
Prólogo
Durante más de tres décadas he abogado por la elección de alimentos saludables. Como autor bestseller y presidente de la Red de la Revolución Alimentaria (Food Revolution Network), he tenido el gran privilegio de ayudar a millones de personas a mejorar su dieta y, en muchos casos, a transformar su salud y su vida.
A lo largo de estos años he visto a muchas personas sentirse inspiradas para comer de una manera nueva. Algunas de ellas tuvieron éxito y experimentaron resultados en su salud que ni en sueños imaginaron. Pero muchas otras lucharon por mantenerse firmes en sus elecciones de comida saludable, incluso a sabiendas de que eran en su beneficio. A pesar de contar con suficientes conocimientos y fuerza de voluntad, sucumbieron ante sus impulsos adictivos. Sin importar sus buenas intenciones, vieron deteriorarse su salud y su autoestima en el proceso.
Una pregunta comenzó a arder dentro de mí. ¿Por qué cuando se trata de comida hay tanta gente que es incapaz de actuar de manera consistente en su propio beneficio? ¿Por qué tantas personas exitosas, bondadosas e inteligentes comen hasta la miseria y la muerte prematura?
Como neurocientífica, Susan Peirce Thompson ha estudiado este problema por décadas. Asombrosa e increíblemente, creo que ha encontrado la solución.
Susan también predica con el ejemplo: está dentro del pequeñísimo porcentaje de la población que ha pasado de ser obesa a delgada y que se ha mantenido así por más de diez años.
Susan es profesora asociada y adjunta de Ciencias Cognitivas y del Cerebro en la Universidad de Rochester, presidenta del Instituto para la Pérdida de Peso Sostenible y fundadora y directora general de Bright Line Eating Solutions. Ha dedicado su vida a ayudar a la gente a mejorar su salud y a transmitirle el entusiasmo por la vida que acompaña a la pérdida de peso permanente. Aquí la palabra clave es permanente. Porque, por sorprendente que parezca, no existe un solo artículo reseñado por pares en alguna revista especializada que muestre cómo un programa de pérdida de peso reúne a un grupo de personas con sobrepeso, les ayuda a conseguir un peso saludable y les enseña a mantenerse ahí.
Pero si observamos los datos de Libera tu cerebro, veremos que el nivel de éxito obtenido por Susan es espectacular.
En 2015 y 2016 mi red de 350 000 miembros colaboró con Susan para organizar y realizar un par de cursos de ocho semanas. Entre ambos cursos tuvimos 5 600 participantes, cuya gran mayoría se unió al programa con la esperanza de perder peso. En ocho semanas, juntos lograron bajar más de 40 823 kilogramos.
Cuando veo este tipo de resultados —40 823 kilos perdidos en ocho semanas— me siento anonadado. Y aún más porque sé que esos números, por impresionantes que parezcan, no incluyen una buena parte del peso adicional que los participantes perdieron después de que los programas de ocho semanas habían terminado.
Y éstos no son sólo números para mí. Pienso, con gratitud, en todos los casos de diabetes que se han evitado. Pienso, con inmenso agradecimiento, en los muchos ataques al corazón y casos de cáncer que se han prevenido. Pienso, con alegría, en toda la gente que ahora está más presente en su propia vida porque se siente más cómoda y segura en su propio cuerpo y que, por ende, puede estar más presente para sus seres queridos.
Por supuesto que casi todos los programas de pérdida de peso prometen lo imposible. Pero el único que conozco que siquiera se acerca a este nivel de éxito es el de Susan. De hecho, el contraste con otros programas de pérdida de peso no sólo es notable, sino sorprendente.
Esto es lo que muestran los datos preliminares: al parecer la gente que utiliza el programa de Susan pierde dos y media veces más peso y lo hace siete veces más rápido que la gente que utiliza el programa de pérdida de peso más popular en Estados Unidos.
Y a diferencia de ese programa, el modelo de negocio de Libera tu cerebro no se basa en la reincidencia. Se basa en que la gente alcance su peso objetivo y lo mantenga, y viva “feliz, delgada y libre”.
Recientemente organicé un retiro en un centro turístico de aguas termales curativas en Oregón. Entre los participantes se encontraban ocho personas que habían tomado el curso de Susan. Les pedí que compartieran con el grupo cuánto peso habían perdido, de haberlo hecho, tras seguir su programa. No sabía si responderían. Y de hacerlo, no sabía qué contestarían.
Finalmente, todos decidieron participar. Y esto es exactamente lo que dijeron:
“Veinte kilos.”
“Veintiocho kilos.”
“Treinta kilos.”
“Dieciséis kilos.”
“Veintitrés kilos.”
“Treinta y seis kilos.”
“Treinta kilos.”
“Dieciocho kilos.”
Mientras hablaban, todos sonreían de oreja a oreja. Cada uno se veía radiante, vibrante y feliz.
En los últimos años he tenido el gran placer de tratar a Susan Peirce Thompson como colega y como amiga. Ahora, mediante este libro, tú tendrás la gran fortuna de conocerla, así como de familiarizarte con su increíble trabajo.
Felicidades. Estás a punto de entrar en contacto con una de las personas más brillantes y extraordinarias del planeta. Y si eres alguien que ha batallado contra los problemas del peso, podrías estar a punto de encontrar la respuesta a tus plegarias.

Prefacio
La epidemia de obesidad:
más que un problema,
un misterio a plena vista
Algo anda mal.
Más o menos durante el último medio siglo ha habido un cambio en la manera en que nuestro cuerpo y cerebro reaccionan ante la comida. En consecuencia, como especie, engordamos cada vez más y no hay educación o esfuerzo que parezca ayudar a resolver este problema.
Las estadísticas son tan malas como piensas. Hoy aproximadamente 2 mil millones de personas a nivel mundial tienen sobrepeso y 600 millones de ellas son obesas.1 Tan sólo en Estados Unidos, 108 millones de personas están a dieta. Esta cifra proviene del reporte titulado El mercado de control de pérdida de peso y dieta de EE.UU. (U.S. Weight Loss and Diet Control Market),2 que simplemente mide el número de personas que gastan dinero activamente en productos y servicios dietéticos. No considera a todas las personas que intentan comer menos o ser más saludables por su cuenta.
Y esto no es sólo un asunto estadounidense. Ahora la obesidad es un problema más grave que la desnutrición en las naciones en desarrollo.3 El Medio Oriente tiene una de las tasas per cápita de diabetes tipo dos más altas en el mundo: 20% de la población adulta.4 La combinación de un clima caluroso, la prohibición del consumo de alcohol y los altos ingresos disponibles resultan en un aumento en el consumo de bebidas embotelladas sin alcohol, en ocasiones cuatro o cinco refrescos al día. Pum, diabetes tipo dos.5
Las consecuencias de este problema no podrían ser más terribles: 63% de la gente muere prematuramente por enfermedades relacionadas con la dieta, que incluyen enfermedad cardiaca, cáncer, diabetes y derrame cerebral.6 Durante los próximos 20 años el Foro Económico Mundial (World Economic Forum o WEF) estima que las naciones desarrolladas gastarán 47 billones de dólares en enfermedades ocasionadas por la dieta industrial global.7 Comemos hasta enfermarnos, y perdemos nuestro dinero en el proceso.
Pero ésta es la estadística en la que me quiero concentrar: entre la gente obesa que intenta perder peso, la tasa de fracaso es de 99%. Literalmente. El 99% no tiene éxito y no logra adelgazar.8 Y para ese preciado y exitoso 1%, el triunfo es sólo temporal. La gran mayoría recupera el peso a los pocos años. La persona promedio a dieta gasta muchísimo dinero y realiza entre cuatro y cinco nuevos intentos cada año,9 con casi nada de esperanza de conseguir el éxito.
Esto es verdaderamente extraño. Tal vez no lo veamos porque nos hemos acostumbrado a la futilidad de la lucha. Pero consideremos qué pasaría si esto sucediera en otro terreno: si los colegios y las universidades sólo graduaran al 1% de sus alumnos, y los investigadores encontraran que el 99% restante abandona sus estudios y se reinscribe entre cuatro y cinco veces al año mientras gasta millones de dólares al hacerlo, eso sería noticia de primera plana. Estaríamos indignados. Diríamos que algo anda mal y exigiríamos que se arreglara. Ciertamente no pensaríamos que 99% de estos estudiantes son flojos o que carecen de fuerza de voluntad.
No, algo raro sucede aquí, y claramente nos hacen falta algunas piezas importantes del rompecabezas. Creo que todos podemos coincidir —y las investigaciones son muy claras— en que la gente está genuinamente motivada para perder peso.10 E incluso gasta grandes cantidades de dinero para hacerlo. Pocas cosas son tan codiciadas en nuestra cultura occidental como ser delgado. Entonces ¿por qué la gente no tiene éxito?
Cuando tenía sobrepeso, quería adelgazar con cada fibra de mi ser. Me sentía desesperada por perder ese peso. Recuerdo la dedicación e intención que ponía en cada nuevo intento —siempre tenía la seguridad de que finalmente lo lograría—. Me pesaba, me medía, escribía mis metas, me desvelaba al leer sobre el plan alimenticio que iba a empezar, y comenzaba con bombo y platillo, y toneladas de entusiasmo. ¡Y funcionaba! ¡Comenzaba a perder peso! Luego… experimentaba una especie de salto en el tiempo, como de La dimensión desconocida, y, unos meses después, estaba más gorda que antes y me preparaba para intentarlo una vez más.
¿Qué pasaba entre el punto A y el punto B? ¿Y por qué no estaba consciente del desenlace de ese intento?
Retomemos el dato del 99% de la gente que no consigue perder su exceso de peso. Primero, es extraño que la gente fracase tanto. Segundo, es extraño que no nos demos cuenta de lo raro que es esto. Es insólito que este fenómeno suceda justo frente a nosotros y pase desapercibido. ¿Por qué nadie se pregunta la razón por la cual personas inteligentes, capaces, educadas, exitosas y motivadas, que realmente quieren adelgazar, simplemente no pueden hacerlo?
Realmente quiero que, como sociedad, entendamos que no tenemos un problema de obesidad. Lidiamos con un misterio de obesidad. El problema en sí mismo no tiene ningún sentido. No conozco otro campo de trabajo en el que la inteligencia, la determinación, el talento y la capacidad tengan tan poca influencia en el resultado.
Cuando trataba de bajar de peso me sorprendía que no podía hacerlo, a pesar de ser capaz de muchas otras cosas. Había obtenido un doctorado en Ciencias Cognitivas y del Cerebro. Tenía buenos amigos y estaba felizmente casada. Corrí un maratón. Cuando corrí ese maratón estaba gorda, pero de todos modos lo corrí. Ni siquiera podía trotar hacia mi buzón cuando recién empecé, pero me dediqué a ello y, con algunos amigos del posgrado, entrenamos duro y lo hicimos. Corrimos un maratón de 46.2 kilómetros sin caminar un solo paso. Y perdí 4.5 kilos. Tenía que bajar 27 kilos pero sólo bajé 4.5. El ejercicio no es la respuesta.
Entonces ¿cuál es?
Eso es lo que voy a explicar en este libro. Te voy a presentar información sobre cómo el cerebro bloquea la pérdida de peso y qué puedes hacer al respecto.
Sí existe una solución. Cientos de personas en mis campamentos de Libera tu cerebro han utilizado este método para bajar de peso —más de 136 mil kilos entre todos ellos—, y el número de participantes que ha perdido todo su sobrepeso y que se ha mantenido sin subirlo continúa en aumento. Hablo de personas que han vivido toda su vida adulta con sobrepeso y que ahora son delgadas, algo que nunca creyeron posible.
Libera tu cerebro les devolvió la esperanza. Cumplió su promesa.
Resolvió el misterio.
Escribí este libro porque quiero que todos tengan esta solución. La información contenida en estas páginas es vital para cambiar nuestra forma de entender, culturalmente hablando, lo que significa tener sobrepeso: no una falta de fuerza de voluntad ni un defecto moral, más bien la consecuencia de un cerebro que ha sido tomado como rehén por la comida moderna. Y de forma más crucial, quiero enseñarte cómo se ve realmente una solución que sí funciona. No se trata de seis comidas pequeñas al día, días libres o incluso mucho ejercicio. Te hablaré sobre las reglas de oro, la automaticidad y el apoyo. Estas reglas son límites precisos y sin ambigüedad que simplemente no cruzas, de la misma forma en que un no fumador simplemente no fuma. Funcionan porque se alinean con la manera en que funciona el cerebro.
Nadie debería sufrir en un cuerpo que no le trae alegría. Nadie debería sentirse como un fracaso porque las dietas convencionales, que no funcionan con nuestra química cerebral, le fallan.
Si has estado a punto de darte por vencido en tus intentos por bajar de peso porque te sientes cansado de esforzarte tanto y no tener éxito, si tu salud se ha convertido en un problema y necesitas un cambio, o si sólo tienes que perder unos cuantos kilos y realmente te gustaría hacerlo y mantenerte en ese peso sin subirlo, entonces tengo buenas noticias. Puedes aprender por qué tu cerebro te ha impedido bajar de peso y adoptar un sistema sencillo que cambiará esta situación de manera permanente.
Ya no tienes que sentirte perdido en un mar de información confusa y contradictoria sobre cómo comer. O quedarte postrado en el sillón, y comer de más hasta altas horas de la noche, consciente de que eliges un suicidio a plazos. Tampoco es necesario sentir que tu peso te impide vivir tus sueños y ser la persona que estás destinada a ser.
Prepárate para recuperar el control de tu cerebro y vivir tu vida como nunca antes lo habías hecho: feliz, delgado y libre.

Introducción
Mi historia
Déjame contarte una historia. Aunque pueda parecer colorida a ratos, pienso que, en el fondo, representa el sufrimiento común de millones de personas con sobrepeso, adictas a la comida y desesperadas por una solución.
Después de todo lo que he vivido, puedo decir esto: tengo un cerebro altamente adictivo. En un momento o en otro me he subido al tren de una buena parte de las sustancias adictivas del planeta y nada, en verdad nada es más difícil de dejar que la comida.
El comienzo
Uno de mis primeros recuerdos de la infancia es haber recibido dos malvaviscos. Creo que tendría como unos cuatro años. Mis padres, dos hippies de hueso colorado, se acababan de divorciar e intentaban ganarse la vida en San Francisco, él como taxista y ella como empleada en una pequeña tienda del barrio Fisherman’s Wharf, que vendía suéteres y tapetes de alpaca que habían descubierto durante sus viajes en motocicleta por América del Sur. Ambos trabajaban largas horas para mantenerme, y esto era aún más evidente durante el verano, cuando la tienda permanecía abierta hasta las nueve de la noche. Durante esos largos y calurosos meses solían enviarme por avión con amigos de la familia a Sunshine Mesa en Colorado. Me encantaban los caballos, los estanques, y el fuerte a un costado de la colina; amaba la atención que recibía de los amigos de mis padres, quienes aún no habían podido tener hijos propios. Pero más que nada, amaba esos malvaviscos. Aún recuerdo la sensación de tenerlos entre mis manos, su olor polvoso y la luz que los iluminaba sobre mis palmas extendidas en anticipación.
Pronto me di cuenta de que vivían en la alacena. Que cuando los adultos salían a alimentar a los animales, yo podía jalar una silla y ponerla encima del mostrador, treparme, y tomar lo que quisiera sigilosamente. Éste es mi primer recuerdo sobre el sentimiento de necesidad de comer más de lo que sabía sería permitido por los adultos a mi alrededor, y el comienzo de un largo viaje de esconder y robar comida. También aceptaba lo que ofrecían abiertamente: cuando era el día de los encargos, rápidamente me apuntaba para ayudar; trabajaba duro todo el día, parada al rayo del sol, y compraba alimento para los animales, porque sabía que en algún punto visitaríamos una tienda que vendería dulces. Un día en el pueblo, un adulto me regañó enérgicamente con el dedo y me dijo: “Ten cuidado, pequeña. Eres una adicta al azúcar”. En realidad no sabía exactamente qué era eso, pero de cierta manera sabía que era cierto.
Cuando crecí un poco más no sólo pasaba mucho tiempo sola en casa, sino que, además, sabía cocinar. A los ocho años podría haber preparado la cena de Acción de Gracias completamente sola y lograr que todos los platillos se sirvieran en tiempo y forma. En la familia de mi madre había verdaderos gourmets: mi abuela Polly era amiga de Julia Child y ella y mi tío Hafe hablaban sobre el Larousse gastronómico mientras bebían vino durante la cena y debatían si era aceptable utilizar una cebolla blanca en vez de chalotes en una emergencia. Me sentía orgullosa de cocinar para mí misma desde cero, de que lo que comía no venía en bolsas o en cajas de comida para llevar. Pero lo que comenzó como un amor por la cocina y de pasar tiempo con mi madre, a los nueve años se convirtió en una obsesión por la masa cruda de las galletas. Llegaba a casa de la escuela y preparaba una porción completa sin ninguna intención de hornearla. Sólo me sentaba en el piso frente a la televisión con el plato en mi regazo, comía hasta sentirme mal, y luego me apuraba para limpiar todo antes de que mi madre llegara.
A mi madre no le gustaba tanto la comida elegante como la saludable. Amaba la astrología, el yoga y consultar el I Ching, y por su influencia crecí con las filosofías nutricionales de Adelle Davis y Nathan Pritikin. La primera vez que decidimos realmente hacer juntas una dieta Pritikin yo tendría como unos 10 años. Ninguna de las dos tenía que bajar de peso en ese entonces, era más bien una forma de estar totalmente sanas. Recuerdo que me sentía empoderada y emocionada, pero no recuerdo que ese sentimiento haya durado mucho.
Fue más o menos durante esa época que experimenté mi primer episodio de depresión. Estaba de vuelta en Sunshine Mesa, pero, a diferencia de otros veranos, no me divertía. No quería ir a recoger cerezas, atrapar grillos en un frasco, o hacer cualquiera de las cosas que usualmente me gustaban. Sólo quería dormir. Los amigos de mis padres, con quienes me hospedaba, creían que extrañaba mi casa y que tal vez hablar con mi madre mejoraría la situación. Pero no fue así. Al finalizar el verano todos nos sentimos aliviados, pues por fin volaría de regreso a San Francisco.
Cuando tenía 12 años, decidí dejar el azúcar. Recuerdo que me sentía emocionada por ello y que pensé cuidadosamente en todo lo que contaría como “azúcar”. ¿Comería miel de abeja? ¿Miel de maple? ¿Yogurt con fruta? Tracé una línea estricta y declaré que si algo sabía un poco dulce, simplemente no lo comería. Al mirar hacia atrás, ahora veo que ésta fue mi primera regla. Se mantuvo bien definida por más de dos meses y lo que más recuerdo de esa época es que me sentía muy bien. Completamente empoderada. Y luego un día fui seducida por una deslumbrante delicia azucarada… Por un lado me debatía, mientras que por el otro me convencía de haber sido virtuosa por un buen rato. Finalmente me la comí. Y aquí terminó el experimento de dejar el azúcar.
Un año después un nuevo factor apareció en el panorama: la pubertad. Y con ella surgió la insatisfacción corporal. De alguna forma había llegado a los 13 años sin realmente preocuparme por mi peso o mi silueta, pero después de la pubertad todo cambió. Sólo tenía 6.8 kilos de más, pero todos se concentraban en el centro de mi cuerpo y, comparada con mi pequeña y delgada madre, me sentía enorme. Pero de ahí en adelante cualquier intento por hacer dieta fue coartado por mi depresión y aislamiento. En la escuela me sentía fuera de sintonía con mis pares porque mi IQ había resultado alto incluso para alguien que doblaba mi edad, pero mis habilidades sociales se quedaban muy atrás. Me sentía diferente y rechazada. La comida era mi compañía, mi diversión y, muchas veces, mi única amiga. Pero creo que, aunque ninguna de esas cosas hubiera sido así, mi cerebro aún habría estado programado para la adicción. Ahora. Más. Otra vez.
Cayendo en espiral
Mis receptores de dopamina estaban programados para necesitar más de lo que podía obtener con la comida. En medio de mis exploraciones adolescentes encontré la única dieta que siempre parecía funcionar: las drogas. Cuando tenía 14 años una amiga del campamento de verano me ofreció hongos alucinógenos en un concierto de UB40. En contra de mi mejor juicio, los probé. Exploramos el parque Tilden y luego manejamos en el auto hasta el amanecer. Nunca antes me había sentido tan libre, tan conectada con el universo, tan cercana a otras personas sin esfuerzo. Colapsé en mi cama y cuando desperté, 20 horas después, recorrí el pasillo hasta el baño y me subí a la báscula: había bajado tres kilos. Mi mundo se tambaleó.
Me había vuelto adicta.
A lo largo de los siguientes seis años mi vida comenzó a salirse de control lentamente. Mi extraordinaria educación primaria me sirvió de mucho: logré mantener un promedio de 10 con el mínimo esfuerzo y poca asistencia. Cuando mis padres me confrontaban con respecto a mis salidas nocturnas o sobre el hecho de que faltaba dinero en la bolsa de mi abuela, les respondía que mis calificaciones eran perfectas, que mi vida estaba en buen camino, que yo estaba bien.
Pero no estaba nada bien.
De cada cosa nueva que se me presentaba, quería más: ácido, éxtasis, cigarros, alcohol, sexo. No existía la palabra “suficiente”. Y cuando el vendedor de droga no contestaba su bíper, cuando no había dinero para comprar nicotina, ni identificación falsa para comprar alcohol, siempre había un gran plato de pasta o masa de galletas para sentirme mejor. Mi peso seguía atormentándome.
Luego, en el otoño de mi último año de preparatoria, cuando debía estar en clase de Química Avanzada, conocí a un chico mientras jugaba billar a mediodía. Nos hicimos inseparables y en el curso de esa semana me ofreció mi primera probada de metanfetamina de cristal.
Eso fue todo. Había encontrado mi solución.
De pronto podía pasar días sin sentir hambre. Más allá de no tener hambre, no tenía ningún interés por la comida. Y por fin adelgacé.
Era mágico.
Estaba delgada, claro, pero definitivamente no estaba bien. Mi consejero estudiantil vio cómo me alejaba cada vez más de mi futuro, de la esperanza, así que me sacó de clase un día e insistió en que llenara unos papeles para un programa en UC Berkeley, una prestigiosa universidad, pero también para mi universidad local. Gracias a los buenos resultados de mis pruebas podría ser admitida automáticamente como una estudiante de primer año en el otoño con tan sólo graduarme de la preparatoria y pasar una clase en el campus de Berkeley durante mi último año. En ese momento, cuando puso los papeles frente a mí, me burlé al pensar en qué tan poco los necesitaría —aún asumía que Harvard estaba en mi futuro y no tenía idea de qué tanto me alejarían las drogas de mi camino—. Ahora, mientras rememoro, lo único que puedo decir es: “Gracias a Dios”. Las cosas rápidamente caían a pedazos. Ya no podía levantarme de la cama para ir a la escuela. Pero dejarla significaría dañar mis oportunidades de entrar a Berkeley. Así que encontré un camino alterno: podía tomar un examen de equivalencia. Y eso fue lo que hice —drogada con ácido— y pasé. Y de alguna manera también había logrado asistir a la clase de Berkeley, Introducción a la Sociología, y aprobarla. Así que dejé una pequeña ranura en la puerta de mi futuro y corrí en la dirección opuesta.
Decidí que todos mis problemas eran culpa de Estados Unidos y me mudé a Canadá. Lo único que puedo decirle a mi yo de 18 años es: o-key. Algo positivo resultó de todo esto: al estar desconectada de la “comunidad” que tenía en casa, logré superar mi adicción al cristal. Pero aún no es momento de aplaudir. Todavía no estaba completamente sobria y durante los largos y fríos meses del invierno me quedé en casa y subí 18 kilos. Fumaba cigarros y comía nada más y nada menos que… granola. Me fumé paquetes y paquetes de cigarros y me comí cajas y cajas de granola. Finalmente, me percaté de mi error y regresé a California. En ese punto, mi madre había vendido la tienda por la que tanto había luchado y se había mudado a San José. Me mudé con ella e intenté rearmar los fragmentos de mi vida para convertirla en algo que tuviera algún propósito, alguna dirección.
Así que me inscribí en la Universidad de la Ciudad de San José y conseguí un trabajo en un cine, donde vendía palomitas. El gerente del cine consumía crack después del trabajo y yo quería probarlo. Sabía que era peligroso, pero pensé que como había podido dejar el cristal, sería capaz de manejarlo. En pocas semanas era una experta fumadora de crack. El sobrepeso se esfumó, me sentí como yo misma de nuevo y dejé a mi madre en San José para irme a pasar lo que creí sería un divertido verano de regreso en San Francisco.
Todo empeoró a partir de ahí. A medida que me hundía cada vez más en el abismo del submundo, mantenía mi vicio tal como imaginas que lo haría una imprudente niña de 19 años. Me las arreglaba para nunca dormir afuera, pero, tras agotar la buena voluntad de todos mis conocidos, acabé en la calle. Todos los que me rodeaban consumían drogas, o se aprovechaban de mí, y había alejado a la gente que más me quería.
Un poco después de mi cumpleaños número 20, un martes por la mañana, en agosto, finalmente toqué fondo. Estaba en un hotel de mala muerte en la avenida South Van Ness. Había fumado crack durante días. En un momento de profunda claridad, tuve una visión de la persona en que me había convertido —contrastaba fuertemente con mis sueños infantiles de tener una educación prestigiada y de contribuir con algo importante al mundo—. De pronto, supe que si no me levantaba y me largaba de ahí en ese preciso instante nunca me convertiría en nada más que lo que era en ese momento. Tomé mi abrigo, salí de la habitación y cerré la puerta tras de mí.
Fui al departamento de un amigo; me permitió entrar para dormir un rato y bañarme. Una vez descansada, guardé mi bíper y me preparé para regresar al trabajo. Pero el destino se interpuso y me recordó que había hecho una cita para esa noche con un lindo chico con el que había estado ligando en una gasolinera a las tres de la mañana, unos cuantos días atrás. Milagrosamente, a pesar del caos de mi vida, acudí a la cita. Milagrosamente, en vez de ir a cenar y al cine, en la “primera cita” decidió llevarme a una reunión de 12 pasos para la adicción al alcohol y a las drogas. Milagrosamente, desde ese bendito día, 9 de agosto de 1994, una fecha que permanecerá por siempre grabada en mi mente, no he consumido drogas ni alcohol.
Me comprometí con mi recuperación tan fervientemente como lo hice con mi adicción. Iba a reuniones todos los días, terminé el año en la Universidad de la Ciudad de San José, finalmente me reinscribí en UC Berkeley, y me gradué con honores dos años después con 10 de promedio y una especialidad en Ciencias Cognitivas. Tras mis años de adicción, no me podían haber presentado un mejor tema de estudio. Quería saber cómo funcionaba el cerebro y por qué uno como el mío podía salirse tanto de control. Mi profunda investigación sobre las reacciones del cerebro ante la comida vendría más tarde, pero la curiosidad central comenzó ahí.
Académicamente, había recuperado mi vida. Había reconstruido la confianza con mi familia. Pero si crees que estamos cerca de un final feliz, supongo que no tienes ni idea de lo que es vivir bajo la tiranía de la adicción a la comida.
Muy lejos de ser libre
De los cientos de estudiantes en Berkeley, yo fui elegida para dar la conferencia magistral en la graduación de mi división. Fue un gran honor, uno que me había ganado con gran esfuerzo tras regresar del borde del abismo. Mis padres no podían estar más orgullosos. Pero en lugar de sentirme emocionada el día de la graduación, me sentía triste.
¿Por qué?
Porque estaba gorda.
Cuando dejé las drogas sabía que subiría bastante de peso, pero había olvidado lo tortuoso que era ir a lugares en un cuerpo que sólo me hacía desear esconderme. Bajar de peso sonaba increíble, en teoría, pero cada vez que me sentaba a escribir un ensayo me reconfortaba con un plato de comida. A veces esa “comida de confort” era simplemente un bote de azúcar morena y una cuchara.
Un día al anochecer, me encontraba parada en una colina admirando el campus y las brillantes luces del Golden Gate a lo lejos, sintiéndome totalmente drenada y exhausta, como si tuviera pesas de 40 kilos atadas a mis tobillos, y pensaba: así es como se siente estar envenenada. Y luego busqué en el bolsillo de mi enorme abrigo, saqué un malvavisco y me lo comí. Lo hice una vez más, 30 segundos después, y otra vez, 30 segundos después. No podía parar. Ni siquiera podía ir más lento. Cada vez que trataba de controlar mi forma de comer, terminaba en un atracón. Sí, mi adicción a las drogas me había llevado a lugares más peligrosos, pero mi adicción a la comida parecía ser más dolorosa y mucho más insidiosa. Se escondía a simple vista. No podría haber inhalado líneas de cristal a la mitad del campus, pero nadie llamaba a seguridad cuando me comía esos malvaviscos.
Me gradué y logré mudarme al otro lado del país a la Universidad de Rochester, en Nueva York, institución que lideraba las investigaciones en el campo de las Ciencias Cognitivas y del Cerebro. Tan pronto como llegué ahí, me enamoré del trabajo y de la comunidad de mi departamento, pero lentamente comenzaba a perder el control. Abrumada por los desolados y oscuros inviernos, comencé a dormir hasta el atardecer mientras la ropa y los platos sucios se acumulaban a mi alrededor. Mis atracones escalaron, al igual que mis intentos por bajar de peso. En algún momento u otro probé todos los métodos: En forma para la vida, Cuerpo para la vida, la dieta Pritikin (una y otra vez), Detén la locura de Susan Powter, el Programa de cambio de estilo de vida y nutrición activa (Lifestyle Education Activity Nutrition o LEAN) de USANA, Weight Watchers (múltiples veces), el Programa de belleza total y salud física de Raquel Welch, la dieta Atkins, Dexatrim, Mindful Eating (Comer intuitivamente) y el sistema Comer competentemente de Ellyn Satter. Leí los libros de Geneen Roth e intenté escuchar a mi propio cuerpo. Levanté pesas, corrí un maratón, fui a terapia individual, terapia grupal e hipnosis. Intenté olvidarme de bajar de peso y sólo enfocarme en quererme más. Y asistí a miles y miles de reuniones de 12 pasos para dejar de comer. Con cierta finalidad, a veces me paraba e iba al bote de basura para tirar la comida de mis atracones, e incluso le echaba vinagre encima por si acaso me sintiera tentada a regresar por ella más tarde. Pero esta determinación nunca parecía durar.
Una semana en noviembre, me atraqué de tal manera que un líquido inflamatorio se acumuló en mis rodillas y a la mañana siguiente ni siquiera podía ponerme de pie. Le llamé a mi padre, quien rápidamente me compró un vuelo de regreso a California y me hizo una cita con una respetada especialista en desórdenes alimenticios.
Gentilmente, me explicó que las señales que el cerebro envía para indicarnos cuándo debemos dejar de comer simplemente no funcionaban en mí, que mi cerebro funcionaba de una forma diferente. Me mostró un par de gráficas de un artículo publicado en fechas recientes. Una de las gráficas mostraba una línea recta. Ella dijo: “Cuando una persona que come de manera normal se sienta a comer, comienza por sentirse hambrienta y gradualmente se empieza a llenar”. Y luego señaló la otra gráfica, que mostraba una curva en forma de “U”. Ella dijo: “Cuando tú te sientas a comer, comienzas por sentirte hambrienta, gradualmente empiezas a llenarte, pero luego, a la mitad de la comida, comienzas a sentir hambre de nuevo, por lo que al final de la comida te sientes tan hambrienta como cuando comenzaste”.
¡Eso tenía mucho sentido! Al parecer yo era incapaz de llenarme. Al final de la consulta me envió a casa con una receta por una alta dosis de antidepresivos que, según dijo, ayudarían a disminuir mi compulsión por comer.
No lo hicieron.
Así que me receté mi propio tratamiento, uno que estaba segura que funcionaría: la bulimia.
Un año después conocí a mi esposo, David. Él me aceptaba y apoyaba incondicionalmente, y con frecuencia tenía más fe que yo en que lograría superar esto. Nos casamos, compramos una pequeña casa cerca del campus y juntamos a su perro y a mis tres gatos en una sola y gran familia. Pero pronto nos dimos cuenta de que nuestro hábito de recién casados de comer en restaurantes todo el tiempo había hecho crecer nuestras cinturas —la mía más que la suya—. En ese momento no lo sabía, pero oficialmente había cruzado una línea invisible pero significativa: estaba obesa.
Nos pusimos un reto, obtener un cuerpo de bikini. Nos miramos a los ojos y juramos que nos mantendríamos cien por ciento comprometidos y que completaríamos el reto de 12 semanas juntos. El plan incluía comidas prescritas y ejercicio para seis días de la semana. El domingo era un día “libre”, cuando podías comer lo que quisieras. Seguimos el programa al pie de l
