ESTRATEGIAS DE LA ILUSIÓN, LA

Umberto Eco

Fragmento

VIAJE A LA HIPERREALIDAD

LAS FORTALEZAS DE LA SOLEDAD

Las dos muchachas, muy bellas, están desnudas. Agachadas Iuna frente a otra, se tocan con sensualidad, se besan, se lamen con la lengua la punta de los senos, encerradas dentro de una especie de cilindro de plástico transparente. Aunque no sea un voyeur profesional, uno se ve tentado a dar la vuelta alrededor del cilindro, para poder verlas también de espaldas, de tres cuartos y del lado opuesto. Después uno se siente impulsado a acercarse al cilindro, que está encima de una columna y tiene pocos decímetros de diámetro, y mirar desde arriba: las muchachas han desaparecido. Esta realización es una de las tantas expuestas en Nueva York por la Escuela de Holografía.

La holografía, última maravilla de la técnica del rayo láser, inventada por Dennis Gabor en los años cincuenta, realiza una representación fotográfica en color más que tridimensional. Al mirar dentro de la caja mágica, en la que aparece un tren o un caballo en miniatura, podremos ver, según varíe nuestro punto de vista, aquellas partes del objeto que la perspectiva nos impedía contemplar. Si la caja es circular, podremos ver el objeto desde todos los lados. Si el objeto, mediante diversos artificios, ha sido captado en movimiento, lo veremos moverse ante nuestros ojos, o, mejor dicho, al movernos nosotros, y al cambiar de posición podremos ver que la muchacha retratada nos hace un guiño o que

16 la estrategia de la ilusión el pescador se dispone a beber de la lata de cerveza que tiene en la mano. No se trata de una representación cinematográfica, sino de una especie de objeto virtual de tres dimensiones que existe también allí donde no alcanzamos a verlo; y basta con desplazarnos para poder verlo asimismo en aquel punto.

La holografía no es un simple juego: ha sido estudiada y aplicada por la NASA en sus exploraciones espaciales y se utiliza en medicina para obtener representaciones realistas de las alteraciones anatómicas. También se sirven de ella la cartografía aérea y muchas industrias, y se emplea en el estudio de procesos físicos. Pero ahora comienza a ser usada por artistas que en otro tiempo hubieran hecho quizá hiperrealismo, y el hiperrealismo satisface con ella sus aspiraciones más ambiciosas: en la puerta del Museo de la Brujería, en San Francisco, está expuesto el mayor holograma jamás realizado, donde se representa al diablo junto a una bellísima bruja.

La holografía solo podía prosperar en Estados Unidos, un país obsesionado por el realismo, donde, para que una reevocación sea creíble, tiene que ser absolutamente icónica, una copia verosímil, ilusoriamente «verdadera», de la realidad representada.

Los europeos cultos y los estadounidenses europeizados consideran a Estados Unidos la patria de los rascacielos de cristal y acero y del expresionismo abstracto. Pero Estados Unidos es también la patria de Superman, héroe sobrehumano de la serie de cómics creada en 1938 y que aún perdura. Superman siente, a veces, la necesidad de retirarse junto a sus recuerdos, y para ello vuela, entre inaccesibles montañas, hasta el corazón de la roca donde se yergue, defendida por una enorme puerta de acero, la Fortaleza de la Soledad.

Allí tiene Superman sus robots, fidelísimas copias de sí mismo, milagros de la tecnología electrónica, que de vez en cuando envía por el mundo con el fin de realizar un justo deseo de ubicuidad. Y estos robots resultan increíbles, porviaje a la hiperrealidad 17

que su apariencia de verdad es absoluta: no se trata de hombres mecánicos, todo ruedecitas y bip-bip, sino de «copias» perfectas del ser humano, dotadas de piel, voz, movimientos y capacidad de decisión. Superman usa también la fortaleza como museo de recuerdos: todo lo sucedido durante su vida llena de aventuras está registrado allí en copias perfectas o incluso conservado como pieza original miniaturizada, como la ciudad de Kandor, superviviente de la destrucción del planeta Kripton y que, bajo una campana de cristal, Superman sigue haciendo vivir, en dimensiones reducidas, tamaño casita de muñecas, con sus edificios, autopistas, hombres y mujeres. La meticulosidad con que Superman conserva todas las reliquias de su pasado nos recuerda aquellas cámaras de maravillas o Wunderkammer popularizadas por la cultura alemana del barroco, cuyo origen está en los tesoros de los señores medievales y quizá incluso antes, en las colecciones romanas y helenísticas.

En las colecciones antiguas, se alineaban el cuerno de unicornio junto a una reproducción de una estatua griega y, más tarde, pesebres mecánicos, autómatas prodigiosos, gallos de metales preciosos que cantaban, relojes con el desfile de hombrecitos que salían a anunciar el mediodía y cosas por el estilo. Pero, en sus inicios, el formalismo de Superman resultaba increíble, puesto que se suponía que, en nuestro tiempo, la Wunderkammer no podía ya seducir a nadie y no se habían difundido aún las prácticas del arte postinformal, como los conjuntos de cajas de reloj de Arman dispuestas dentro de una vitrina, o los fragmentos de cotidianidad (una mesa sin recoger después de una comida desordenada, una cama deshecha) de Spoerri, o ejercicios posconceptuales como las colecciones de Annette Messager que, en neurótico catastro, acumula recuerdos de su infancia en diversos cuadernos y los expone como obras de arte.

Lo que resultaba más increíble era que, para recordar los acontecimientos pasados, Superman los reprodujera en for

18 la estrategia de la ilusión ma de estatuas de cera de tamaño natural, como en el macabro Museo Grévin. Naturalmente, todavía no habían aparecido las esculturas hiperrealistas, pero ya existía una predisposición, que perduró después, a considerar que los hiperrealistas eran unos extraños vanguardistas que habían surgido como reacción a la cultura de la abstracción o de la deformación pop. De tal manera que al lector de Superman podía parecerle que las rarezas museográficas del héroe no tenían correspondencia real alguna con el gusto y la mentalidad estadounidenses. Sin embargo, existen en Estados Unidos muchas Fortalezas de la Soledad, con sus estatuas de cera, sus autómatas y su colección de maravillas fútiles: basta traspasar los límites del Museo de Arte Moderno y de las galerías de arte para acceder a otro universo, reservado a la familia media, al turista, al político.

La Fortaleza de la Soledad más sorprendente fue erigida en Austin, Texas, por el presidente Johnson, todavía en vida, como monumento, pirámide o mausoleo personal. Y no me refiero a la inmensa construcción de estilo imperial moderno, ni a los cuarenta mil contenedores rojos que guardan todos los documentos de su vida política, ni al medio millón de fotografías documentales, ni a los retratos, ni a la voz de la señora Johnson, que relata a los visitantes la vida de su difunto marido. Hablo más bien del cúmulo de recuerdos de la vida escolástica del hombre, de las fotografías del viaje de bodas, de una serie de películas que registran los viajes al extranjero de la pareja presidencial y que se proyectan continuamente al visitante, de los maniquíes de cera que exhiben los trajes de boda de sus hijas Lucy y Linda, de la reproducción en tamaño natural del Despacho Oval, estancia presidencial de la Casa Blanca, de las zapatillas rojas de la bailarina Maria Tallchief, de la partitura con la firma del pianista Van Cliburn, del sombrero de plumas que usara Carol Channing en Hello Dolly! (reliquias cuya presencia se justifica por el hecho de que estos artistas actuaron en la viaje a la hiperrealidad 19

Casa Blanca), de los regalos ofrecidos por los representantes de diversos estados, del tocado de plumas indio, de los retratos realizados co

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