Había mucha neblina o humo o no sé qué

Cristina Rivera Garza

Fragmento

Título

Del latín tectum y éste a su vez del verbo tegere —recubrir, cubrir, proteger—, el techo resguarda y encubre a la vez. La diferencia entre el amparo y la intemperie es, en efecto, esa línea delgada, con frecuencia horizontal, que es el techo. Cuando se abre un boquete en el techo, cuando el techo se cae, cuando lo único que queda sobre nuestras cabezas es apenas un mediotecho, entonces es posible ver hacia afuera —esa parvada de tordos, por ejemplo— pero también hacia adentro. Lo oculto sale a relucir. Lo privado se vuelve atrozmente público. La intimidad del cuerpo queda así en plena conexión con la vida de los astros y de las plantas y de las máquinas. Cuando el techo se resquebraja entramos en contacto con todo y todos: nos volvemos pura vida exterior.

¿Qué queda cuando el techo se abre? El cielo, claro está. Unas cuantas nubes desmenuzadas por el viento. La estrella de la tarde. La luna. ¿Y cuando el cielo se abre?

¿Y cuando la noche?

Queda la neblina, quizá. O el humo. O no sé qué.

He seguido la vida y la obra de Juan Rulfo ya por mucho tiempo. Inicié de muy chica, leyendo uno de los libros que acabaría por marcarme de múltiples maneras —Pedro Páramo—, y he continuado hasta hace muy poco, espulgando archivos, viajando por las carreteras de sus propios itinerarios, escalando sus montañas, leyendo tesis, hablando con la gente que ahora vive en los lugares que lo obsesionaron, cotejando reportes de trabajo, dictámenes varios. Me interesaba, quiero decir, lo que a todo mundo le interesa de Rulfo, que es su escritura, pero todavía algo más: la materia de sus días como escritor. No toda su vida cotidiana —sobre la que ya hay varios y muy buenos libros— sino las condiciones materiales que hicieron posible que un hombre nacido en 1917 en la provincia mexicana pudiera ganarse la vida escribiendo o para escribir. Tengo la impresión de que este libro es mi esfuerzo por contestar aquella intrigante provocación que lanzara Ricardo Piglia en uno de sus ensayos de El último lector, ése en el que aseguraba que la verdadera historia de la literatura se escondía en los reportes de trabajo de sus escritores. En efecto, entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida.1

¿Y es ganarse la vida sinónimo aquí de merecerse esa vida? Tal vez.

Rulfo trabajó, y mucho, en proyectos neurálgicos para la modernización mexicana de mediados del siglo XX. La suya fue una vida marcada por el así llamado Milagro Mexicano de corte alemanista, una época en la que no sólo le tocó vivir, sino que contribuyó a fraguar, primero como empleado de una compañía trasnacional de llantas —la Goodrich-Euzkadi— que en mucho participó de la incipiente industria del turismo, nunca una fuente menor de ingresos públicos. Años después, ya publicados los dos libros que le dieran tal notoriedad, se convirtió en asesor e investigador de la Comisión del Papaloapan, ese organismo federal cuya función fue allegar los recursos naturales de la zona del sur de México al mundo, mismos que hasta antes estuvieron circunscritos por un río de aguas broncas. Ya fuera tomando fotografías celebratorias de la modernidad alemanista —que luego se convertirían en objeto de culto artístico—, o ya describiendo las condiciones de vida de pueblos indígenas de tal forma que justificara los esfuerzos del gobierno por desalojar comunidades enteras de chinantecos y mazatecos de las regiones designadas para albergar la presa Miguel Alemán, pieza central de los trabajos de la Comisión del Papaloapan, Rulfo utilizó sus muchas habilidades para ganarse la vida y, así, legitimar y cuestionar al mismo tiempo el proceso modernizador del que resultarían las grandes metrópolis y el tipo de existencia veloz y mecánica que terminaría dando al traste con la vida rural de la que tanto se hizo su obra. Antes de sus libros, las llantas sobre la carretera; después de sus libros, los trabajos de la comisión: dos empleos de enorme importancia a nivel personal y a nivel social. Sigo con la impresión de que el mundo del novelista continúa sosteniéndose sobre los cimientos de estos dos empleos. La estética va de la mano de la vida cotidiana, y del pie, también, de la política. ¿Es posible concebir la producción de una obra y la producción de una vida sin que una esté supeditada a la otra? Supongo que escribir un libro sobre o alrededor de un autor es, también, investigar los muchos poros a través de los cuales esa obra y esa vida se entendieron, o se medio entendieron, o se entendieron mal. Después de todo, si los autores supieran a ciencia cierta qué les pasa, o cómo y por qué les pasa lo que les pasa, no tendrían necesidad alguna de escribir libros.

Había leído su obra literaria ya en muchas ocasiones antes de hacer un viraje hacia su vida laboral. Años atrás, tal vez al inicio de todo esto, había escrito un cuento de un jalón un 6 de enero: “El día en que murió Juan Rulfo”.2 Más tarde, reescribí, incluso, Pedro Páramo, palabra por palabra en un blog personal, convirtiendo capítulos enteros de la novela en estrofas de versos libres y villanelas o transformando párrafos específicos, a través del tachado o el uso estratégico del color, en pálpitos apenas de sí mismos, sostenidos únicamente por los signos de puntuación.3 Me había divertido, tengo que aceptarlo. Tuve el placer o el desparpajo —o el placer debido al desparpajo— de escribir palabra por palabra un texto escrito para siempre por Juan Rulfo. Una Pierre Menard cualquiera. Una escribana. Y decir “una transcriba” suena muy parecido a decir “una tránsfuga”. Pero de tanto merodear esas palabras surgió la curiosidad. Y la curiosidad, en este caso, no mató a gato alguno, sino que me condujo a los caminos que recorrió Rulfo en Oaxaca, y luego al Archivo Histórico del Agua de la Ciudad de México, y más tarde a husmear entre los periódicos de la hemeroteca. Había estado en sus palabras pero ahora quería, válgame, estar en sus zapatos. Y si eso no es amor, ¿entonces qué es?

Llegué a Oaxaca a inicios del invierno. Sabía que Juan Rulfo había pasado temporadas ahí, viajando en coche sobre las recién asfaltadas carreteras o avanzando en el lomo de algún burro o caballo por veredas escarpadas. Con más frecuencia, caminaba. Imaginaba sus zapatos: ¿qué tipo de zapatos para subir esta montaña? Imaginaba la sed. Y la pausa, ahí, bajo la sombra de un pino. ¿Experimentó la misma plenitud carnal, la misma silvestre felicidad al meter las manos en el agua fría del pozo cuando parecía que la garganta le quemaba? Imaginaba el cielo azul, limpísimo, que cubría, de hecho, mi cabeza, porque recordaba lo que no viví en lugar de mirar lo que estaba ahí. Hacía las dos cosas en realidad: recordar lo que no viví y observar de cerca, a través de los lentes para miope, lo que estaba en efecto ahí. Uno nunca está solo en la montaña.

Ese invierno de soles intensos y buganvillas en flor llegué a Luvina después de dejar atrás una carretera de cerradas curvas bordeadas por bosques tupidos, y después de avanzar, más tarde, por c

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