Basura

Héctor Abad Faciolince

Fragmento

Basura

Esto que empiezo empezó cuando me pasé a vivir por el Parque de Laureles. Hasta ese momento yo no sabía que en el tercer piso de este mismo edificio estaba viviendo Bernardo Davanzati, no sé si lo recuerdan, aquel escritor que a finales de la década del sesenta publicó una novela que no fue muy bien recibida por la crítica, Diario de un impostor, y que años después sacó otro libro que pasó inadvertido, Adiós a la juventud. Lo más probable es que no lo recuerden pues su primera novela, aunque fue publicada por un editor comercial, prácticamente no se vendió, y los saldos que había (y que estaban rematando a mil pesos el ejemplar) quedaron sepultados bajo los escombros de la Feria del Libro cuando se derrumbó el techo del pabellón de exposiciones en el desastre de hace algunos años. En cuanto al Adiós a la juventud tengo que decir que en ninguna de las bibliotecas públicas de Medellín se conserva un solo ejemplar del libro, y que éste, si se encontrara, sería una verdadera curiosidad bibliográfica, si es que pueden ser curiosidades bibliográficas las obras desconocidas de un desconocido. Por lo que he podido averiguar fue el mismo Davanzati quien costeó la edición, limitadísima, pues consistía apenas en unas pocas decenas de copias (ignoro si impresas o fotocopiadas) que el escritor repartió entre sus amigos, y vaya a saber quiénes son sus amigos. Hasta el día de hoy yo no he podido ver nunca un ejemplar del Adiós a la juventud, pero varias personas me aseguran que existe, que alguna vez lo hojearon, y hasta me han dicho que el libro no carece de cierta calidad literaria. En fin.

Desde entonces, y han pasado más de veinte años, Davanzati no ha vuelto a publicar nunca nada, ni siquiera esos breves comentarios de libros que aparecían en el Magazín Literario de El Espectador y que son, en el fondo, las piezas por las que a veces se le recuerda (si es que alguien lo recuerda) y las que me lo trajeron a la memoria cuando vi su nombre y apellido en un sobre de una caja de ahorros que hallé tirado un día a la entrada del edificio. Ese nombre fue como un latigazo en mi memoria; ¡conque mi taciturno vecino de arriba era Davanzati! Yo ya me había fijado en él, es más, me había detenido a mirarlo con curiosidad muchas veces. Era un tipo más bien bajo de estatura, algo encorvado, muy discreto, pero con un chispazo de halcón en los ojos azules, como si pretendiera compensar la brevedad de su cuerpo con un tris de arrogancia en la mirada. A primera vista era un anciano común y corriente; sin embargo, al mismo tiempo, uno intuía en él algún secreto. Y nada como que alguien quiera guardar un secreto para que uno, de inmediato, quiera a su vez averiguarlo. De andar lento (pero luego me di cuenta de que este paso sosegado lo empleaba para disimular una leve cojera), parecía estar más cerca de los setenta que de los sesenta, de pelo abundante y canoso, de unas canas más blancas que el papel, con unas manos sin manchas y unos brazos casi atléticos, mucho más juveniles que el resto de su aspecto. No parecía tener amigos ni parientes que lo visitaran, no tenía muchacha del servicio, ni siquiera por horas, y daba la impresión de ser un perfecto solitario. No vivía con nadie, no recibía a nadie —o por lo menos nunca (hasta el final, cuando algo distinto pasó) me di cuenta de que recibiera a nadie— y sus salidas diarias (tengo que confesar que varias veces lo seguí) eran más un hábito higiénico que social, ya que las caminatas no lo llevaban a ningún sitio concurrido, café cantina bar kiosco comedero o templo que fuera, sino que simplemente vagaba por el barrio, variando de día en día las calles, dando rodeos sin un destino definido. Esta falta de meta era compensada por la rigidez del horario y de la duración de sus paseos, todos los días noventa minutos, de ocho a nueve y media de la mañana. Tampoco asistía a las reuniones del condominio, pero pagaba puntualmente las cuotas de administración («en efectivo», me dijo un día la encargada), y debía de tener alguna pensión o alguna renta pues no se le veían indicios de pobreza. Por el contrario, había algo en su atuendo, en su actitud y en la seguridad de su mirada que dejaba entrever esos pequeños y casi indefinibles signos de la prosperidad. Muchas veces me crucé con él en las escaleras (y no por casualidad: yo propiciaba estos azares), pero nuestro intercambio de palabras nunca fue más allá de unos buenos días o unas buenas tardes. Cuando nos cruzábamos estuve a punto de hablarle muchas veces, las palabras ya asomándoseme en la punta de la lengua, de comentarle algo sobre el tiempo, sobre los muertos o sobre los atracos para intentar entablar algún diálogo con él, pero su mirada, verdeazul y esquiva, saltarina, altanera, y su hosca seriedad, no invitaban a interrumpir la ensimismada marcha de sus pensamientos ni el claudicante avance de sus pasos.

Desde la calle, desde la ventana, desde la mirilla mágica de mi puerta yo lo veía pasar hacia sus largos paseos cotidianos, con las manos vacías casi siempre, tanto si iba de salida como si estaba entrando, salvo las raras ocasiones en que llevaba entre los dedos un sobre bancario (de una caja de ahorros local, como ya he dicho, y otro, menos frecuente pero más inquietante, de una sociedad bancaria suiza). Dos veces a la semana —los lunes y los jueves— colgaba de su mano, eso sí, una bolsa de supermercado, con algo de comida adentro, según las formas que se podían percibir modeladas en el plástico. Con el tiempo llegué a saber que sus gustos culinarios (y este era otro indicio de que no carecía de recursos) eran parcos pero refinados, y levemente alcohólicos: botellas de vino español, siempre el mismo, de Rioja, café en grano, sin moler, aceite de oliva italiano, extra virgen, botellas de ron, de brandy o aguardiente, plátanos, papas, berenjenas, acelgas, tomates, arroz, pastas, queso, naranjas, y poco más.

Una mañana, y esto para mí fue como una campana de alarma, lo vi entrar también con una resma de papel bajo el brazo. Fue esta resma de papel lo que me puso sobre aviso. Era una resma gruesa, gorda como un ladrillo, y nadie que no escriba mucho compra el papel por tacos de quinientas hojas. Al pasar frente a mi puerta la apretaba casi con cariño entre el pecho y el brazo. Como el hecho me intrigó y el personaje me gustaba (nada mejor que un vecino taciturno), y como también recordaba algunas de sus condescendientes reseñas en el Magazín (pocas cosas tan amables y escasas como un crítico benévolo), fue en ese momento cuando resolví emprender mis pesquisas bibliográficas sobre Davanzati. Pocos días después descubrí y leí su primer libro y me enteré también de la existencia del segundo, que hasta ahora no he podido conseguir ni mucho menos leer, y si alguien sabe algo le agradezco. Supe también que desde entonces, desde este segundo libro que casi nadie conocía, Davanzati no había vuelto a publicar nunca nada.

El Diario de un impostor, aunque fue una novela francamente maltratada por la crítica, no me parece un mal libro. Peca, quizá, de un marcado experimentalismo (de ese que estaba tan en boga por los años sesenta), pero si uno despeja sus malabarismos en los saltos temporales, la inútil complejidad de la sintaxis, la c

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