Las hijas de Eva y Lilith

Elisa Queijeiro

Fragmento

Las hijas de Eva y Lilith
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LA CULPA ES DE EVA
¡POR INSATISFECHA!

(LA ANÉCDOTA ANTES DE EMPEZAR)

Estoy sentada en la sala de una casa; quitaron los muebles y dispusieron las sillas como en un salón de clases. El saludo de todos es cordial, casi cariñoso. No los conozco. No sé si los quiero conocer. Sonrío con agrado —mi mamá me enseñó muy bien—. Estoy asistiendo a pláticas cristianas sobre cómo salvar un matrimonio: estoy divorciada —recién divorciada— y soy judía; bueno, conversa, de hecho. Nací católica y me convertí hace casi 17 años, poco antes de casarme. Jamás entendí tanto las enseñanzas de Cristo como al ser judía. Así que aquí me tienen, tapando el pozo después de ahogado el niño, buscando consuelo en quien lo ofrece.

La sala-salón está llena de parejas; yo vengo sola. Simplemente no quiero volver a equivocarme, o por lo menos no igual; pero, la verdad, no sé cómo. ¿Qué se tiene que hacer para dejar de ser el lado oscuro de uno mismo? Créanme, con la pura voluntad no alcanza.

La plática comienza. Abordaremos el problema desde la raíz, porque —nos dice el pastor— ahí está el origen de todos los males. No me sorprende que mencione el Génesis como nuestro libro de estudio; es el principio. Pero habla, no lee:

—Lo que ustedes no han entendido, mujeres, es que ¡son hijas de Eva!

No sé por qué suena más como una condena que como un mero comentario.

Todos ríen. Yo ladeo la cabeza, casi frunzo el ceño y los observo. No entiendo bien de qué se ríen. Escucho:

—Sí, chicas; sí, señoras bonitas. Eso son: ¡hijas de Eva! Y siempre van a querer el fruto prohibido —sonriendo, nos señala con dedo acusador—. ¿O no es así? —pregunta, y se responde—: Si un hombre les regala rosas, ustedes quieren platicar; si el hombre es platicador, ustedes quieren que les dé rosas. O peor aún: si les regala, por ejemplo, una camioneta, se preguntan por qué lo hizo de sorpresa y no las dejó escoger el color… ¡Siempre buscan lo que no tienen! —acentúa (con cuidado, claro)—.

Las carcajadas inundan el salón. Yo sonrío para no desentonar. En parte tiene razón; ya saben: la güera quiere ser morena; la alta, baja; la lacia, china… Pero ¿adónde va todo esto?

—El caso es que les tengo una buena y una mala noticias. No hay vuelta de hoja ni paso atrás —sentencia—; son lo que son: mujeres, y por tanto… ¡insatisfechas!

Ellas ya no se ríen tanto. Mi yegua interior relincha. Ellos lo disfrutan: por fin alguien los entiende.

—Tienen una sola salida —baja el tono y acentúa cada palabra—: renunciar a lo que son, dejar de ser Evas insatisfechas y entregar su antigua naturaleza a los pies del Señor. Ser obedientes —continúa más serio todavía—. Sólo lo lograrán con Su ayuda y renunciando a su rebeldía, porque solas no podrán nunca y sus matrimonios estarán condenados al fracaso.

Yo vengo de ese fracaso. Sus palabras son lapidarias. Mi futuro se colapsa al escuchar las frases del pastor y yo no soy fuerte, o por lo menos no lo sé aún.

El pastor sigue hablando. No lo escucho más. Me fundo en mi silla con el silencio que inunda la sala de la familia cristiana que me invitó. Algunos asienten con la cabeza; las mujeres también —lo que me sorprende aún más—. Se convencen de creer en lo que escuchan, sienten que lo que él dice es verdad: hacen oración y dan gracias por la información que salvará su matrimonio. La sumisión como opción. Quiero levantarme, irme de ahí, tomar mi antigua naturaleza y la nueva y las dos y abrazarlas, levantarme y de un portazo que se escuche mi salida. Pero me quedo sentada. Desmayada por dentro, inmóvil, con los ojos abiertos —mi madre me enseñó muy bien—. Espero el final de la plática; igual que todos, pliego mi silla y la apilo con las demás, sonrío cordialmente, me despido —todavía— dando las gracias.

La reja de la calle parece frontera; la banqueta me devuelve el aire. Ya en el auto, me sudan las manos, frías me tiemblan al sujetar el volante. Bajo la ventana. Respiro. Me da vueltas un universo de sinrazón: Eva se me clavó en el corazón.

Las hijas de Eva y Lilith

Introducción

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CAMBIO, INTUICIÓN Y CONOCIMIENTO

Estoy escribiendo en un café de Polanco. Es la Ciudad de México y el parque lo tengo enfrente. Más de cinco años han pasado desde aquella sala, aquel momento y mi nueva vida dedicada a ser humanista, a investigar profundamente para narrar lo cotidiano. El barullo de la calle es mi silencio. Observo. Lo mismo se baja una mujer—con la ayuda del chofer— de una camioneta blindada negra, que la joven en patines pasea a su galgo inglés; la madre de la carriola con el niño dormido atiende el celular, le dan el sol y el aire. En un puesto, una señora vende fruta en vasos de plástico;el limón y el chile son al gusto. Mientras, la ejecutiva de la mesa vecina domina a sus inversionistas: los mira, habla con las manos, los acecha, los controla. Ellos no lo saben. Una mujer lee en la esquina del café; devora su libro mientras bebe té de jengibre —lleva tres tazas—. Dos amigas se fusionan: una llora el nudo de sus quijadas y tapa sus lágrimas con lentes oscuros, la otra no consuela sino que contiene, encamina y la empodera, comprende pero no permite; las víctimas quedaron atrás: le sostiene la mano con fuerza, también aprieta las quijadas. Yo escribo lo que he aprendido.

Nunca sabemos cuál va a ser el evento que remarcará nuestra vida, lo que nos hará hacer un alto, girar el timón y cambiar el rumbo, pero como en las buenas novelas, el carácter de los personajes se mide por el tamaño interno de sus decisiones. En las encrucijadas está el vórtice de las historias: eso que somos capaces de hacer con las circunstancias que nos toca vivir o las que nos provocamos; cuál será la reacción y cuál la acción. Esos son los momentos donde medimos hasta cuándo será la estructura de nuestras creencias la que nos limite, recargados en ellas como si fueran muletas que nos sostienen. ¿Cuándo caducan los mecanismos de sobrevivencia? ¿Qué tiene que pasar para leer la fecha de caducidad del miedo? ¿Cuándo es el momento de evolucionar sin sentir que morimos en el intento?

Creo que el cuerpo es el primer termómetro, el que hace sonar una alerta que nos dice “ni un día más”. La necesidad de c

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