El cielo llora por mí (Inspector Dolores Morales 1)

Sergio Ramírez

Fragmento

El cielo llora por mí

1. Adiós Reina del Cielo

La ventana de la oficina del inspector Dolores Morales en el tercer piso del edificio de la Policía Nacional en Plaza del Sol, ocupado por la Dirección de Investigación de Drogas, permanecía siempre abierta porque el aparato de aire acondicionado no funcionaba desde hacía siglos. No la cerraba ni cuando llovía, y la cortina de cretona, recogida en un extremo, era un guindajo apelmazado de humedad y polvo.

Aquel edificio, un cubo de aluminio y vidrio que antes de la revolución había sido sede de una compañía de seguros, no tenía más que una novedad, una modesta pirámide de acrílico transparente mandada a colocar en la azotea por el primer comisionado César Augusto Canda, que como afiliado a la Fraternidad Esotérica de los Rosacruces creía en las virtudes del magnetismo biológico.

En un rincón de la oficina, bastante lejos del escritorio metálico, brillaba la pantalla de la computadora, que más bien parecía estorbar en la habitación mal provista, y en las paredes colgaban de manera dispersas fotos de mediano formato: una escuadra de guerrilleros flacos, barbudos y mal armados, el inspector Morales uno de ellos; policías de civil alrededor de una mesa en celebración de algún cumpleaños, chocando sus vasos, el inspector Morales también uno de ellos; otra en que recibía la imposición de sus insignias de grado, y otra en la que saludaba al jefe de la DEA para el área de Centroamérica y el Caribe, en visita a Nicaragua.

Se acercó a la ventana con el teléfono portátil pegado al oído. El número seguía ocupado. Abajo, en el patio de estacionamiento, cantaban voces desafinadas entre un reventar de cohetes que estallaban en volutas leves en el cielo. Había pasado el mediodía, y la corona de la Virgen de Fátima relumbraba bajo el sol de la canícula que ya llegaba a su fin, mientras la imagen, en peregrinaje por toda Nicaragua, avanzaba entre dos vallas de policías, el anda adornada con flores de Júpiter en hombros de los oficiales, hombres y mujeres, de la plana mayor. Los sones de la marcha festiva, ejecutada por la banda militar, llegaban distantes, como si el aire cálido los dispersara igual que el humo del incensario que movía lentamente el capellán, voluminoso como un ropero de tres cuerpos bajo su capa pluvial de color violeta con arneses dorados, abriendo paso a la procesión.

El inspector Morales sabía que abajo estaban notando su falta, y desistió de seguir intentando la llamada. Se puso la camisa del uniforme, porque debido al calor prefería trabajar en camiseta, una camiseta verde olivo, y salió al pasillo desierto donde sólo encontró a doña Sofía.

Todos, oficiales, policías de línea, agentes de investigación, secretarias, ordenanzas, afanadoras, estaban abajo junto a sus jefes recibiendo a la Virgen Peregrina, salvo doña Sofía Smith, su vecina en el barrio El Edén. Desatendida del bullicio de afuera, seguía limpiando las baldosas con un lampazo empapado en un desinfectante turquesa de olor dulzón que sólo se usa, sabrá Dios por qué, en las cárceles y en los cuarteles.

Al pasar el inspector Morales a su lado se puso en posición de firme, asiendo el mango del lampazo como si fuera un fusil, una costumbre heredada de los viejos tiempos, cuando era dueña de un fusil de verdad, un viejo BZ checo, de los que llamaban “matamachos”, y la policía se llamaba Policía Sandinista. Y no ocultó su desdén. Temprano había dejado sobre el escritorio del inspector Morales un memorándum, escrito con lápiz de grafito en el revés de una esquela de requerimiento de abastos de oficina, que decía:

Asunto: Actividad religiosa.

A: Compañero Artemio.

He recibido una citación para comparecer al recibimiento de la Virgen de Fátima, pero no cuenten con mi presencia. Me da vergüenza que compañeros revolucionarios se presten a una farsantería.

Aún seguía llamándolo con el seudónimo Artemio, bajo el que lo conociera en la resistencia urbana cuando ella misma prestaba servicios de correo clandestino. Entraron juntos a la nueva Policía Sandinista a la caída de Somoza en 1979, y como su hijo único José Ernesto, de seudónimo William, había caído en combate en El Dorado en los días de la insurrección de los barrios orientales de Managua, siempre había subido a las tarimas de los actos de cada aniversario de la fundación de la policía con las otras madres de héroes y mártires, todas enlutadas cargando en el regazo el retrato enmarcado de sus hijos.

Hija de un teniente de las tropas de Marina de Estados Unidos acantonadas en Nicaragua durante la intervención que terminó en 1933, y de una modista del barrio San Sebastián que cosía a domicilio para las esposas de los oficiales yankis, si llevaba el apellido Smith es porque la madre se lo había puesto a la brava, sin mediar matrimonio. Evangélica a muerte, y sandinista a muerte, doña Sofía era una dura mezcla de dos devociones; y en desuso ya los ritos de la revolución, se refugiaba en los del culto protestante, afiliada como estaba a la iglesia Agua Viva.

Desde su ingreso a la policía asumió el puesto de afanadora con disciplina partidaria, entregada a sus tareas de limpieza en uniforme verde olivo, pantalón y camisa, su broche de militante prendido sobre el bolsillo del lado del corazón. Allí se había quedado hasta hoy, cuando ya no había reuniones del comité de base ni jornadas de trabajo voluntario. Ahora lo que usaba era un uniforme gris con falda. Tenía dos, y uno colgaba siempre del alambre en el tendedero del patio de su casa. Vecinos como eran, el inspector Morales, siempre que podía, le daba raid en su Lada azul celeste, sobreviviente de aquellos tiempos.

El inspector Morales contestó a su mirada de reproche con un gesto de impotencia evasiva, y tan apresuradamente como se lo permitía la prótesis de su pierna izquierda bajó los estrechos escalones sumidos en la penumbra, porque el ascensor había sido desahuciado desde hacía años.

Peleando en el Frente Sur en noviembre de 1978, en uno de los combates para apoderarse de la colina 33, el mismo donde cayó el cura asturiano Gaspar García Laviana, un balazo de Galil le había deshecho los huesos de la rodilla; fue sacado de emergencia a la estación sanitaria instalada en el poblado de La Cruz, del otro lado de la frontera con Costa Rica, y de allí lo llevaron en una avioneta al Hospital Calderón Guardia de San José, donde no hubo más remedio que amputarlo porque amenazaba la gangrena. La prótesis se la habían puesto en Cuba, y aunque era una pierna bien moldeada, el color sonrosado del vinilo no se avenía con lo moreno de su piel.

Se incorporó al grupo de oficiales al momento en que la Virgen de Fátima era colocada en el altar erigido bajo las acacias, al pie de los ventanales, en medio del copioso rumor de los aplausos. La inspectora Padilla, directora de Recursos Humanos, las nalgas y los pechos rebosantes entallados dentro de su uniforme, recibió de manos del imponente capellán un folleto, se acercó al mic

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