Un mundo huérfano

Giuseppe Caputo

Fragmento

I
La estrella de cartón

Nos cubre esta noche la luz negra. Por eso los hombres no pueden verse. Se ven más que todo sus dientes, violetas, que por momentos se pierden en el humo, violeta, o en el encuentro con otros dientes. Entonces la luna, una bola, morada por la luz, morada como los dientes, aparece. Y cuando aparece, salen del suelo unos rayos blancos, alumbrando los cuerpos, los rostros, con intermitencia. Así los hombres, fragmentados por la luz, titilantes con los rayos, parecen como estrellas: vibran, brillan, las estrellas. La nueva claridad del sitio es la claridad del cielo con luna llena.

Los hombres se abrazan, gritan. Se aglomeran, enloquecidos, para estar más cerca de la esfera. Alzan los brazos, como intentando tocarla. “Tú también”, me dice uno. “Acércate”. Le hago caso, convencido por su rapto, y me muevo hasta quedar debajo de la bola, que empieza a descender: la luna empieza a descender.

Los rayos se vuelven verdes; y con los rayos, las caras. La música cambia: más alta ahora, más lenta. La música gotea. Los hombres cambian también; se apagan al tiempo, un tiempo. Miran la luna, entre el humo; se quedan mirando. Pero vuelve total la oscuridad e incluso la luna desaparece, sólo para aparecer de nuevo más grande, blanca, más cerca.

Ya se notan los espejos de la bola: ya nos veo en sus cristales. Los hombres se reinician, vuelven a bailar. Con ellos siento el desborde: el tiempo, burbujeante, saliéndose de mí; el espacio, conmigo, desmadejándose. Y sigue bajando la luna. Siguen bailando los hombres. Uno, que gira sin órbita, se detiene, confundido, y pregunta mientras me soba: “¿Por qué tan vestido?, ¿no tienes calor?”. Me quita la camisa; la huele y comienza a ondearla. Entonces descubre mi estrella, pegada al pecho por el sudor. La mira; me mira. Y así regresa el tiempo:

* * *

Hace muchas noches, cien o mil, mi padre me dio una estrella. Vivíamos morosos, al igual que hoy, en una casa triste, con pocos muebles. Y como era triste la casa, blanca, vacías sus paredes, mi padre decidió decorarla. Inspirado en los dibujos de las cuevas, tan vivamente anteriores —anteriores, por milenios, a esta historia—, inició su empresa pictórica dibujando en la cocina una vaca con crayola: dos círculos negros, uno encima del otro, y dos triángulos como orejas. Agregó la cola, similar a un resorte, y para hacer la cara hizo dos puntos, los ojos, y una curva sonriente. Mi padre dijo: “Falta la nariz”, y entonces hizo la nariz: dos puntos como los ojos, sólo que más grandes. Señaló el garabato, una vez terminado, y dijo, pensativo: “Vaca”.

Después fue a mi cuarto y, como calculando las necesidades de su creación siguiente, se quedó mirando el techo. Trató de alcanzarlo, encaramándose a la cama, pero seguía sin tocarlo. Me pidió que trajera una silla: quería subirla a la cama y luego subirse él en la silla. Le pedí, sin embargo, que olvidara el asunto: “Puedes caerte, Papi. Partirte la cabeza, la cadera. Y se puede partir la silla: no abundan los muebles en esta casa como para andar partiéndolos”. Entonces él, molesto un tanto por lo dicho, me dio la espalda y empezó a dibujar en la pared, al lado de la puerta, un círculo, otra vez, y varias líneas como palos haciendo las veces de tronco, brazos y piernas. Encima del muñeco escribió: “Papi”, y enseguida me dijo: “Te amo, mijito”.

Abrazados, nos fuimos a su cuarto: ahí dibujó otro cuerpo, diminuto, en el sitio exacto donde pegaba la luz —la luz que no apagaba nunca, temeroso, Papi, de verse en total oscuridad—, y con la crayola negra encerró al hombrecito en un corazón. Dijo: “Tú, mi corazón”, y me besó la frente. Sentí que era tiempo de hablar y de mostrar afecto, y de animarlo incluso en su emprendimiento artístico, así que me quedé mirando el retrato en silencio, imitando la manera como había mirado el techo, para después decir: “Me dan ganas de arrancar ese pedazo de pared, enmarcarlo, y colgarlo ahí mismo, como un cuadro”. Mi padre me escuchó, entre confundido y satisfecho, y siguió pintando.

Vivíamos en un barrio sin faroles, oscuro, es decir, en las noches, al final de la Calle de las Luces. Nos cercaban tres inmensidades: la ciudad a un lado —un bosque eléctrico—, el mar al otro, ennegrecido por la ciudad, y el cielo encima, como siempre, reventándose siempre, volviéndose lluvia a veces, un trueno a veces, volviéndose estrellas, volviéndose luna.

La Calle de las Luces atravesaba la ciudad. Ahí estaban los parques iluminados y las casas como castillos. Llamaron así a la calle por sus faroles, que eran comunes al inicio, abundantes en el centro y distanciados al final, cada vez más distantes a medida que la calle se acercaba a nuestro barrio. Iban apagándose los faroles, o quedándose atrás, simplemente, como evitando el margen, o como si la calle fuera entristeciéndose a medida que se acercaba a las zonas de nuestra casa. Pero estaba el mar, cerca; eterno, siempre, el mar, caduco, viejo, y a veces dejaba en la playa ofrendas inverosímiles.

Una noche, caminando por la playa, mi padre y yo vimos que las olas trajeron a la orilla un sofá; y el sofá, rojísimo, y como encallado, tenía algas. “Si no está podrido”, dijo Papi, “podemos llevárnoslo a casa. Nos hace falta un sofá”. Me acerqué, entonces, a inspeccionarlo, y el olor me embruteció: grité, tuve arcadas. “¿Así de grave?”, preguntó él, burlón, curioso, a lo que dije: “No, ni tanto”, como volviendo en mí. Entonces cogí las algas, unas cuantas, y me las puse en la cabeza, saltando, diciendo: “Mira mi pelo, verde y largo”. Bailé, desfilé; Papi rio, reímos, y seguimos por la orilla.

Era bella, de tan sorprendente, la suciedad del mar: con frecuencia dejaba relojes en la arena, activos muchos, precisos los minuteros y segunderos a la hora exacta. Y con los relojes llegaban palos, algunos de coco y otros de escoba, por lo que Papi a veces barría la espuma, devolviéndola al agua. El mar también traía, entre sus olas, lámparas. Como llegaban apagadas, mi padre decía, cada vez que veía una: “Ojalá una noche la luz sobreviva”. Con ese sentimiento nos devolvíamos a casa, abrazados, despacio, pensando muchas veces en las razones y sinsabores de nuestra pobreza.

“Estamos en la olla”, dijo mi padre la noche en que me dio la estrella. Se rio, como aceptando su suerte, mi suerte, y lo miré preocupado: cansado, también, de estar preocupado, y molesto con él por haberse reído. Mientras yo pensaba qué hacer, cómo mantener la casa, mantenernos, Papi recogió del suelo un cuadrado de cartón: recortó las puntas y lo transformó en estrella; luego la perforó un poquito y metió por el hueco una cinta de lana; después amarró los extremos y me colgó del cuello la nueva cadena. Dijo: “Para que recuerdes, luz, que hay cariño”.

* * *

Y porque es negra la luz esta noche, lo blanco, decía, se ve violeta: los dientes, decía, pero también los ojos, su parte blanca. Cuando los hombres se besan y empapan los labios de uno, los labios de otro, desaparecen sus dientes, iluminados de violeta. Y como cierran los ojos, se ocultan sus escleróticas violetas. Estos besos agravan la oscuridad.

Mien

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