tanques, equipos y generales. Sabía que más allá, cruzando el Atlántico, estaba lo que en verdad había dejado: su hermana Elsie y los hechos terribles de esa noche en Los Ángeles.

A su lado, el crío Ceferino trataba de regresar al vehículo de desembarco gesticulando cual loco. Murmuraba delirante, pidiendo perdón por haberse alistado y que lo regresaran a Linares. Las escenas de muerte lo habían trastornado y alejado de la realidad. Dumbo Moreno sabía lo que era esa angustia que paralizaba, que se aferraba a las tripas y hacía contraer las nalgas como un enfermo con diarrea. La sangre se solidificaba pasmándolo cual pedazo de roca. Al darse cuenta de que el chico terminaría ahogado o con una bala amiga por ser un cobarde desertor, se acercó a grandes zancadas. Le cruzó el brazo por el cuello para arrastrarlo a tierra firme. Mientras avanzaban, Ceferino trataba de zafarse dando alaridos. Dumbo lo golpeaba para sacarlo de su delirio. Cuando los puños no bastaron, entraron en acción los pies y la culata de su rifle. El último golpe le abrió el labio. La sangre que emanó se coló entre el río de lágrimas de terror.

Por fin llegaron a la arena, sobre la que ambos se derrumbaron en un abrazo. Lo arrastró otro tanto para cubrirse. Hasta un boquete en la playa, rastro de una enorme explosión que sólo dejó algunos dedos humanos achicharrados y un casco mellado de su antiguo propietario. Cubiertos, los disparos pitaron encima de sus cabezas. Sabía Dumbo que si él no se hubiese empleado con tanto entusiasmo Ceferino sería una cifra más de los decesos.

—¡¿Estás bien?! —le gritó al oído. El chico se pasó la manga por la nariz para limpiarse los mocos. Las lágrimas eran tercas y continuaban emanando a manera de catarata. Movió la cabeza. Podría haber dicho que sí. También que no. No le importó a Dumbo. Al menos había dejado de gritar.

Dumbo Moreno se quedó pensado que él no era del tipo heroico de salvar gente. Para lo que había hecho, se necesitaban muchos huevos. Y esos no los tenía. Se cuestionó si era el mismo carnal que dejó El Paso, Texas, meses atrás. Lo único que le vino como respuesta es que no era el momento de hacerse preguntas. Tomó su rifle. Le quitó el seguro e incitó a que Ceferino hiciera lo mismo.

—¡Vigila la colina! ¡De ahí nos disparan! Tú tranquilo. Sólo apunta y vamos a matar a esos comesalchichas, ¿entiendes?

Esta vez, Ceferino movió la cabeza afirmando. Dumbo rotó el rostro para ambos lados buscando apoyo. Encontró muertos a su alrededor. En el mar, enjambres de lanchas de desembarco continuaban arrojando soldados a las playas. El maldito infierno que le enseñaron en su catecismo era un simple parque de atracciones. Varios miembros de la infantería de la 36.ª División fijaban cuerdas en las rocas que emergían al terminar el arenal. Trataban de trepar y alcanzar la cumbre. La mayoría caía dando tumbos. Grupos enteros se arremolinaban formando montículos fúnebres mientras el fósforo los diezmaba.

De las olas, arrastrándose, Dumbo pudo observar al sargento González. Trataba de auxiliar a dos de sus compañeros heridos. Maldecía para que reaccionaran, tratando de llevarlos a un lugar seguro. Los silbidos de balas retumbaban cual enjambres de abejas. Dumbo le gritó desde su escondite haciendo señales:

—¡Señor! ¡Por acá!

Cuando el sargento se encaminó hacia ellos sin dejar a sus heridos, el fuego cruzado se incrementó. Dumbo y Ceferino vieron cómo municiones de alto calibre acribillaban al valiente oficial. Cayó muerto al lado de los otros dos cuerpos.

Dumbo arrojó su cabeza hacia atrás, sintiendo que las lágrimas brotarían. Se sentía muerto, más que muerto. El primer desembarco había sido aniquilado quirúrgicamente. Ya venían nuevas oleadas de soldados, la segunda afluencia de la invasión. Cargando las armas por encima de la cabeza, los infantes corrían a través de las rompientes saltando sobre los cadáveres para echarse de bruces a la playa y comenzar a escupir las armas automáticas. Pronto llegaron las grandes aves metálicas con suásticas para soltar fósforo y gasolina. Llamaradas gigantes de un volcán haciendo erupción que se elevaron hacia el cielo, mientras el mar Mediterráneo mecía con suavidad los cadáveres calcinados.

Dumbo volteó hacia la loma enemiga. Encontró a un grupo de granaderos alemanes que rodeaba un obús leFH 18, un cañón montado en potentes ruedas metálicas que había funcionado con gran precisión causando bajas en los aliados por toda Europa. La batería alemana estaba bien colocada, separadas unas piezas de otras. A su lado había una ametralladora que no dejaba de tambalearse mientras expectoraba sus salvas. Era la que había aniquilado a los de su grupo, pensó Dumbo. Estaba frente a sus verdugos.

—¿Traes granadas? —demandó al chico a su lado. A Ceferino, aunque estaba apuntando con su rifle contra las filas enemigas, el miedo le impedía jalar del gatillo.

—Dos… —balbuceó. Dumbo se agachó hasta la cintura de su compañero para quitarle sus explosivos.

—Necesito que me apoyes, Ceferino. Si no me cubres, no va a funcionar —le gritó entre los ecos de las detonaciones cercanas.

Ceferino ya no tenía lágrimas, se había quedado seco. Dumbo no esperó a que le contestara. Comenzó a disparar al grupo alemán con su rifle. Ceferino le imitó. Uno de los operadores de la metralla se dobló y se perdió en la colina al caer. Era el primer blanco. No supo si fue él o Ceferino. Una sonrisa se pintó en el rostro de ambos. El terror desaparecía y la excitación de la adrenalina tomaba su lugar.

—Ya salgo —soltó Dumbo Moreno dando un salto para escabullirse por la playa. Pegado a la arena, se arrastraba a manera de gusano. Ceferino disparó incesantemente mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Vayan a chingar a su madre, bolillos!

Protegiéndose con los cuerpos caídos de sus compañeros, Dumbo saltó hasta dejar el arenal. Se metió entre los primeros arbustos de la costa. Una aglomeración de aviones jabos flamearon la playa y se alejaron tierra adentro después de soltar sus descargas. Dumbo los vio perderse entre las colinas. Quizás tomaban boletos sin regreso para Berlín. Si por ahí dejaban caer uno de sus cuetes en la casa de Adolf, no le molestaría.

Ceferino había despertado. Contenía a los alemanes descargando todo el parque de su rifle. Los tenía bastante ocupados al tratar de colocarles una bala en sus cerebros. Eso le concedió tiempo a Dumbo para una última carrera hasta un matojo que le cubrió de la vista de sus atacantes. Había una distancia de casi treinta metros entre él y la unidad alemana. Era imposible llegar a ellos sin que lo vieran. No era un plan muy inteligente, no obstante era el único que tenía.

—¡Órale, ese! El chaval se la rifa, pues. ¿Quién se wacharía que en El Chuco, Tejadas, tienen cabroncitos? —comentó Moody a su lado. Dumbo descompuso su rostro al verlo.

—Ceferino es de Austin, no de El Paso.

—Pus ta verdolaga, mano. Aunque andaba escamado, se puso bien locote, ese —alzó los hombros levantando sus excesivas hombreras. Dumbo no le puso mucha atención. Revisó su rifle y las granadas. Estaba listo para el plan suicida.

—Moody, lárgate de aquí —imploró enojado.

—¡Épale! ¡Wacha a mi Dumbo! Que salió más cabroncito que bonito, ese. Yo te silbo el despapaye, pues —Moody alzó la vista hacia los alemanes. Era un grupo de cinco, uno en la ametralladora, tres en el obús. El quinto corría de un lado al otro, más asustado que el mismo Dumbo—. Son cinco bolillos nazis. A darle baje al del cuetote, te lo chiflo… ¿Ready?

—¿Por qué debo confiar en ti? —preguntó. Dumbo se sentía mareado, no por la locura de la batalla, sino porque estaba a punto de desplegar un chingo de huevotes cual héroe de cine. Y eso era muy raro en él.

—Soy tu brother, ese. Tu cousin del alma, pues… —respondió Moody con una amplia sonrisa que parecía dividir su cara en dos. Se asomó de su escondite y le gritó a su primo—: ¡Ya, truénatelo!

Dumbo emergió de la roca. Apenas tuvo un segundo para apuntar antes de que los alemanes voltearan hacia él. Una, dos, tres. Al ojo de ese cabroncete. El disparo se perdió entre las detonaciones lejanas. Fue preciso, impecable. Un chisguete de sangre emergió del cuello del militar alemán, marcando con líquido carmesí a sus compañeros. Para cuando aterrizó sin vida en el suelo, Dumbo ya corría a todo lo que sus piernas daban con una granada bien cocinada en mano. Cubriendo la mitad de la separación entre ambos, aventó el explosivo con su mejor lanzamiento. La perilla verde aparentó planear por los cielos ante los ojos aterrados de sus enemigos. Los del obús gritaron palabras inentendibles, cargadas de pánico. Logrando un lanzamiento perfecto, el proyectil desapareció en la caja de las municiones del obús. Dumbo, al darse cuenta de eso, comprendió que había que correr en sentido contrario, hacia el agujero con Ceferino, pues acababan de desatar los fuegos artificiales.

Primero fue una explosión seca, sin fuego. Pero con ella vino el espectáculo. Una tras otra, las municiones reventaban llevándose al cielo a los hombres de la unidad y sus armas. Metrallas volaron varios metros para aterrizar en la arena blanca. Dumbo se arrojó al lado de Ceferino. Los dos se quedaron acostados, tapándose los oídos hasta que la exhibición pirotécnica terminó.

—¡La madre! —logró decir el muchacho de Linares levantando su rostro para ver las flamas que consumían lo que quedaba del equipo de granaderos. Los dos soldados se levantaron dándose palmadas de felicitaciones. No celebraban el triunfo, sino el haber logrado sobrevivir. Caminaron entre la neblina negra que dejaron las detonaciones. Del obús sólo quedaba en pie un pedazo de la rueda izquierda y una maraña de metal. Ni rastros de los soldados alemanes. Quizás ya disfrutaban cerveza en el cielo de los nazis o en el infierno de los hijos de puta.

—¡A toda machine estuvo esta pachanga, mi Dumbo! Te volaste esa ranfla, ve —le dijo Moody ajustando su sombrero de ala ancha y afilando la pluma. Por primera vez en el día, Dumbo le sonrió a su primo pachuco.

Sin embargo, la alegría se esfumó de golpe. Mientras se dispersaba el cargado humo negro, el piso se cimbró. Entre los árboles quebrados cual varas surgió un vehículo motorizado blindado Sonderkraftfahrzeug 251. Con cabina cerrada al frente, dos ruedas y la parte posterior sobre orugas. Un monstruo metálico. Montados en él, soldados alemanes y dos ametralladoras que no tardaron en apuntarles a los mexicanoamericanos. Era una unidad de la 16.ª División Panzer al mando del general Rudolf Sieckenius, los centinelas de esa bahía.

El transporte se detuvo imponente. Los soldados alemanes bajaron de inmediato y se colocaron en línea con las armas hacia ellos. Dumbo entendió que estaban perdidos, que pasarían a acompañar al resto de cuerpos que ya servían de alimento para los cangrejos. Los dos jóvenes alzaron las manos tras arrojar sus rifles al frente.

Otro vehículo, un auto manejado por un oficial, se detuvo al lado del escuadrón. Se alzó en él un imponente hombre de gabardina negra. Dumbo le examinó con cuidado. Era el primer oficial nazi que veía. Era distinto a esos muchachos en uniforme que temblaban al apuntarles. Ese individuo alto, de cabello bien peinado, mirada clara y porte aristocrático era en realidad el enemigo. Trató de entender su mirada ártica, pero no había un gesto que lo delatara como persona. Sabía que nunca lo olvidaría. Podría ser el rostro de sus peores pesadillas.

Herr Kommandant Von Hagen! —saludaron en coro los soldados.

Verschwenden Sie keine Zeit… Sie töten —vociferó fastidiado el oficial. Volvió a su vehículo, alejándose del grupo.

Ja, Herr Kommandant Von Hagen —respondió uno de los soldados.

—¡Pinche agüites, mis paisas! Que este arroz ya se coció. Kiss your ass and adiosito… —comentó Moody levantando también las manos. Dumbo tragó saliva y antes de que los alemanes les dispararan, le dijo a su primo:

—Yo no te maté. No me estés jodiendo.

No pudo ver ni oír más. Un ventarrón levantó a Dumbo y a Ceferino y los arrojó varios metros de regreso a donde las olas reventaban. Fue un gran flamazo, como si una estrella hubiera encendido todo su poder, les quemó cabellos y pestañas.

Cuando se recuperaron, vieron el esqueleto metálico del transporte revuelto entre carbón y cenizas. Dumbo había perdido su casco y apenas lograba escuchar. Sólo retumbaba un zumbido continuo en sus oídos. Cuando Ceferino le señaló hacia el mar —apuntaba al buque USS Savannah, que había comenzado a torpedear la playa para convertirse en el primer navío en entrar en acción contra las defensas alemanas—, no logró oír las palabras del chico por el zumbido. Dumbo se dejó caer en la arena, exhausto. El olor a grasa quemada se expandía junto con las descargas de la flota contra las defensas nazis. Ceferino le entregó su casco.

—… ya estuvo —fue lo primero que logró escuchar Moreno entre el chiflido. El chico se sentó a su lado, viendo arder los restos del transporte—. ¿Trae cigarros?

Dumbo rebuscó en su pantalón. Era medio cigarrillo. Se lo entregó colocándoselo en los labios. Una sonrisa se pintó en la cara ingenua de Ceferino. Apareció el encendedor dorado con el dibujo del gato para prenderlo. La mañana había llegado a las costas de Salerno. Con el nuevo sol, arribaron los aliados para recuperar Europa del dominio alemán. El Quinto Ejército americano había perdido más de mil quinientos soldados. En gran parte mexicanoamericanos. Era el bautizo de estos jóvenes que habían dejado atrás sus empleos mal pagados, el racismo y su lucha entre las dos culturas para combatir por la libertad.

Los soldados se quedaron mirando la fogata que era el vehículo blindado. Quizás pensando lo mismo que cuando miras la muerte a gran escala: una parte de ti también se muere.

—Oiga, señor, ¿con quién hablaba? —cuestionó Ceferino viendo cómo la tercer oleada de soldados empezaba a desembarcar colocando en la arena caminos metálicos para las orugas de los tanques americanos y los camiones que descenderían entre las olas.

—¿Perdón? —arqueó las cejas Dumbo mientras se instalaba de nuevo su casco, que le cubría las excesivas orejas que le habían regalado su cómico apodo.

—Hablaba con alguien, desde el barco.

—Con mi primo Moody —respondió con un suspiro, pero manteniendo los ojos hechizados por las llamas que trataban de comerse el metal.

—Supongo que lo extraña. Ya lo verá cuando regrese.

Lou Dumbo Moreno contestó sin un gramo de sentimiento:

—Está muerto. Estiró la pata en las revueltas de Los Ángeles contra los pachucos. Por eso estoy aquí, porque dicen que lo maté.

Querubines en el infierno

Primera parte

El pachuco es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes.

OCTAVIO PAZ

Querubines en el infierno

1

Zoot suit gang (Los Moreno)
El Paso, Texas. Abril de 1943

Marchando, uno, dos, tres. Botas en alto. Muy brillantes, muy limpias. Los cinco al mismo tiempo. Uno, dos, tres… El delgado con trombón al frente. Cara de tonto emperifollado en traje gris. Cintilla roja con la suástica palpitando. Uno, dos, tres… El gordo comesalchichas llevando el ritmo con un diminuto tambor de juguete. Chino cochino, con todo nacido en Japón, con trombón. Todo dientes, todo lentes. Agarrando el pito, nalgas de fuera, le sigue el italiano. Uno, dos, tres… Marchando, uno, dos, tres. Y cerrando el desfile, cargando un gran tambor, otro nazi a brinquitos ante la pegajosa canción:

Wen der Fuehrer says

“Ve iss der master race”

Ve heil! Heil! Right in der Fueher’s face.

Not to luff der Fuehrer iss a great disgrace

So ve heil! Heil! Right in der Fuehrer’s face…

Seis meses antes de que desembarcara en Salerno, el joven mexicanoamericano Lou Dumbo Moreno coreaba la melodía de la caricatura a todo pulmón. Se levantó de su asiento moviendo las manos para que el resto de la audiencia en la sala de cine siguiera la tonada. Elsie, su hermana, cerró los ojos. Era una pena verlo hacer eso. ¡Chale, qué agüite, ese! Trágame tierra. Mi hermanito está bien chafado, un locochón bien tirili viviendo en El Chuco, Texanas. Gacho que su cabeza volaba cual tecato lleno de cartoons, pensó la muchacha observando a su hermano.

—Ven herr Goebbels says “Ve own der vorld und space” —cantó el quinteto de caricaturas marchando uno, dos, tres. Dumbo los siguió al pie de la letra. Amaba esa caricatura esterilizada por el popular Pato Donald—. Ve heil! Heil! Right in herr Goebbel’s face.

Los espectadores reían a carcajadas. Era una calurosa noche de abril en la fronteriza ciudad de El Paso, Texas. Dumbo continuó tarareando entre risas y rubor encubierto por la oscuridad. El chico se sentó de nuevo en su butaca, con una gran sonrisa que cosquilleaba los extremos de sus prominentes orejas. Moreno hacía honor a su apellido: lo era de pies a cabeza. Su hermana Elsie era micla, morena clara.

En la caricatura, el Pato Donald era arrastrado de su cama por el quinteto de soldados de pacotilla. Lo ponían a trabajar en una fábrica de municiones. El desesperado Donald tenía que hacer el saludo nazi cada vez que aparecía la foto de Her Adolf. Dumbo decía las líneas del corto animado. Inclusive, se adelantaba al sonido. La había visto más de diez veces. La canción también le gustaba. No poseía el ritmo locochón de la música pachuca, pero le divertía sobremanera. La popularizó Lindley Armstrong, de Spike Jones y su Banda Citadina. Artista que llevaba todo a broma. Chistorete musical en grandes bandas que se difundía con éxito en la radio. La conocían como “la canción nazi”. Así se pedía al locutor para que pinchara el disco y la pusiera en su programa.

Era el corto animado de propaganda de los estudios Walt Disney, llamado igual que la canción: Der Fuehrer’s Face. Una pesadilla de caricaturas dirigida por Jack Kinney, creada para burlarse del enemigo promoviendo la venta de bonos, el amor por el país aliado y el odio por todo lo que sonara a descendiente del compositor Wagner. En la pantalla, el Pato Donald entra en un laberinto de municiones y pesadillas que hacen que termine loco. La guerra no es para menos. Todos terminarían bien locos. Más risas de los asistentes al cine Plaza Theatre mientras los nazis pateaban el trasero del pato… Uno, dos, tres, marchando.

Los dos hermanos Moreno permanecían sentados patas arribas en la parte inferior de la sala de proyecciones. Continuaban carcajeándose cuando se les apareció un rostro pálido y alargado que araba el piso. La luz de la linterna pegó de lleno en Dumbo. Era un hombre rubio en traje de cinco centavos. Para colmo, le quedaba chico. Sin duda, su antiguo propietario era dos palmas más bajo. Tenía bordado su nombre, John Smith. Era obvio que se trataba de un cowboy asimilado por la urbanización. Trabajaba de agente de seguridad en el cinematógrafo.

—No se aceptan morenos en la sala. Si quieren ver la película, vayan al balcón —gruñó en inglés el cara larga señalando la parte alta del teatro. Elsie y Dumbo voltearon sorprendidos. No dijeron nada, bocas abiertas para dejar entrar moscas—. ¡¿Están sordos, frijoleros?! ¡Al balcón! Esta zona es para ciudadanos blancos.

—Nadie nos había dicho nada… —respondió Elsie. Echó bronca, como siempre lo hacía. Ella era perra brava, de las que muerden y sacan sangre. Una decena de centímetros menos que su hermano. No pasaría por alta en ningún estado del país. Eso sí, el consenso era que estaba para chuparse los dedos. Elsie había sido agraciada con curvas en su rostro y otras tantas más en su cuerpo, la vida había sido generosa. Era bien pachucota. Por eso escondía esas curvas en un amplio saco de hombreras y falda corta. Demasiado corta para no atraer miradas de jóvenes en pubertad o viejas persignadas. Sólo se permitía calcetas negras a la rodilla. Charoles bien brillantes en cada chancla. Mexa de armas tomar, como lo son las mujeres de Tamaulipas. Aunque esa descendencia le caía de rebote por herencia, puesto que Elsie era un producto original de El Chuco, Texanas.

—No aceptamos mexicanos en el hall principal. Hay un letrero en la entrada —corroboró el güero cowboy sin quitarles la linterna de la cara. Las leyes de segregación en Texas eran rudas. Había zonas específicas para mexicanos, separadas de las reservadas para blancos. Eso si los aceptaban. En la mayoría de sitios estaban vetados. Dumbo se levantó, pero su hermana le jaló de la manga para que se volviera a sentar.

—No lo leí. A lo mejor lo pusieron después de que entráramos —Elsie andaba de boca floja. No era raro que Dumbo terminara apartándola de un policía.

—No te hagas la graciosa, puta.

Lo último lo soltó en español. Elsie entrecerró sus ojos rabiosa. ¡Gacho, ese! Bien que sabe español el muy swata cabrón, pensó ella cerrando el puño. Dumbo observó a su hermana colorearse y arrojar humo por la cabeza tal como lo hace la caricatura del Pato Donald cuando se pone a rabiar. El joven ya conocía lo que iba a continuar: también ya había visto esa película, era la de su vida.

—¡Tu madre, swata! —vociferó Elsie al ser arrojada a la calle. De inmediato Dumbo la atrapó aferrándola de los hombros.

El guardia consiguió refuerzos con el ayudante del proyeccionista y un empleado de la dulcería. No era para menos, le había dejado un ojo choco por el ranazo que le acomodó Elsie. Fue cuando Dumbo supo que ya no podría ver la película. Ni siquiera en el balcón reservado para mexicanos o negros.

—Basta, Elsie. Tranquila —susurró su hermano para apaciguarla.

—¡Nel, ese cabrón gacho! —gruñó Elsie levantando el puño, pero alejándose de la entrada del cine que les iluminaba con su balaustrada de bombillas y carteles de grandes producciones por venir. Entre ellas, el póster del film preferido de Elsie, El mago de Oz.

El Plaza Theatre era un lugar de reunión por excelencia en El Paso. De esas salas de cine con adornos sobre adornos. Imitando un pastel de quinceañera. No tenía el glamour de las salas de Los Ángeles, pero era grande y amplia. En Texas todo es grande y amplio. Comenzando por los texanos. El Plaza era tan sagrado como una capilla. Sólo que aquí se adoraban a los nuevos dioses de América: los actores. No importaba si se era blanco, negro o moreno, el cine era para todos. El Plaza Theatre se construyó cuando el empresario tejano Louis L. Dent compró el terreno en pleno corazón de la comunidad, en la Pioneer Plaza. Deseaba hacer algo para la ciudad que le dio todo. Regresar parte del éxito a sus ciudadanos en un edificio del que estuvieran orgullosos. Fue una construcción en estilo español colonial, con todas las ventajas de las salas de exhibición de la época. Había que agregarle un extra: fue el primero en tener aire acondicionado. Un lujo que pocos se podían dar. Ahí, las películas se exhibían en inglés. Aunque cualquier emigrado también las veía. Clark Gable era guapo en todos los idiomas. Rita Hayworth se veía chula sin importar nacionalidades.

El teatro servía para estar al corriente de las noticias de la guerra. Los cortos periodísticos proyectados eran mejores que plantar el oído a la radio. Los nazis se veían más aterradores en una pantalla gigante y los tanques Sherman, más justicieros a colores. Pero también corrían cortos animados, los preferidos de Dumbo Moreno. Muchas veces sólo iba al cine para verlos, olvidando los dramas. Lo hacía solo, Dumbo siempre fue solitario. A veces dejaba verse al lado de su hermana, quien conocía su pasión: dibujar caricaturas. Mala combinación que a un mexa le gustara la animación, trabajo de soñadores de grandes vuelos como Walt Disney. Su cartón favorito era esa comedia de propaganda con el Pato Donald, el corto Der Fuehrer’s Face. Al final, Donald besaba la Estatua de la Libertad al darse cuenta de que todo era un mal sueño, diciendo:

—¡Amo ser ciudadano de los Estados Unidos!

Una lástima que un pato fuera más norteamericano que él y su hermana.

—No, sorry, hermanito. Querías tus monos en el movo. Ya no los wacheaste por mi culpa —se disculpó su hermana soltándose del abrazo tranquilizador. Los dos muchachos caminaron por la calle, dejando el palacio de sueños cinematográficos.

—Ya lo había visto la otra tarde —levantó los hombros sin darle importancia a la incómoda situación. Lou Moreno era estándar y olvidable. Nariz rara, labios gruesos, ojos pequeños y características orejas que portaba como si fuera un automóvil al que le abrieron sus puertas de cada lado. Trataba de esconderlas con su cabello y patillas amplias. Sin embargo, era imposible perder esos dos alerones. Aun así, su imagen era graciosa.

—¿Quihubo? ¿Y ahora qué? —cuestionó Elsie al mirar el reloj colocado en la plaza San Jacinto. El centro de la ciudad palpitaba de vida ese sábado, entre los automóviles con jóvenes dando vueltas tratando de levantar alguna chica o parejas que caminaban acarameladas aprovechando el fresco de la noche. Un trío de pachucos en camisetas sin mangas, con toneladas de grasa en el pelo, pasó al lado de Elsie silbándole.

—¡Vale, hyna, mucha chancla! Ven pa’ca con apá, esa. Que aquí nos ponemos tirili y nos vamos de buti fiesta.

Elsie ni siquiera les regaló una mirada de reojo. Algunos eran emigrados temporales, braceros que se entacuchaban para levantar chicas. Otros realmente eran pandilleros que traficaban droga desde Ciudad Juárez. La mayoría, sólo jóvenes tratando de verse bien en el traje de moda. Se decía que El Paso era el lugar de origen de la cultura pachuca, esa forma de ser rebelde que se reflejaba en el habla y la vestimenta. De ahí se desprendía su nombre: que venían del Chuco, los que pasaban chueco; el del paso chueco, pachuco.

Caminaron varias cuadras mimetizándose con los jóvenes. Los Moreno tenían un rígido código en el horario. Sus padres eran conservadores. Ni alcohol ni cigarros frente a ellos. Misas los domingos y días de guardar. Sus padres habían emigrado años atrás. Y aunque apenas podían entablar un diálogo fluido en inglés, la bandera norteamericana ondeaba fuera de su casa en el barrio de Chihuahuita. Se sentían bendecidos por ser recibidos en ese país. Quizás para los pomposos burócratas sólo era una familia más de frijoleros. No obstante, para muchos otros eran míster y mistress Moreno, el mecánico y la costurera.

—¿Neta que no te sientes agüitado por salir con tu carnala, Dumbo? —le preguntó Elsie mientras miraba los aparadores de los almacenes que dormitaban en la noche.

—Para nada. Muchos batos ya quisieran estar contigo.

—¡Gacho, ese! Eres mi brother. No los muchos batos. A mí no me cabuleas. Lo que tú necesitas es una chavala, pues.

—Sí, mamá —respondió con la cantaleta que ambos soltaban ante los reclamos de su progenitora.

—Eres un swata —rezongó sarcástica Elsie. Dumbo le devolvió una mirada punzante.

—¿Te late una milkshake? —consultó Dumbo a Elsie viendo la farmacia de la Pioneer Plaza. Ahí preparaban las mejores leches malteadas en El Paso. Ella se limitó a contestar elevando una ceja. Sus carnosos labios se curvearon para revelar una sonrisa.

—No cargo varo, ando fría —respondió Elsie cruzando la calle para la droguería.

—Yo pago —aceptó Dumbo buscando dentro del amplio pantalón mientras miraba el pedestal vacío en el centro de la Pioneer Plaza. Su padre le había contado que se levantó para conmemorar el Labor Day como un símbolo de bienvenida a los emigrantes en Estados Unidos de América, una réplica de la Estatua de la Libertad. Pero la escultura se destruyó. Había sido construida con un material de mala calidad. Resultaba más barato demolerla que arreglarla. Dumbo siempre sintió que era una triste alegoría.

Los hermanos entraron a la droguería. Había un letrero en la entrada: “No se sirve a mexicanos”. No les importó. Era de noche y el dueño nunca trabajaba los fines de semana. En su lugar se quedaba Ramiro, un compañero de escuela. Su amigo, al verlos, saludó desde su refugio detrás de la barra.

—¿Qué pues nuez? ¿Nos chiflas dos milkshakes, Ramiro? —le coqueteó Elsie moviendo sus pestañas a manera de abanicos. El encargado miró a los comensales blancos. Tragó saliva. Elsie era una peligrosa compañera.

—¡Gacho, esa! No quiero que vengan los placas y nos emboten —se disculpó sudando.

—Órale, Ramiro… ¿Plis? Promesa que vamos a borlotear, a guarachear juntos y hasta nos echamos un wino.

—¡Sale y vale! Váyanse para la esquina. Sólo águila por si nos caen —dijo señalando el extremo de la barra, un lugar escondido entre la cafetera y un exhibidor de pasteles que servía perfecto de escondite.

Elsie se sentó en el último banco no sin antes farolear con los presentes. Dumbo se colocó a su lado, sacando de su pantalón una libreta y un lápiz para dibujar. Era su escape, también su vida: trazar caricaturas. En sus cuadernos había animales chistosos, paisajes y caricaturas de profesores o extraños que se cruzaban en su vida. Con el estilo de la caricatura que tanto le gustaba, la del Pato Donald. No tenía amigos. Sólo eran él y sus dibujos. Más de una vez fue blanco de burla de los chamacos del barrio. Terminaron colocándole el apodo de Dumbo. Sobrenombre que ya había asimilado.

Ramiro les llevó sus malteadas. Elsie miró de reojo la libreta de su hermano:

—Eres bueno dibujando. Deberías seguir tus dreams y buscar con el Disney ese.

—No contratan paisas, lo sabes.

—No, no lo sé. Neta que iría a preguntar a East Los. Por ahí nos quedamos de party a borlotear con el locochón Moody y la hyna Betty —cantó Elsie y chupó su batido con el popote, dejándolo coloreado con la pintura de labios oscura. Cualquier pretexto para pasar el verano en Los Ángeles era bueno. Su tía Guadalupe, la hermana de su mamá, vivía allá. Casi todos los veranos los pasaban con ellos huyendo del excesivo calor de la frontera. Era la etapa preferida del año para ambos, en la que se reunían con sus mejores amigos: sus primos Juan y Betty.

—Me gustaría —murmuró en suspiro.

Antes de que Elsie pudiera continuar sus lucubraciones para huir del yugo pa

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos