El agua de abajo

Juan Leonel Giraldo

Fragmento

Puerto Plátano

De este lado del río, sobre el barranco y entre los pastizales salvajes que atraen las lentas bandadas de los cebúes, está Puerto Plátano. Dos hileras de ranchos sin terminar se alargan sobre un sendero que parte de las húmedas escalinatas del desembarcadero y se pierde en el otro extremo del caserío. Las barracas se van alineando una tras otra en la medida en que van llegando sus habitantes. Siguen el curso de las rápidas aguas de La Miel, que bajan desde las montañas del oeste para entregarse en el oscuro torrente del Magdalena.

La primera enramada, cerca de una pequeña colina, fue plantada por quienes arribaron entre el silencio del verano de diciembre. Basta caminar paralelamente al río para conocer el afán de los que sembraron sus viviendas en la primera fila, al borde del barranco, y la tardía y mascullada decisión de los que formaron sus ranchos en la segunda hilera, bajo los imprecisos cielos de enero, cuando ya todos los hombres sufren la tensión que provoca el soñar con los apurados bancos de peces que comienzan a remontar el lecho del río.

Un aire desmadejado flota sobre los lomos resecos de las barracas. Todo en el lugar está inacabado y ningún esfuerzo parecería intentar sobrevivir más allá de un breve tiempo. Al fin y al cabo Puerto Plátano sólo puede existir, cada año, apenas tres meses. Bajo el designio de esta condena, sus habitantes procuran no desperdiciar sus energías. El corte y el aserrado de las maderas son torpes y bastos y la trabazón de los ranchos escuálida. Las hojas muertas de las palmas fueron tendidas apresuradamente en el techo y cubren un piso de tierra. Cien días, piensan ellos, no son aliciente que valga la pena para gastarlo en realizar un sueño que es para gozarlo toda una vida.

No pasan del medio centenar las construcciones que hacen que tome dimensiones Puerto Plátano. En 1979 sumaban unas treinta y cinco, según se consideraran algunas como una sola caseta o como dos techos separados. Se levantan a menos de tres metros del suelo, la mayoría sin paredes externas, apenas amparadas por el esterillado de la guadua abierta y desastillada. Adentro el espacio lo ocupan o bien un amplio porche, donde se agrupan los hombres a remendar sus herramientas o a jugar cartas, o una pieza en la que el único mueble, empotrado contra las cuatro paredes, es un camastro de guadua sin colchones ni sábanas, cubierto con una colcha de algodón, de proporciones tan grandes como el tamaño de la familia, que duerme toda allí. Aunque en las riberas del río abundan frondosos guaduales y maderas, los hombres enmarcan apenas los espacios justos para sobrevivir. No les importan mucho los resquicios de los tendidos de palma o de la esterilla por donde empujan el sol, los vientos, la lluvia y los angustiosos sonidos de la noche.

Se podría afirmar que cuando los habitantes llegan todos los años a reconstruir el puerto, sólo desmontan de los camiones sus curtidas canoas calafeteadas con brea negra. El resto de los haberes es tan poca cosa, que bien pudieron esperar el retorno enterrados entre la tierra amarillenta o simplemente abandonados en los pastizales. Dentro de las enramadas lo único que capturan los sentidos es esa primitiva contienda entre la tufarada amarga del sudor y el aroma blanco de la humedad. En el apretado vacío de las rústicas edificaciones, las sombras flotan con la palpable densidad de ser el objeto más valioso de la casa. Después de las duras jornadas bajo el sol, los hombres se sumergen en la opalescencia de la penumbra, cierran los ojos y se marchan para otro mundo en donde, sin necesidad de cambiarse el partido del cabello ni afeitarse el bigote, son otros hombres luego de acertar los cuatro números del retazo de lotería que acaban de comprar, aquí, a la entrada de la casa.

Ninguna de las barracas tiene puertas con hojas que abran y cierren, y existen cinco construcciones donde cualquier vecino o extraño llega y se acomoda y pide que le sirvan algo. Son cuatro asistencias, como las llaman, que venden las tres comidas del día. También hay una proveedora. Las asistencias tienen una estufa de barro donde crepitan los fogones y una larga mesa de esterilla que hace de comedor. Unas cuantas cajas de gaseosas completan el decorado. Allí sirven platos de los que nunca desaparecen el arroz blanco, el plátano maduro muy frito, una ensalada de repollo y remolacha y un pequeño trozo de carne de res hervida en un caldo que se hace con el agua enlodada del río. Una pálida taza de aguadepanela y unas gotas de limón sirven para acompañar la masticación. Como la vajilla de pedernal pintado con vívidas flores es escasa, los comensales deben esperar a que terminen los que llegaron primero. En ninguna de las asistencias existe un solo vaso. Cuando alguien solicita una gaseosa fría, se la sirven en una profunda ponchera de orejas de cobre con un trozo de hielo del que a veces se desprende el ripio de la madera.

La proveedora es un escaso y triste mercado extendido sobre un mostrador de esterilla: unas cuantas libras de arroz, de chocolate, de sal y de azúcar, unos manojos de garbanzo y varios paquetes de fideos y cubos de caldos sintéticos. Una ración que apenas alcanzaría para mantener vivo unas semanas al recién nacido que flota desnudo en el aire sancochado del cuarto, como si se tratara de un milagro, sostenido apenas por una telaraña de invisibles cordeles.

Mientras comen, los hombres miran el paso del río y entablan fogosas y concupiscentes conversaciones. No disponen de mucho tiempo para la charla porque deben apurarse a ir a dormir. Iluminados por el parpadeo de las velas o de una Coleman, oyen las historias que cuentan hombres taciturnos que sólo hablan cuando caen las primeras sombras de la noche. Uno relató que había llegado aguas arriba de La Miel a tierras lastradas de oro, cerca de donde fluyen las aguas del río Manso, hasta las ruinas de Nuestra Señora la Victoria la Antigua, una ciudad de vallados de piedra y sólidas tapias. Allí le habían mostrado los restos de la muralla que envolvía a Victoria la Antigua, que tenía una sola puerta a la que le echaban candado día y noche para protegerse de las embestidas de los indígenas. Otro hombre contó durante varias noches las guerras de los españoles y sus perros salvajes contra los nativos, y de cómo al saberse vencidos nueve mil de ellos se habían ahorcado para evitar ser esclavizados en las minas de oro y plata de Mariquita.

Tras la estrechez de los tres meses que dura Puerto Plátano acosa la penuria de los nueve meses restantes. La mayoría de sus moradores vienen desde Bugalarrial, unos cuatrocientos kilómetros hacia el suroeste, un pueblo cargado de tradiciones y donde unas cuantas factorías se lucran de la única cosecha segura de la región, el desempleo. De allí parten, agotados de no hacer nada, los negros y mestizos de voces espesas y metálicas que erigen sus ranchos en las playas de La Miel. No guardan ningún resentimiento contra los pequeños caseríos de los que vienen porque, entre otras cosas, a ellos deberán volver. Por el contrario, pronuncian sus nombres con el mismo orgullo con el que se proclaman los de las grandes ciudade

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