Adiós a Dylan

Alejandro Carrillo Rosas

Fragmento

Adiós a Dylan

It’s All Over Now, Baby Blue

4:12 Track 11 del Bring It All Back Home, 1965

Sara está muy seria y ya sé lo que me va a decir. Cuando por fin me explica que no quiere volver a verme, que lo siente pero se enamoró de Nacho, lo primero que me viene a la cabeza es It’s All Over Now, Baby Blue, la canción que Bob Dylan grabó el 15 de enero de 1965 en la tercera sesión de su álbum Bring It All Back Home.

En vez de la voz de Sara en mi mente ahora escucho los primeros tonos de la armónica y luego a Bob gritar con rabia que debo irme, que todo se ha acabado.

Los enormes ojos de Sara, su cara bajo la luz de la tarde, me hacen pensar que no podía acabar de otra forma. Una parte de mí siempre supo que este momento llegaría y nada lo describiría mejor que esta canción, y aunque me siento de la chingada, esa parte siempre quiso que acabara así.

Había conocido a Sara hacía más de un año en la biblioteca Vasconcelos. Vi por primera vez su sonrisa que podría iluminar una ciudad, cuando se sentó enfrente de mí y abrió un libro de Allen Ginsberg. Fue como si un imán me absorbiera el estómago, como si el destino jalara los hilos para hacerme voltear a verla al mismo tiempo que en mi celular empezaba Sad Eyed Lady of the Lowlands, la canción que Bob escribió para su esposa, embobado, como si contemplara una visión.

Durante diez minutos la vi de reojo pasar las hojas del libro. Mi corazón pateaba como si quisiera romper las paredes de las costillas. No podía ser casualidad. La historia de Dylan y los Beats siempre estuvo entrelazada. Además, en mis audífonos, Dylan seguía soltando su larga canción de amor: su rezo salvaje se estrellaba en mi corazón aventándome al vacío. Las palabras subían y se arrastraban a través de mi garganta, luchando por salir, abriéndose paso entre las voces que me decían: “Eres un pendejo, si le hablas vas a hacer el ridículo, va a fingir que no te oyó y se va a cambiar de lugar”. Con las manos temblando, por fin pude decirle, muy bajito: “Hola. ¿Te gusta Ginsberg?”.

Sara está enojada. Porque no digo nada, porque sigo sentado, mirando cómo la luz que entra por la ventana le cae sobre el pelo y la hace más hermosa que nunca, como una revelación que hasta el final me dejara ver el verdadero poder de su belleza. Quiero irme pero no puedo. De veras. No puedo. Tengo los pies pegados al piso y estoy a punto de llorar como un huérfano, viendo cómo los millones de besos y tragedias que nos tocarían vivir juntos se hacen pedazos, cómo el futuro donde Sara cuida a nuestros hijos mientras corretean en las dunas de Bayberry Dunes desaparece.

Después de mucho me paro y camino a la puerta, pero las rodillas me tiemblan y me tropiezo. Una ola de náusea me dobla en el momento en que salgo de su departamento. Bajo las escaleras del edificio, me pongo los audífonos y busco la canción en la que he estado pensando. Vuelvo a ese día en la biblioteca, al momento más extraño de esa tarde y probablemente el más extraño de mi vida, cuando me dijo que se llamaba Sara, Sara Reyes.

Estaba tan sorprendido que los nervios se detuvieron de golpe. Me quedé en blanco y sin preocuparme por lo que pudiera pensar, le conté la serie de señales que me habían hecho hablarle. Le dije lo que Bob Dylan significaba en mi vida: había leído cada biografía y sabía todo de él: el hospital donde nació en una pequeña ciudad minera en el norte de Minnesota, que su primera novia se llamaba Echo Star porque vino al mundo una noche en la que apareció un cometa. Le dije de la conexión con Ginsberg y que en el momento que se sentó junto a mí yo oía una canción que Dylan había compuesto para su primera esposa, que se llamaba Sara, como ella.

Sara Lownds y Bob Dylan, por supuesto, no se conocieron en una biblioteca, sino en Nueva York, en Greenwich Village, en el barrio donde Dylan tocó sus primeras canciones y donde escribió sus primeros versos sobre antiguas melodías folk.

Por suerte Sara, mi Sara, no se espantó. Sonrió como si me entendiera, me agarró la mano y me pidió que le contara más.

Dejo atrás el edificio de Sara y camino sobre Churubusco hacia Insurgentes. Todavía me siento enfermo y mi mente repite y repite sus últimas palabras mezcladas con los acordes de It’s All Over Now, Baby Blue, que ha seguido repitiéndose, y que seguirá una y otra vez hasta llegar a mi casa. Después de encerrarme en mi cuarto, la canción habrá alcanzado exactamente cuarenta y cuatro reproducciones seguidas.

Adiós a Dylan

Tonight I’ll Be Staying Here with You

3:21 Track 10 del Nashville Skyline, 1969

A pesar de la misma mirada triste, Sara Lownds y Sara Reyes son muy diferentes. Lownds era flaquita y misteriosa. Sara Reyes es grande: las piernas, las nalgas, los labios y los ojos, sobre todo los ojos, grandes como tormentas.

Encerrado en mi cuarto, una semana después de que me terminó por Nacho, pienso en eso: en su cuerpo. Es la una de la tarde y estoy abajo de las cobijas, con los párpados pegados, oyendo a Dylan en los audífonos, porque la casa está llena de invitados y no quiero saber nada de ellos. Me duele la cabeza y tengo la boca amarga y reseca. No puedo dejar de pensar en ella y en las ganas que tengo de acariciarla, así que meto la mano en mis bóxers y me masturbo, otra vez, como lo he hecho desde que me desperté. El recuerdo de su cuerpo me aprieta y hace que mi pene lata con fuerza entre mis manos, regando olas de placer y tristeza mezcladas en una misma sustancia. Es una sensación oscura que no me va a llevar a ningún lado ni me va a hacer sentir mejor, pero que no puedo parar. Mientras mis manos suben y bajan sobre la pared de carne, me imagino respirando otra vez el olor de su vagina. Cuando me vengo y el esperma se riega sobre mi estómago, agarro un poquito con la mano y lo pruebo, como si el sabor hiciera el recuerdo más real. Alcanzo a oír que alguien toca la puerta de mi cuarto. Subo el volumen y me acuesto boca abajo para seguir pensando en Sara.

Lo mejor de coger con ella era que me hacía sentir otro: cuando estábamos juntos lo demás desaparecía. Entre más nos veíamos el efecto se alargaba y, aunque no estuviera con ella, su presencia seguía cuidándome, como una armadura que me protegía de las partes duras del mundo. Era como si en medio de una vida de mierda hubiera aparecido una canción extraña y sus acordes hicieran saltar sonrisas del fondo de mis huesos. La rutina se me hizo pedazos y me parecía un milagro llegar a su casa y coger con ella, como si fuera tan normal, como si pasara siempre

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