El 17 de febrero de 2020, minutos más tarde de que el partido entre Colo Colo y Universidad Católica en el Estadio Monumental fuera suspendido luego de que un grupo —menos de quince personas— lanzara bengalas en contra de los jugadores —e hiriera a Nicolás Blandi— no muy lejos de ahí, en el Estadio Bicentenario de La Florida, una horda de punkies versión 3.0 invadía el escenario en pleno concierto y lograba que la banda española La Polla Récords saliera despavorida del escenario con apenas cuarenta minutos de actuación. Ambos hechos, aparentemente inconexos, no eran sino la reafirmación de una tendencia que desde el 18 de octubre se hizo inocultable: en algún momento en nuestra historia, tal vez gatillado por la irrupción de la pasta base en los ochenta, el vacío espiritual del neoliberalismo o la mercantilización de la educación con una buena dosis de nacionalismo canalla, en la que el himno se grita y no se canta, pasamos de ser un pueblo razonable y de buenos modales dentro de lo posible, aunque algo «apequenado», taciturno y disfuncional —Raúl Ruiz da buena cuenta de ello—, a un lote de patoteros autoafirmativos y ventajeros, violentos de una manera farsesca, sin capacidad de reflexión ni autocrítica, pero siempre dispuestos a sentir lástima por nosotros mismos, a ubicarnos en el centro del universo y, por lo tanto, a ser concebidos como seres especiales, pueblo elegido y digno de admiración. Algo que ya había visto, aunque acentuado con el tiempo, hace más de treinta años en el estadio: la cultura barrabrava.
No pretendo hacer sociología barata —hay quienes la hacen mejor y más barata que yo—, solo hablo desde mi hábitat natural de hace cuarenta y cinco años: el tablón primero y la caseta más tarde. Vi nacer, explotar, asentarse y hacer metástasis hasta convertirse en una enfermedad sin cura a las barrasbravas. Vi primero la reacción perpleja, luego el rechazo sin convicción, la simpatía por cansancio o perseverancia y al final la «normalización» del fenómeno por el resto de la sociedad. Luego cómo estas conductas la fueron permeando, de manera vertical y transversal, contagiando sus tristes y violentas prácticas.
Quiero delimitar bien lo que entiendo por barrabrava. Porque hay una parte folclórica y pintoresca, incluso rescatable desde el prisma de la cultura urbana, con sus cantos y su iconografía, sus ritos y bailes. Pero existe una parte más oscura y estructural: aquella vinculada al poder y el negocio, con la violencia y el chantaje como monedas de cambio, que producen sus núcleos duros. Lo visible es lo primero: cantos, banderas, lienzos, fuegos artificiales, un inveterado bombo (o varios); lo segundo se maneja con sigilo y silencio, y sus cómplices mantienen la mirada baja, hablan entre dientes y nunca admiten su existencia. Es el contraste entre la barrabrava masiva, la que salta en el tablón porque es «un sentimiento que no puede parar», y los que realmente mandan al interior del grupo: los que se ponen al centro de la galería, o no se ponen según convenga bajar el perfil, negocian con los dirigentes, chantajean a los jugadores y se transforman en un poder paralelo, que se fortalece o debilita pero nunca desaparece y, más aún, siempre está atento para mutar o aprovechar el contexto político y social (como la insólita validación a partir del estallido, «levantamiento» dice una amiga, de octubre de 2019).
Alguna vez pude extraviarme en el análisis por lo mismo que muchos se extravían: la cáscara, ese coreográfico rito de cada fin de semana, en especial cuando son miles los que se suman a la danza, ofrecía una embriagadora oferta sensorial. Luego, con veinticinco años, el «barrabravólogo» argentino, hoy retirado, Amílcar Romero, me pasó algu
