Cuaderno de París

Pablo Montoya

Fragmento

Cuaderno de París

Índice

FRAGANCIA

LÍNEA 4

SYRINX

TRENES

VAN GOGH

POSITIVO

CALLE SAINT-DENIS

PIGALLE

PREFECTURA

NOTRE-DAME

JARDÍN DE LUXEMBOURG

CALLE DE RIVOLI

BELLEVILLE

TORRE

PERIFÉRICO

CALLE DE NANTES

COMBATE

PÈRE LACHAISE

SUPERMERCADO

MUSEO

NERVAL

BOLÍVAR

PUENTES

VÍCTOR HUGO

GUERREROS

GALLIENI

CHÂTELET-LES HALLES

BOLERO

ESPECTÁCULO

PUERTA DE SAINT-MARTIN

CÉLINE

CALLE DIEU

CALLE MOUFFETARD

PLAZA DE LA BASTILLE

CALLE OBERKAMPF

GYMNOPEDIA

PLAZA DES ABBESSES

BAUDELAIRE

LES HALLES

ROCE

HERMANOS

DISOLUCIÓN

VALLEJO

CALLE DE L’ESPOIR

ORACIÓN

BENJAMÍN

CORTÁZAR

AVENIDA MAC-MAHON

CARACOL

SOL

Cuaderno de París

Fragancia

París era una muchacha insulsa y bella. Dueña de una fragancia mezcla de encanto y horror ineludibles. Yo la había olido mucho más que palpado. Y cuando la recordaba me asía a su tez Rodin, al cuello Modigliani, a los vientres de bañistas de un Sena irrecuperable. Pero era el olor del arenque lo que flotaba en el ámbito. El de conejos suspendidos como trofeos de una muerta naturaleza. El de pulpos tripas tirados en las aceras. Mis ojos eran mi nariz entonces. Y no había deleite más íntimo que intuir, entre el olor de las lechugas podridas, un rasgo que me hablaba del centeno. París me extendía sus brazos de iluminaciones góticas. O a veces permitía que dejara ir mis dedos por entre sus tetas revolucionarias. Y si contaba con suerte, podía desvestirla del todo, con el afán torpe de los que han atravesado mares y se han desacostumbrado al amor. Y en un hotelucho de la calle de Vaugirard hacerla gemir. A ella tan indolente a pesar de su conciencia y su sabiduría. Por segundos me recostaba en sus nalgas blancas y creía oír en el aire el eco de una gavota. Cuando en verdad lo que subía de las calles eran gritos. Prolongados gritos que familias de Malí hacían para pedir entrada a las fortalezas francas. Yo deseaba hundirme de nuevo en la delicia y el olvido. Pero un olor a menstruaciones inagotables, a vómitos arrojados en los callejones, me empujaba a la otra orilla del sueño. Y sin saber cómo terminaba deambulando por los mercados. Junto a quesos rancios y toneles de vino, comerciantes de la usura, viajeros provenientes de las Antillas, tinterillos, coroneles locos y una Madame Bovary por fin dada abiertamente a las licencias, meaban chorros ebrios e interminables. Cuántas campanas sonaban en esos instantes. Cuántos Te Deums se escuchaban en los coros de los templos. Y parecía no haber otra verdad más irrefutable que el derroche. Que la trata de esclavos y el hurto de reliquias asiáticas. Que el olor de la uretra y la hez acompañando las tonadas del amor y el ciclo de los nacimientos y las muertes. Pero ahora, cuando estoy aturdido de tanta diáspora y coordenada, y creo vano procurarme un centro, surge el cardamomo. Como una revelación. Impúdico. Rabiosamente adolescente. Y es la imagen de mi amigo Jorge Antonio la que llega. Mirándome, recostado en la hierba, por encima de los años. Las casas del Carmen de La Venta a sus pies como un rebaño de grillos dormidos. Luego lo veo mirar los guayabos del modo en que se mira a los amigos. Lenta y desganadamente. Y por fin, en un momento, mi memoria se hunde en la placidez. Los dedos mansos de Jorge Antonio me dan la semilla para que la aspire. Y es esa fragancia la que ahora busco entre mis uñas. En mis ropas. En algún poema que leí hace siglos. En las palabras descifradas por mi lengua. Y nada encuentro. Solo un eco, inabarcable, que nombra la ausencia.

Cuaderno de París

Línea 4

En la línea Porte d’Orleans-Porte de Clignancourt viajo con los misterios del Eleusis en el bolsillo. Aunque otro oscuro secreto me acompaña. El vagón rueda. Y no hallo a quién decir mi descubrimiento. Solo encuentro aseadores nocturnos y vigilantes con perros embozados. Y una chispa que hace grafitis en las paredes subterráneas. Noches atrás me había sumergido en los túneles. Algo de atmósfera menguante se adhirió a mis primeros pasos. Bajo un tiempo que fue desapareciendo, empecé a discernir los ángulos del extravío. Supe que en toda iluminación artificial se vislumbran los rasgos de algún dios. Pero yo sentía lejanos a los dioses, casi muertos, como si fueran desaparecidos. El de Galilea, por ejemplo, estaba con su túnica deshilachada, la mirada imperturbable, en el cruce de las correspondencias de Strasbourg-Saint-Denis. Yo ni siquiera había reparado en su silencio de polvo. Ni en su cara cubierta de manchas por la diabetes. Ni en la mano flaca que a cada instante tomaba la jeringa para inyectarse. Entonces un niño dijo a su madre, señalándolo: “¡Mira, es Jesucristo!”. Y entendí que Juan, el amigo de Medellín, el de las barbas negras, también erraba por el metro. Mahoma tenía un gorro de corteza de baobab que me recordaba los tocados de los hombres de Quibdó. Sin hacer caso a los volantes con promesas de curas milagrosas, repartidos por emisarios del profesor Amadou, Mahoma permanecía en Barbès-Rochechouart. Y para comer vendía clandestinamente joyas falsas. Y una que otra pluma abigarrada de pavo real. Sí, los dioses han muerto, y sus profetas son apariciones melancólicas de la soledad. Yo sabía, empero, que si era capaz de alcanzar los templos podría intuir otras verdades. Tal vez en la mezquita el sabor del té me vincularía c

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