Martina chupa por Chile

Martina Cañas

Fragmento

Siempre hay un mañana.

Llegó ese fatídico momento que ocurre en la vida de todas las personas que nos creemos forever young. Un antes y después. Un punto inexacto entre la juventud divino tesoro, ¿quién se raja con un chimbombo?, y la señoritud ubícate, weona, no puedes mezclar ni bajar los grados de alcohol.

Un día cualquiera despiertas con caña y te quedas así para siempre. Para siempre.

Advertencia: el primer síntoma es que cada vez cuesta más reponerte después de un carrete. En mi caso pasé de tomar medio litro de agua apenas abría las pepas, a tomar una garrafa y zamparme una olla de fideítos sazonados con siete tiras de paracetamol y sertralina, maridados, oportunamente, en 330cc de enjuague bucal azul.

El segundo síntoma es que un día gastas todos tus ahorros en fonocopete y, al día siguiente, te ves invirtiendo todo tu capital en diversos artículos para cocinar con tu consejera Avon: estos adminículos, claro, los estrenarás y luego los volverás a la cajita porque no caben en ninguna parte de la cocina ya saturada de inutilidades.

Un tercer síntoma es que cuando llega el bendito viernes ya no aparece el huracán Martina haciendo tiritar las botillerías y, por qué no decirlo, también un par de manguacos. Ahora llega el viernes y lo único que me tiritan son los párpados al revisar mi estado de cuenta. Finalmente, y por algún extraño motivo, al escuchar la palabra «after» tu cerebro pega un grito desesperado que, en mi caso, lo podría describir como una sinfonía de chinchineros haciendo el sexo.

Si este momento llegó, siento el deber de informarte que te estás haciendo vieja, ¡pero que no cunda el pánico!, take it easy my friend… A lo largo de estas páginas, aprenderás a añejarte de manera digna y con más estilo que Di Mondo en un concurso cosplay en Tokio.

Empiezo a contar: por entonces, mi vida andaba realmente mal. Estaba más triste que Álex Ubago y, peor aún, triste y seca.

Y así —entre sollozos— debí hacerle saber mi situación a la María.

—En resumen, amiga, me siento peor que Pinocho para el día del niño, peor que calculadora solar un día nublado.

—Amiga —me respondió María—, haz una pausa, mira en tu interior y pregúntate si lo que estás haciendo hoy, te llevará donde quiere llegar mañana.

—María, ¡por la chucha, siempre tan ambigua!, dime algo coherente, oriéntame, sé, por favor, mi lazarilla —grité entre más lágrimas.

—Amiga: todas las respuestas están en ti; respira profundo, concéntrate, sigue adelante, sana tu cuerpo, tu mente; usa la fuerza de voluntad que tanto te caracteriza; tu capacidad para comprometerte con tus sueños y tus ideales; dile basta a todas las cosas que te hacen daño. Repite conmigo: ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

—María, por la cresta, dime algo que entienda. Necesito que me ayudes a tomar decisiones, no que me hagas pensar. ¿Qué parte de «no sé qué hacer con mi vida» no estás entendiendo? —balbuceé, sumida en el desazón.

—Amiga, no te eches a morir: abre tus alas y vuela; siempre que dudes lo lejos que puedes llegar, solo recuerda lo lejos que has llegado: eres un ser de luz que merece restablecer su equilibrio.

—Puta que te hizo mal Paulo Coehlo.

—Amiga, recuerda que no hay mal que por bien no venga —remató María Mia Astral.

Y así, peor de lo que ya estaba, volví a mi casa, no sin antes pasar a la botillería regalona de la esquina.

—Casera, ¿lo de siempre? —preguntó el guatón Carlos.

—No, casero, esta vez solo llevaré tres promos de litro y un Belmont de diez.

—¿Andamos bajoniaita caserita?

Y bastó una pequeña muestra de empatía para lanzarme —cual trapecista de los tachuelas— a los brazos del guatón Carlos a llorarle todo un río. Y de una forma misteriosa, como los caminos del señor —y muy poco sexy sexy sensual—, el abrazo del guatón Carlos me contuvo insospechadamente.

—Gracias, guatón Carlos —respondí, un poco más sosegada.

—Martina —me dijo—, yo sé que acabo de conocerte, y es muy rápido pa’ tenerte, yo lo que quiero es complacerte, eh, tú tranquila, déjate llevar.

Y cuando el guatón me tocó la cintura me sentí un tantito acosada-cosificada, y volví a entrar en pánico locura. Le pegué una cachetada por pasao pa la punta, estallé en un mar de lágrimas, lo volví a abrazar para volver a tranquilizarme, agarré las tres promos y la cajetilla de diez y me fui como maratonista en posta.

Ya en casa me serví la primera piscola y prendí la radio. De una vez por todas necesitaba escuchar algo que no fuesen los bocinazos de las micros ni mis cuestionamientos existenciales. Entonces me apacigué y me dispuse a jugar en Tinder; tenía la casa sola y estaba más sola que la casa.

Busco chica para cinco minutitos de pasión desenfrenada, fumarnos unos puchitos y hablar mal de nuestras relaciones.

No gracias: he rechazado a weones un tercio de trancados de lo que estás tú.

Dicen que mis besos son como los reyes magos, el tercero es negro.

Paso amigo: ese se lo estoy guardando a mi futuro marido (sí, oh).

Hola, soy un macho fértil, buen ejemplar, buena salud, dentadura completa, no fumo, y ojo: tú y yo estamos en edad de apareamiento.

No, amigo: la época de apareamiento de las zorras carretías como una es más pal veranito, ¿me entiende?

Soy apto para celiacas, veganas, ovolactovegetarienas, carnívoras, diabéticas y dietéticas. Así que no tendrás ningún problema a la hora de comerme enterito.

No, loco: yo soy intolerante a los sacohueás.

Y para rematar:

Físicamente, no soy buen partido, emocionalmente tampoco, ¡ah!, pero económicamente menos.

Sin comentarios.

Apagué el celular y me sentí desesperada. ¿Pero qué hace la gente cuando está desesperada? En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

—Dios —comencé a hablar al cielo—, sé que he sido una peregrina como la callampa; que la lujuria, la gula, la pereza, la avaricia, la envidia, la ira y la soberbia se han convertido en mis mejores amigas; pero, por favor, envíame una señal de lo que debo hacer. ¡¿Qué esperas de mí, don Cristo?!

Prendí el chonguito de una vela, me recé siete padrenuestro y miré a mí alrededor como esperando que se moviera un cuadro, que se prendiese la luz del baño sola, que corriera un viento helado y me produjera escalofríos en la espalda y en las patitas; esperé que las tazas de la cocina vinieran felices bailando y, junto a pajaritos parlantes, me hicieran un vesti

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