Retratos de sus hijos

George R.R Martin

Fragmento

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RETRATOS DE SUS HIJOS

Una noche de finales de octubre, cuando salía de casa para dar su paseo diario, Richard Cantling encontró un paquete apoyado en la puerta de entrada. Aquello lo contrarió. Le tenía dicho al cartero que tocara el timbre cuando le llevara cosas que no cupieran por la ranura del buzón, pero el hombre continuaba dejándole los paquetes en el porche, de donde cualquiera podía llevárselos tranquilamente. Aunque lo cierto era que no pasaba mucha gente por casa de Cantling, pues estaba bastante apartada, al final de una calle sin salida, en lo alto de los barrancos y casi oculta por una cortina de árboles. Aun así, siempre existía la posibilidad de que los estropearan la nieve o el viento.

Pero el enfado le duró poco. Por la forma del paquete, envuelto en basto papel de embalar y cuidadosamente cerrado con cinta aislante, resultaba evidente que se trataba de un cuadro. Y la mano que había escrito su dirección en mayúsculas con grueso rotulador verde era, sin lugar a dudas, la de Michelle. Otro autorretrato. Debía de estar arrepentida.

Estaba más sorprendido de lo que estaba dispuesto a admitir. Siempre había sido muy testarudo. Podía pasar años, incluso decenios, resentido por algo, y le costaba mucho reconocer sus errores. Michelle, su única hija, parecía haber heredado esos rasgos. No esperaba un gesto como aquel por su parte. Era…, en fin, bonito.

Soltó el bastón para poder meter el paquete a la casa y abrirlo al abrigo del viento húmedo y tempestuoso de octubre. Medía un metro de alto y era sorprendentemente pesado. Lo arrastró con torpeza, cerró la puerta de una patada y fue empujándolo por el largo vestíbulo hasta el estudio. Las cortinas cafés estaban cerradas y la sala estaba a oscuras y olía a polvo. Cantling tuvo que dejar el paquete para buscar a tientas el interruptor de la luz.

No había hecho mucha vida en el estudio desde la noche en que Michelle se había ido dando un portazo, dos meses atrás. Su autorretrato seguía colgado sobre la majestuosa chimenea de pizarra, que pedía a gritos un trapo. En las estanterías empotradas, sus novelas, encuadernadas en hermoso cuero oscuro, estaban desordenadas y polvorientas. Cantling miró el viejo cuadro y sintió una breve oleada de rabia que dejó a su paso una resaca de tristeza. Había sido tan feo por su parte… El retrato era bastante bueno, la verdad; para su gusto, mucho mejor que las atormentadas piezas abstractas que a Michelle tanto le gustaba pintar en sus ratos libres y las trilladas cubiertas de libros de bolsillo con las que se ganaba la vida. Lo había hecho cuando tenía veinte años, como regalo de cumpleaños para él, y siempre le había tenido mucho cariño. Ninguna fotografía había captado tan bien no solo sus facciones (los pómulos altos y marcados, los ojos azules, el cabello rizado de color rubio ceniza), sino también su personalidad. ¡Tenía un aspecto tan juvenil, lozano y seguro! Y la sonrisa le recordaba enormemente a la de Helen, sobre todo en el día de su boda… Más de una vez le había dicho a Michelle cuánto le gustaba esa sonrisa.

Por eso había empezado por ella. Michelle tomó un puñal de la colección antigua de su padre y, con saña, arrancó la boca de cuatro puñaladas. Después le sacó los ojos, grandes y azules, como queriendo cegar el retrato. Cuando él entró corriendo en el estudio, ella ya estaba despedazando el lienzo con furiosos tajos, largos y tortuosos. Cantling no podía olvidar aquel terrible momento. ¿Cómo podía hacerle eso a su propia obra? No le cabía en la cabeza. Trató de imaginarse destrozando un libro suyo, de comprender qué podía llevar a alguien a cometer semejante acto, pero no pudo. Le resultaba impensable, inconcebible.

El retrato mutilado seguía en el mismo sitio. Aunque su necedad le había impedido descolgarlo, tampoco soportaba mirarlo, así que había acabado por no entrar en el estudio. No había resultado tan difícil. La vieja casona, enorme y laberíntica, tenía más habitaciones de las que querría ni necesitaría un hombre que vivía solo. Se decía que unos cuantos capitanes de barcos de vapor habían morado en aquella casa de un siglo de antigüedad, construida en la época en que Perrot era una próspera ciudad fluvial. Su estilo gótico, propio de los vapores, y lo recargado de la ornamentación evocaban los buenos tiempos del río, y desde las ventanas del segundo piso y la azotea se disfrutaba de una vista preciosa del Misisipi. Tras el incidente del retrato, Cantling había trasladado la mesa y la máquina de escribir a un dormitorio de los que no utilizaba y se había instalado allí para trabajar, decidido a que el estudio se quedara tal como Michelle lo había dejado hasta que regresara para disculparse.

No esperaba que esa disculpa llegara tan pronto, ni tampoco de aquella forma. Le habría cuadrado más una llamada plañidera de teléfono, quizá, pero no otro retrato. Bien pensado, aquello era más bonito, más personal. Y era un gesto, un primer paso hacia la reconciliación. Richard Cantling se sabía completamente incapaz de tomar la iniciativa, por muy solo que se sintiera. Al mudarse a aquella ciudad fluvial de Iowa, había dejado a todos sus amigos en Nueva York y no había entablado nuevas relaciones. Nada fuera de la normalidad: nunca había sido una persona muy sociable. Algo parecido a la timidez lo apartaba de los demás, incluso de los pocos amigos que tenía y, de hecho, también de su familia. Helen solía recriminarle que se preocupara más de sus personajes que de los seres de carne y hueso, y Michelle había hecho suya esa recriminación desde la adolescencia. También Helen se había ido. Se habían divorciado hacía diez años, y llevaba muerta cinco. Michelle, por desagradable que fuera, era lo único que le quedaba. La extrañaba, extrañaba hasta las discusiones.

Pensó en Michelle mientras rasgaba el basto papel café. La llamaría, claro que sí, la llamaría y le diría lo bueno que era el nuevo retrato y cuánto le gustaba. Le diría que la extrañaba, la invitaría a pasar juntos el día de Acción de Gracias. Sí, eso sería lo mejor. Ni una palabra de la discusión; no quería volver a ese punto, y ni Michelle ni él eran de los que se bajaban del burro así como así. Aquel orgullo terco, aquella cerrazón, era una marca familiar, tan connatural a ellos como los pómulos altos y la mandíbula cuadrada. La herencia de los Cantling.

Vio que el marco era antiguo y muy pesado, de madera, tallado con esmero, de sus preferidos. Iría de perlas con la decoración victoriana, mucho mejor que el delgado marco de latón del primer retrato. Cantling retiró el envoltorio, ansioso por ver la creación de su hija. Tenía casi treinta años. ¿O ya los había cumplido? Nunca se acordaba de su edad exacta; tampoco de su cumpleaños. En cualquier caso, pintaba mucho mejor que a los veinte, así que el nuevo retrato debía de ser fabuloso. Quitó el último trozo de papel y le dio la vuelta.

Su primera impresión fue la de estar ante una obra excelente, tal vez la mejor de Michelle Cantling.

Luego la admiración fue desvaneciéndose y dejó paso a la ira. No era ella. No era Michelle. Eso significaba

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